Por José Luis García del Busto
En una sección como ésta, que pretende colaborar a ello, dar claves, se va a referir continuamente a parcelas de la historia, a épocas, a estilos, a corrientes culturales… En estos primeros pasos de la revista, con la mayor modestia y asunción de limitaciones vamos a ensayar el trazo, en sólo dos capítulos, de un brevísimo esqueleto o hilván de la historia del repertorio musical europeo al que implícitamente nos referimos cuando -con excesiva largueza- decimos «historia de la música».
El Papa Gregorio I, fallecido cuando despuntaba el siglo VII, es el primer gran nombre de la Historia de la Música. Porque música, por supuesto, hubo siempre, desde que el hombre es hombre, pero música estudiable no sobre lucubraciones sino sobre documentos, sólo hay a partir del trabajo compilador de la música eclesiástica que San Gregorio el Magno propulsó, dando pie a la progresiva invención de un sistema escritural para aquello que hasta entonces se llevaba el viento, para aquello que en su honor se denomina Canto Gregoriano y que hoy se sigue practicando, se conoce, se estudia y hasta es gustado como música de compañía o de escucha «artística», algo totalmente diverso -si no opuesto- a su origen, idea y fines, que son meramente religiosos y funcionales. Hasta que no nos acercamos al Renacimiento, una buena parte de la música que puede conocerse es la que se hacía en monasterios y conventos: música religiosa. No es la única que había, por supuesto, pero sí la única de alguna manera «fijada».
Los cantos litúrgicos, inicialmente monódicos, van dando paso, hacia el siglo X, a la polifonía: conceptos como organum, discantus, cantus firmus, originarios de esta época, apuntan hacia tímidas maneras de manifestarse en música con más de una voz simultánea. A partir del siglo XI tienen su rinconcito en la historia de la música los trovadores, quienes acercan su manifestación cantada a los ideales caballerescos y al sentimiento amoroso, mientras prosigue el protagonismo musical de lo religioso. Religiosidad y llaneza humana, fe trascendida y gozo popular convergen en testimonios de música medieval tan trascendentes y hermosos como el que firma, como autor y recopilador, nuestro rey Sabio, Alfonso X: las Cántigas de Santa María.
Siglos XII y XIII: la polifonía se desarrolla despaciosamente. Surge el motete, una forma, un molde en el que se ordena un evolucionado ingenio musical que propende a hacer converger distintas voces y hasta -en ocasiones- distintos textos, con maneras donde ya reconocemos un cierto juego creativo «moderno». Se va haciendo imprescindible mensurar cada nota, precisar su duración. La música empieza a tener su flujo discursivo propio, independiente del del texto, aunque siga estando vinculado a él.
Pero en la baja Edad Media parte de las gentes se han agrupado en núcleos, han nacido las ciudades y, con ellas, las grandes catedrales y las nacientes universidades. Hacia ellas se desplaza la música para concentrarse, aún sin abandonar los monasterios ni la calle. La Notre-Dame de París se constituye en poderosa Escuela: Leonin, Perotin. La polifonía religiosa, en lenta pero permanente evolución, convive con manifestaciones de música profana, herencia del mundo caballeresco. Un tenue aire de libertad, espacio para la inventiva, desplaza poco a poco a la rigidez y severidad de los modos antiguos: Ars nova. Comienza a haber no ya escribidores de música sino compositores, primeros nombres propios de autores musicales reconocidos: Guillaume de Machaut.
En el siglo XV florece una excepcional Escuela flamenca de polifonía que lleva a este arte a cimas de expresividad y finura desconocidas hasta entonces: Dufay, Ockeghem, Josquin. Alumbra una nueva era que contempla el universo con miras anchas y pone al hombre -la vida, los sentimientos, la belleza- en su centro. Italia se eleva a protagonista natural del arte del Renacimiento. Compositores flamencos con paso por Italia -Lassus- conforman un nuevo género -el madrigal- propio de la expresión musical coral sobre temas profanos, una forma que maestros italianos llevarían a su culminación, como Marenzio, más aún Gesualdo y, en la cima de este arte y ya en la transición entre Renacimiento y Barroco, Monteverdi. El madrigal se impone e influye en toda la Europa culta, con variantes y elementos específicos por países: la chanson en Francia, el villancico y la peculiar ensalada en España, donde brilla el talento de Juan del Encina y los Flecha, así como en Inglaterra es Byrd el gran nombre de este campo. Pero la Polifonía de la iglesia católica no sólo sigue su curso sino que llega, en la segunda mitad del siglo XVI, a su culminación absoluta: Victoria en España (por encima de los también importantísimos Morales y Guerrero) y Palestrina en Italia son sus máximos representantes. Frente a la ortodoxia romana de Palestrina, los Gabrieli añaden fasto y espacialidad a la polifonía en San Marcos de Venecia.
