Por Carlos Tarín
Ello nos lleva a un doble planteamiento inicial en este concierto: por un lado, la obra nos acercará al Brahms primero, al joven músico de gran preparación, desde cuyos primeros trabajos ya se divisan las rutas que seguirá en su plena madurez, aunque para su plasmación en esta obra se aferre todavía a su reciente formación; y por otro lado, observamos ya la gran característica que define al hamburgués por encima de todas las demás, la que le llevará a respetar los moldes heredados de los clásicos, en los que siempre se sentirá cómodo, una vez convenientemente adaptados a su manera de entender las estructuras formales. Todavía siguen siendo esclarecedores los comentarios de Gerald Abraham a este respecto: «Brahms aceptó el convencionalismo de la forma sonata clásica, modificándola para ajustarla a sus propias necesidades; […] sus ideas, a diferencia de las de Tchaikovsky, eran admirablemente adecuadas para ella». Cuanto tenía que decir podía expresarlo a través de los amplios cauces de la forma sonata, por la enorme elasticidad y potencialidad que ésta permite. Parecía querer demostrar que todavía «había cosas nuevas por hacer con el antiguo lenguaje diatónico», si oímos de nuevo a Abraham.
Apenas cumplidos los veinte años, en 1854, el joven Brahms, animado por su admirado Schumann, quiso tentar suerte en el difícil arte sinfónico, pero pronto advirtió que éste sobrepasaba sus posibilidades. Decidió así optar por una solución más cercana y segura para él: la que le proporcionaba la escritura de una Sonata para dos pianos, con la que intentaría un posterior acercamiento orquestal, aunque el sustrato pianístico era tan palpable que, junto al elemental manejo de la orquesta, le llevaron a preferir el concierto para piano. La práctica de una versión previa para dos pianos la llevaría a cabo también en el Quinteto para piano e instrumentos de cuerda o en las Variaciones sobre un tema de Haydn. Otras modificaciones incluían la supresión de un «un lento scherzo en tiempo de zarabanda», que pasaría a formar parte del Requiem alemán. El rondó final sería compuesto más tarde, por lo que no es de extrañar que las críticas de irregularidad vertidas desde su estreno no carezcan de razón; sin embargo, la belleza y la frescura de un Brahms en estado puro terminaron imponiéndose al público que, ya en su estreno en Hannover (1859), lo rechazó. En nuestro siglo, fue la persistencia de Arturo Rubinstein la que terminó imponiendo el concierto en el repertorio pianístico habitual.
I. Maestoso
Tales presupuestos son necesarios antes de abordar un acercamiento más pormenorizado de la obra. Sólo así podemos entender que el comienzo de su extenso primer movimiento observe de cerca una estructura de concierto clásico, en la que la orquesta introduce un primer tema, con el que da comienzo el tradicional ritornello inicial -que se relaciona abiertamente con el barroco italianizate-, pero que Brahms hace saltar armónicamente al proyectar un acorde -y tonalidad- de partida en Si bemol mayor sobre la general del concierto, Re menor. Descenderá luego por La mayor (dominante) hacia, por fin, la tónica, pero sin duda, el planteamiento inaugural habría dejado desconcertados a los primeros oyentes. A la vista más adelante de la reexposición, podríamos considerar que más que comenzar en la tonalidad de la mediante, Brahms realiza una progresión desde Si bemol por semitono descendente a la dominante.
Y aún más, ese acorde contundente es antecedido y luego apoyado por un Re desnudo, tercera de Si bemol y fundamental de la tonalidad principal, convertido en pedal en el contrabajo, clarinetes y fagotes, un procedimiento que apurará en la reexposición, dando muestras así de un sentido expansivo de la tonalidad muy acentuado ya desde sus primeros años (a la par que una sólida formación armónica). Tímbricamente, la melodía es expuesta por los violines y simplemente apoyada por la reducida orquesta, que se concentra en lo incisivo del planteamiento.
