Por Alfonso Carraté
Carlos Álvarez ha pisado ya los principales teatros de ópera, pero ha llegado hasta ellos con calma y empezó desde abajo, en su ciudad natal, Málaga.
Comencé de forma inesperada para mí. Cantaba desde pequeño en escolanías, aquí, en Málaga. Más tarde, con el cambio de voz entré en diversos coros hasta llegar al de ópera, que fue el último escalón antes de pasar a dedicarme al canto como profesional. Mientras estudiaba medicina en la Facultad empecé a estudiar canto en el Conservatorio, no con el objetivo de llegar a ser un cantante profesional sino para mejorar mi técnica y poder cantar mejor en el Coro de la Ópera. Mi primera profesora fue María José González, la profesora del Conservatorio de Málaga. Poco después estuve una pequeña temporada dando clase en Córdoba, los fines de semana, con Carlos Hacar, Catedrático de Canto de Córdoba. En 1990 conocí a Alfonso Leoz, que se convirtió en mi agente y mejor consejero y fue quien dio el toque necesario a mi voz para dar el paso definitivo hacia el mundo profesional.
En 1992 usted fue el Marqués de Caravaca en «Jugar con fuego», de Barbieri, dentro de la Temporada de Zarzuela del «Madrid 92», en el entonces recién inaugurado Teatro de Madrid. Los que pudimos asistir a aquellas funciones descubrimos a un joven barítono capaz de cantar prodigiosamente mientras trepaba a pulso por los barrotes del manicomio y terminar apenas sin jadear.
Aquello no me resultaba especialmente difícil porque antes de llegar a la universidad me había dedicado al atletismo, había sido lanzador de peso y todo el deporte que hice anteriormente me ha ayudado muchísimo a la hora de cantar. Incluso ahora el ejercicio físico sigue siendo fundamental en mi canto. El 92 fue una año muy importante, no sólo por ese «Jugar con fuego», sino también, por ejemplo, por la Gala de Reyes, con Plácido Domingo y porque empezaron mis primeras salidas fuera de España. En cualquier caso el 92 fue bueno para la mayoría de los cantantes en España porque había muchas posibilidades de trabajar y cualquiera que despuntara un poco encontró aquí una oportunidad.
Como malagueño, ¿cuál es su relación tanto personal como profesional con su ciudad?
Desde entonces, en el Cervantes han intentado invitarme todas las temporadas pero no siempre ha sido posible compaginar las fechas o los títulos. Me imagino que soy de los pocos afortunados que tienen la posibilidad de pasarlo muy bien en su ciudad natal, tanto a nivel personal como profesional. Aquí procuro siempre dar algo nuevo de mí mismo, ampliar mi repertorio y también el de mi público.
¿Cree usted que 1996 fue un año definitivo en su carrera, con el debut en teatros como La Scala de Milán, Covent Garden, Metropolitan y Staatsoper de Viena? ¿Fue aquel año cuando se «cumplió la promesa» Álvarez?
Espero que no. Quisiera seguir siendo una promesa. Convertirme en algo «cumplido» dejaría de ser tan interesante para mí y creo que también para el aficionado. Es necesario seguir siendo capaz de sorprender y de sorprenderme y cada día debe ser igualmente importante en mi carrera. Todos estos debuts podrían llevarme a pensar ¿qué me queda ahora?. En realidad me queda todo. Es más fácil llegar por primera vez a cualquiera de esos teatros que mantenerse luego en ellos y que te llamen para volver.
Usted parece un hombre sencillo y muy natural. ¿Cuál es en realidad su postura ante el divismo típico del cantante?
A nadie le amarga un dulce. La imagen del divo también puede ser muy bonita. Ese ver a la gente esperándote cuando sales del teatro para demostrarte su afecto, sentir esas miradas de admiración de los aficionados a la ópera; todo eso resulta muy agradable y me ayuda a mantener viva la ilusión. Me limito a ser como soy en realidad, y eso no quiere decir que mi opción sea la mejor. Posiblemente esta sencillez o esta naturalidad son equivocadas. Quiero decir que no me gustaría acabar en el extremo, tan malagueño, de lo «chabacano», por demasiado natural.
Los grandes éxitos están asegurados en su caso con personajes tan variopintos como el Barbero de Sevilla o el Germont y repertorios que van desde «Puritanos» hasta «Don Carlos».
Usted tuvo la posibilidad de hacer, por ejemplo, el «Don Giovanni», con Muti, en la Staatsoper de Viena. Este personaje parece hecho a su medida, tanto en lo vocal como por el físico.