El Renacimiento ha traído a la música alguna cosa trascendente más: la búsqueda de la belleza por sí misma, la humanización de las artes que da paso, entre otras cosas, a la sensualidad, empuja al desarrollo de la música más allá de su valor como refuerzo expresivo y proyectante de la palabra con su carga de contenido religioso, narrativo, poético, amoroso, etc. Impulsa la música hecha por el gusto de hacerla, de tocarla, de escucharla, de danzarla. Paso a la música instrumental y a las formas de danza adaptadas artísticamente. Ello impulsa, a su vez, el progreso de los instrumentos y el protagonismo de los tañedores más hábiles. Pero no se va a retroceder frente a los logros de la moderna polifonía y, por eso, son los instrumentos «polifónicos» -los de tecla, los de cuerdas pulsadas- los que primero se benefician de este impulso. Cierto protagonismo hispano suponen en este punto las figuras del eximio teclista Cabezón y de un considerable puñado de tratadistas, compositores y tañedores de vihuela entre los que descuellan Milán, Narváez y Mudarra. Junto a las formas de danza, surgen otras específicamente instrumentales: tocatas, tientos, canzonas, glosas, diferencias… El laúd tuvo en Inglaterra su gran nombre -Dowland- y en aquel país músicos como Byrd y Morley supieron ver que cabe hacer polifonía con instrumentos melódicos, como los que se tañen con arco: basta agruparlos en conjuntos (los Consort).
Los complejos movimientos musicales que -con diferenciaciones notables entre unos países y otros- se produjeron en Europa durante el siglo XVII y la primera mitad del XVIII los englobamos bajo un mismo concepto: el Barroco. En este período estético que, a grandes rasgos, ocupa el siglo XVII y la primera mitad del XVIII, la melodía adquiere protagonismo y, para el acompañamiento instrumental, se recurre al «bajo cifrado», sostén armónico sobre el que habrá que ir improvisando los acordes («continuo»). Sigue su curso la música vocal: el despliegue melódico del aria suele ir rodeado de esa suerte de declamación cantable que es el recitativo; se escriben cantatas y éstas se extienden hacia el oratorio, donde adquiere realce el elemento narrativo. En el camino hacia la expresión dramática se da con la ópera, género que tiene en Monteverdi a su primer gran creador.
En cuanto a la polifonía, el último Victoria -con la dimensión humanística de su música- y los Gabrieli -con su tendencia a la policoralidad- habían anunciado ya aspectos barroquizantes; en Alemania, Schütz, discípulo de maestros italianos, realiza una fecunda síntesis entre el sobrio coral protestante expandido durante la época renacentista y la más luminosa y flexible polifonía latina.