Algo parecido sucede con el siguiente tema, definitivamente en la tonalidad principal, y que clarinete y primeros violines se encargan de exponer expresivamente, sostenido en la cuerda grave por un suave y ondulante balanceo. También planteará desde ahora la confluencia de una multiplicidad de pequeños temas para conformar el tramado textural de su producción, si bien aún no con la densidad que podemos observar en sus obras de madurez. Advertimos esto porque tras los veinte compases que dura esta lírica idea (de los cuales la mitad es una repetición sin la nota inicial, aunque una quinta alta), surge otra igualmente inspirada -en la medida en que este concepto es adecuado en el concienzudo Brahms-, y en la que deja ver en la madera otra de sus características más reconocibles: el uso de sextas y terceras combinadas. Armónicamente, encontramos una nueva excursión hacia la mediántica Si bemol, esta vez menor. Se llega a esta tónica a través de una cadencia que arranca desde una novena menor de dominante, un acorde muy utilizado por Bach en apoyaturas, y que aquí en realidad «retrasa» un compás la llegada de la tónica: no olvidemos que por esta época Brahms estudia con denuedo al genio de Eisenach.
Con brusquedad schumanniana, se prepara la vuelta al tema inicial con el regreso de la tonalidad principal en un breve pero intenso pasaje que abandona por dos compases el 6/4 conductor por un 9/4. Luego, el tema introductorio parece llevarnos a una repetición sistemática; sin embargo, apenas expuesto el tema, dos nuevas ideas, tan breves (6 y 4 compases, respectivamente) como trascendentes concluirán este discurso inicial de la orquesta. Con respecto al primero de ellos nos llama la atención su disposición de silencio de corchea seguido de tres corcheas y una figura generalmente larga y/o acentuada que, junto a su importancia estructural, no deja de recordarnos el famoso motivo de la quinta beethoveniana, si bien con un tratamiento diferente. Efectivamente, sobre un mismo carácter anhelante, Brahms mueve las líneas melódicas en cromático sentido convergente y divergente, hasta confluir en el acorde deseado. La segunda de las ideas se basa en un salto de cuarta ascendente desde una corchea a una figura mucho más larga, que al final se convierte en quinta, en octava y en unísono finalmente, procedimiento separado por un alternante juego de quinta y cuarta.
Tras 90 compases, el piano surge como ensimismado en la belleza extensiva de la melodía que presenta. Es sin duda un tema nuevo, pero que parece resultarnos familiar. Tal sensación puede explicarla una rítmica similar a la de la referida idea «beethoveniana», donde el silencio que sucedía a la negra inicial es sustituido aquí por un puntillo. La mano izquierda continúa el arpegio de tónica (sin la tercera), sobre el que de manera descendente habían venido insistiendo los violonchelos. La melodía es presentada por Brahms en una académica segunda inversión de la tónica, cuya sexta caracterizará, una vez más en Brahms, toda esta primera exposición del tema. De igual manera podemos observar aquí, por un lado, la sencillez de la escritura pianística -ciertamente poco «virtuosa»-, a la vez que un evidente sentido de continuidad con el pasaje anterior, todo lo cual lo aleja del habitual carácter enfrentado entre orquesta y solista. Tras esta declaración de intenciones, el teclado no tardará en asumir el tema inicial de la orquesta y el tema lírico que lo seguía, apareciendo a continuación un pasaje cadencial antes de exponer el último gran tema.
Éste, con el piano de nuevo en solitario, se presenta sereno y majestuoso, cantado sin prisas en una suerte de coral, en la tonalidad de Fa mayor; y si armónicamente en esta ocasión Brahms no nos sorprende, no podríamos decir lo mismo al extasiarnos ante la belleza desnuda y emotiva de su nueva idea. Ésta comprende, en sentido estricto, tan sólo cuatro compases; sin embargo, Brahms la reitera con una breve extensión de la frase, en la que injiere sus ya también conocidas síncopas, cuyo deleite aprendió del magisterio delicado e inestable de Schumann. Aún no conforme, desarrollará la idea aprovechando el antedicho tema de cuartas y quintas, cuya anacrusa inicial se distancia del comienzo tético anterior. Además, el paso también mencionado de las quintas a las octavas se realizará ahora con los accesos intermedios a sextas y séptimas, sustentado todo por nerviosos seisillos y amplias arcadas de arpegios en la mano izquierda. Tras una breve evolución, la flauta parece recordar, distraída, la cuarta inicial, que el oboe convierte en tercera y, finalmente, junto a la flauta y el clarinete, pasa a ser un verdadero y beatífico coral de la madera de tan sólo dos compases.