Tuve ocasión de hacer el «Don Giovanni» en Palma de Mallorca, Rávena, Bonn, la Scala, etc.. Me encantó el personaje porque salían de mí algunos aspectos que hasta entonces no tenía muy seguros, como el registro medio, en el que ahora estoy mucho más cómodo y que es imprescindible para adquirir ese legato que permite abordar los personajes verdianos. Don Juan es un personaje que «me creo» y con el que puedo disfrutar. Esto es muy importante porque una de las mayores ventajas de un trabajo como el mío es que te sirve como terapia; es una especie de consulta de psiquiatra gratuita: cada tres días cambias de personaje y con esto ya «gastas» toda la esquizofrenia posible y no te queda nada para la vida cotidiana. Me fascina esta posibilidad de interpretar personajes diferentes e incluso opuestos entre sí. Precisamente antes de debutar en La Zarzuela, en 1990, intervine como actor y cantante en una serie de televisión que se titulaba «Hasta luego cocodrilo».
Su historia con Riccardo Muti es una historia de encuentros y desencuentros.
Le conocí en 1992. Fui a audicionar a Milán porque estaban buscando un barítono joven para hacer el «Rigoletto». Había oído decir que era un hombre muy estirado y que no trataba demasiado bien a la gente. Conmigo no sucedió eso en ningún momento. Desde el principio fue muy cordial. Los primeros días trabajamos juntos en el Teatro y más tarde empezamos a hacerlo en su casa de Rávena. Es un auténtico placer estar en casa de Muti, con el maestro sentado al piano dándote indicaciones sobre la forma de abordar un personaje. Finalmente yo no quise hacer aquel «Rigoletto» porque no me parecía el momento adecuado para abordar un papel tan dramático. A pesar de aquella negativa el maestro siguió contando conmigo y me llamó para el «Don Giovanni» de Viena.
A estas alturas de su carrera ya ha trabajado con grandes figuras de la ópera en el podio. ¿Cómo ha sido su relación con estos grandes maestros?
Siempre muy positiva. Directores como Chailly, Gómez Martínez, Ros Marbá, Frühbeck, Colin Davis, y Plácido Domingo muestran sus sentimientos de muy diferentes maneras, pero al final todos han tenido la palabra justa para conmigo. El caso de Plácido es aparte porque tenemos una gran amistad y siempre se porta espléndidamente. Sin embargo está el ejemplo de Chailly, a quien yo no conocía. Hicimos la «Buttefly» en Milán y hasta el último momento no vino a decirme nada, aunque todo estaba saliendo muy bien. Su única frase, en la última función fue «hemos hecho un buen viaje musical». Esto me enorgullece mucho y además me consta por terceros que sus comentarios sobre mí en otros círculos han sido muy favorables.
Algunos de estos grandes maestros se quejan de la prepotencia de los actuales directores de escena. ¿Cómo se vive este enfrentamiento desde el escenario?
Al final quien decide es el cantante. El director de escena te pide que hagas una cosa y el director musical que hagas otra. Al final el cantante decide qué es lo que puede hacer mejor. Hay quien opta por lo escénico, sobre todo si tiene problemas vocales, que así, con una buena interpretación, quedan más en segundo plano; por el contrario, hay cantantes que sólo con abrir la boca pueden captar tu atención, pero es mejor escucharles con los ojos cerrados. Luego estamos los que intentamos hacer ambas cosas, lo cual requiere un esfuerzo mucho mayor. Desde luego si un cantante no puede o no quiere hacer algo que le pide el director de escena, no lo hará. La cuestión está en saber plantear las cosas de forma constructiva y con buenas maneras. Hay que ser diplomático y procurar no crear un mal ambiente de trabajo.
Por otro lado, ¿Existe una crisis real de voces, y más concretamente, en su cuerda, de barítonos?
Hay muchas buenas voces, pero el público tiene que acostumbrarse a una nueva forma de cantar. De todos modos yo intento hacer un canto bastante «a la antigua» como aquellos cantantes que abrían la boca y te dejaban impresionado desde la primera frase, por su legato, su fraseo, etc… En realidad no existe la novedad, todo es un continuo renacer y a mí me gustaría que el canto que se está haciendo desde los ochenta volviera a ser como el de los cuarenta. Insisto en que existen muy buenas voces entre los jóvenes. El problema está en la forma de abordar la carrera de cada uno. Si queremos hacer una carrera meteórica, al final se puede volver contra nosotros, pero tampoco puedes estar diciendo que no costantemente porque te puedes quedar fuera de la rueda.