Por otra parte evoluciona con prisas la música instrumental: el clavecín y el órgano se imponen con fuerza y constructores italianos de modernos violines (Amati, Stradivarius, Guarnerius) hacen caer en desuso a la familia de violas da gamba y animan otro tipo de escritura más ágil y virtuosística; los conjuntos progresan hacia la orquesta y las formas progresan desde la suite hacia la sonata y el concierto. Corelli y Vivaldi descuellan con fuerza, en Italia, en este campo. En Francia, François Couperin fue el gran creador de música para clave que dignificó formas de danza y las agrupó en unidades formales superiores que llamó órdenes (equivale a suites), mientras que Lully acaparó los fastos operísticos de la corte y colaboró decisivamente a personalizar la ópera barroca francesa, dada a argumentos de la antiguedad clásica y mitológicos y más abierta a la danza cortesana que a la efusión cantable: opera-ballet. Con bella música y estudios teóricos, Rameau fue un campeón de la ciencia armónica. España pierde fuerza en el contexto musical europeo de este período, pero no deja de aportar pujantes escuelas organísticas (Correa de Arauxo, Aguilera de Heredia, Bruna, Cabanilles), en tanto que la sonata clavecinística tuvo nombres primero italiano (Domenico Scarlatti) y catalán después (Soler). El músico grande y enciclopédico del Barroco en Inglaterra fue Purcell. Entre Inglaterra y Alemania repartió su fulgor -más fértil y enciclopédico aún- Haendel. Pero en este país, donde el barroco temprano contempla nombres importantes para la música organística como Froberger y el nórdico Buxtehude, el gran resumen de la era barroca se llamó Johann Sebastian Bach: en él culminan la suite, la sonata y el concierto; el clave, el órgano, el violín, el violonchelo, la flauta, la orquesta; el coral, el motete; la cantata, el oratorio; la ciencia armónica y la contrapuntística. Cabe decir que todo lo del momento, excepto la ópera, encuentra en Bach su cima.
Desde la muerte de Bach (1750) hasta la eclosión del «segundo» Beethoven (1800) es el medio siglo denominado clásico. Breve pero intenso período que capitaliza una ciudad -Viena- y protagonizan dos genios absolutos: Haydn y Mozart. El clasicismo vienés es el milagro del equilibrio entre las maneras galantes (Francia), el humanista latido expresivo (Italia) y el rigor de la ciencia contrapuntística (Alemania). Haydn y Mozart marginan ya la suite y profundizan en la forma sonata, acertando a fijar un molde tan ordenado como flexible. A este modelo formal se atienen sus formidables aportaciones en el campo de la música instrumental, ya para tecla (Sonatas), ya de cámara (Sonatas a dúo, Tríos, Quintetos y, sobre todo, Cuartetos de cuerda) o ya orquestal (Conciertos, Sinfonías). Es bella, aunque menos trascendente, su aportación a la música religiosa, pero vuelve a ser esencial el papel de ambos maestros -más hondo y, sobre todo, mucho más reconocido el de Mozart- en lo que se refiere al avance de la ópera. En este período se produce la evolución del clave al piano y la ampliación de la orquesta hasta los equilibrados conjuntos que aún hoy utilizamos y llamamos orquesta clásica.
La Revolución francesa y las conmociones que, como ecos de este gran terremoto, se produjeron en otros tantos puntos, prepararon política, económica y socialmente la Europa en donde se iba a desarrollar la era romántica de las letras y las artes. El Romanticismo exacerba la individualidad del creador, le lleva a contemplar la naturaleza, a dialogar con la poesía, a reflexionar sobre el universo, pero, ante todo, le lleva a mirar hacia sus adentros y a impregnar su obra de sentimientos personales.
La burguesía ocupa su plaza y los salones nobles pierden su exclusividad musical en favor del salón burgués: en definitiva, la música empieza a entrar en el hogar, a la vez que va cristalizando el concepto moderno de «público», del concierto abierto a la masa de aficionados anónimos, a lo que colabora el nuevo espectáculo del intérprete arrebatadoramente virtuoso (Paganini, Liszt, los divos de la ópera). La difusión de la música y la interconexión entre lo que se hace en los diferentes países crecen imparablemente: por esta formación de públicos, por la proliferación de ediciones, por el papel que asume el piano de instrumento no sólo autosuficiente sino también resumen de la orquesta y por la mayor frecuencia de los viajes.