El desarrollo es breve y ordenado. Comienza con la referida cuarta inicial, de nuevo anacrúsica, que lleva al piano a exponer el que fuera el primer tema de la orquesta, por medio de paralelas octavas en ambas manos, conservando el conflictivo tono de Si bemol (lo que, en un desarrollo vuelve a ser sorprendente). El piano interrumpe la exposición con un amago de trino, que en realidad se convierte en un rugiente movimiento ondulante de corcheas, nuevamente al unísono. Por fin, el tema es completado, pero sólo cuando el mismo piano se decide a tocarlo. Inmediatamente, la viola inicia aquel movimiento sinuoso que servía de base al tema lírico inicial; sin embargo, serán ahora los violonchelos y contrabajos quienes lo expondrán, repetido -en final estratificado- por el piano. Siguiendo el orden de exposición, es ahora el tema que llamamos «evocador» el que aparece, aunque su naturaleza resulte ahora ruda y contundente, fortificada además por estratégicas síncopas. Liberado inmediatamente de su labor expositiva por la orquesta, el solista se entregará nuevamente a vertiginosas y serpenteantes sucesiones de octavas, tornándose desenfadadas y joviales cuando la orquesta vuelva a repetir insistentemente el tema. Solo la adusta expresividad del oboe y luego la flauta consiguen devolver la seriedad al pasaje, que el piano rematará encaminándose, mediante crecientes escalas de cierto carácter cromático, al tumultuoso final, basado por cierto en el motivo beethoveniano, ahora con las corcheas convertidas en tresillos, lo que no hace sino subrayar aún más la similitud. Paralelamente los cuatro compases que componen este cierre del desarrollo se basan en La como dominante de la próxima tónica, pero va cambiando su color con cuartas añadidas, o un breve cambio al modo menor, adición de novenas mayores y menores, sextas y, sobre la última de ellas, la supresión de la tercera, volviendo la quinta vacía, violentando así la cadencia. Todo este derroche de color se complementa -o quizá se supedita- a un descenso cromático desde una cuarta añadida aguda (Re), hasta la quinta de La.
La Reexposición nos prepara otro desconcierto: sobre el mismo pedal que abría el concierto -coincidente con el de tónica-, Brahms nos presenta ahora el tema en el piano, con el acorde de Mi mayor con séptima menor -que en la mano izquierda del piano figura invertida-, y que explica el Re como pedal. La repetición se mantiene en La mayor, también con la séptima en el bajo, en un auténtico despliegue imaginativo brahmsiano, hasta que cae en Re menor, esta vez no para exponer directamente el tema lírico, sino para repetir una vez más el principal en la tonalidad de base. Así pues, para el retraso en la aparición de la tónica ha recurrido esta vez a una progresión habitual (V7/V7, V7, I), pero que al presentarlo a comienzo de la reexposición, una vez que nos habíamos «hecho» al Si bemol, produce turbación. La repetición del tema se convierte sólo en murmullo en la cuerda grave y fagot (mf), a favor de un exultante piano (ff con forza), sobre una figuración que recuerda -y anticipa- el tema con que surgió en la exposición.
Éste no tarda en aparecer en la orquesta, también en Re menor (obsérvese que se intercambian las labores expositoras en estos dos temas), invirtiendo el pianissimo inicial por un fortissimo. Lo repetirá anacrúsicamente la madera más adelante en un dulce Mi menor, y luego el mismo piano en Fa sostenido menor. Entre ambas repeticiones Brahms intercala el motivo inicial breve y discretamente, primero en las trompas y luego en la cuerda, mientras que el piano parece pedir paso insistentemente para quedarse como protagonista. En realidad, lo conseguirá cuando se alcance el referido Fa sostenido, donde ahora sí se reexpone literalmente el tema en esta tonalidad mediántica, respetando su carácter menor. Le sigue en la misma tonalidad el tema «evocador», en otro de los rasgos típicos de Brahms: el tránsito del motivo -o parte de él- de un instrumento a otro, y no siempre fácil de oír por el nuevo desbordamiento del piano.