Las formas fijadas por el clasicismo se adoptan primero y se adaptan después -tensándose y ampliándose- al nuevo pathos expresivos. En la música instrumental, este camino desde el equilibrio clásico hasta la explosión de un cosmos expresivo autoalimentado con fantasía, latido humano y dramatismo lo transitó, antes y mejor que nadie, Beethoven: Sonatas, Cuartetos, Conciertos, Sinfonías… alcanzan cimas de perfección y hondura que condicionan toda la música posterior y de las que, al final de esta etapa, se haría eco Brahms como recogiendo el testigo de la carrera del equipo alemán. Pero el Romanticismo, el XIX, es el siglo del piano: junto a la sonata proliferan las formas breves -estudio, preludio, nocturno, impromptu, intermezzo…- y las medias -balada, scherzo, fantasía, rapsodia…- para acoger debidamente el amplio espectro que va de la expresión intimista a la exhibición virtuosística, pasando por todos los intermedios: Beethoven y Schubert, Chopin y Liszt, Schumann y Brahms, Scriabin… Música y poesía se funden en un género prototípicamente romántico, el Lied: Schubert, Schumann, Brahms, Wolf, Mahler… La orquesta crece en volumen y en posibilidades tímbricas y técnicas, merced, sobre todo, a los avances de los instrumentos de viento (las llaves en los de madera, los pistones y las válvulas en los de metal) y viene a ser medio de la expresión poemática: Berlioz, Liszt, el primer Strauss…
La ópera alcanza su máximo esplendor y protagonismo musical y social. Con contundencia (y no sólo en Italia) se impone la italiana: el bel canto representado por el ingenio de Rossini, por la efusividad lírica de Donizetti y Bellini y por el talento teatral de Verdi, y prolongado hasta más allá del 1900 por Puccini y la corriente verista. Desde La flauta mágica, pasando por Fidelio y, sobre todo, por Weber, se desarrolla la ópera romántica alemana que Wagner recoge, trasciende, reinventa y proyecta hacia más allá de Alemania, más allá del siglo y más allá de la ópera. La ópera francesa es de menor alcance estético, pero valiosa y no mimética: Berlioz, Bizet, Saint-Saens, Massenet… La España musical, demasiado porosa ante el arrebato cantabile de la ópera italiana, no hace una música romántica realmente propia ni interesante, ni en el campo de la ópera ni en los otros, si salvamos el romanticismo breve, temprano y templado de los Cuartetos de Arriaga.
La necesidad de afirmación y enraizamiento, frente a los peligros (o realidades) de las colonizaciones culturales, surge con especial adelanto y fuerza en Rusia con las óperas de Glinka, Borodin, Mussorgski y Rimski-Korsakof, más otras músicas de estos autores y algún otro, singularmente el gran sinfonista que fue Chaikovsky. Este sentir musical nacionalista se constituye en otra de las características del tramo final del Romanticismo. En Bohemia lo lanzó Smetana y lo continuó Dvorak. Más tarde vendrían los de España (Albéniz, Granados), Hungría y los países nórdicos, si bien sus figuras más pujantes son ya músicos del siglo XX: Falla, Bartók, Sibelius…
Las facetas del Romanticismo, período de singular importancia en el desarrollo musical, son más de las que aquí cabe reseñar, pero más aún son las del siglo XX que ahora termina y en el que la evolución del arte de los sonidos vino a llover en cascada incontenible. Desde las delicuescencias armónicas y la fisicidad tímbrica puestas en juego por Debussy -que dieron en llamarse «impresionismo»- hasta la música que hacen los jóvenes de hoy, no sólo sin filiación escolástica sino incluso sin sentido de «grupo estético» ninguno, las manifestaciones musicales importantes que se pueden individualizar son superabundantes y tienen como eje el radical cuestionamiento de la armonía funcional que -sujeta a una lógica evolución- había sustentado el discurso musical durante siglos: es la experiencia de la serie dodecafónica protagonizada por Schönberg y sus discípulos, entre los cuales fueron los primeros y los más importantes Webern y Berg. Además de los mencionados hasta aquí, compositores como Stravinski, Ravel, Strauss, Prokofief, Hindemith… conforman el resumen de la polimórfica primera mitad del siglo, herida por las dos grandes guerras.
Cruzando la raya de los cincuentas, el serialismo integral, las convergencias de música y ruido (bruitismo, música concreta) , de música y tecnología (la radio, la electrónica), de música y azar (Cage, la experiencia aleatoria), de música y ciencias (la música matemática, la música espectral), de música y acción… configuran un panorama abierto y complejo que ha dado un hoy interesantísimo de vivir y complicado de historiar. Pero ya se sabe que el hoy es para vivirlo; para historiarlo ya vendrá el mañana.