La coda (Tempo I poco più animato) la inicia nuevamente el piano solo sobre el tema evocador (en un diseño muy parecido al usado en el desarrollo), al que sigue el introductorio de la orquesta en Re mayor, seguido de la idea «beethoveniana», de inestables armonías, aunque en metódicos grupos de cuatro compases, reducidos a dos cuando se aborda el tenso final, con un piano en vertiginosos tresillos descendentes sobre dicho motivo. Aunque la verdad es que esta relación con el famoso motivo de la Quinta beethoveniana sea sólo inventado por nuestro subconsciente. O por el de Brahms.
II. Adagio
Tras el agitado final, el movimiento central actúa como sedante hipnótico, planteado como pausado coral en la tonalidad esperada de Re mayor, y sobre el omnipresente 6/4. A la conjunta melodía que dibuja la cuerda, Brahms opone un movimiento similar pero divergente en los fagotes, creando una inesperada estacionalidad en la ordenada cantilena. Destacamos también la oportunidad de las imitaciones, como las de la trompa apoyada por el violonchelo, aquellas que se producen dentro de la misma cuerda o las de ésta y la madera.
La entrada del piano en solitario, correspondiendo a la cuidada homofonía de la introducción, nos imbuye en el complejo, doloroso y aparentemente sencillo mundo brahmsiano que innegablemente afluye en este movimiento. Brahms fue poco dado a las dedicatorias o referencias programáticas; sin embargo, este segundo tiempo tiene escrito «Benedictus qui venit in nomine Domini», que asevera el carácter religioso de todo el movimiento. Kalbeck de nuevo aventuró la teoría de que podía ser un autorretrato, en la ocurrencia de que Brahms se consideraría aquí como heredero de Schumann, al que solía llamar «Mein Herr Domini»; sin embargo, más parece que pudiera referirse a Clara Schumann, habida cuenta del propio testimonio que Brahms recoge en una carta dirigida a la mujer de su admirado maestro, fechada en 1856, en la que asegura: «estoy pintando también un hermoso retrato de usted, iba a ser el Adagio». Geiringer lo explica por ser «ella la que, tras la muerte de su esposo, trabajó incansablemente para que su genio fuera reconocido»; pero no debemos olvidar que junto a estas interpretaciones musicales está la ambigua relación mantenida entre el joven Brahms y la hermosa pianista. Tras la exposición inicial, la orquesta tan sólo se limitará a tender un sedoso manto, cuando no a guardar respetuoso silencio ante los cromatismos cada vez más intrincados en que se va sumergiendo el solista.
En realidad, su actuación estelar se reserva para el segundo tema (Fa sostenido menor), que inicia el clarinete con el motivo que antes llamábamos «beethoveniano», y que de nuevo vuelve a ser planteado con un carácter totalmente distinto. Toda esta sección presenta una acentuación más definida y una mayor fluidez, determinada por un mayoritario predominio de las semicorcheas. Todo ello, unido a la misma brevedad de la sección, hace de él un mero punto de contraste.
La vuelta al primer tema no planteará más novedades que la de un pasaje de irrefrenables arcos arpegiados en fusas, finalizando en una breve cadenza ad libitum, culminada con tres trinos a la manera de Beethoven, que dan inicio a una breve coda de ocho compases sobre el tema principal.
III. Rondó
Sin solución de continuidad, Brahms nos transporta a la tonalidad de la mediante, Si bemol mayor, a través de un arpegio ascendente de carácter ensoñador, que pronto asume el piano y recrea por medio de un entrañable diseño -nuevamente- sincopado. El jugueteo posterior, los trinos, la recreación del tema por la trompa, las incesantes cascadas del piano conducen a un pasaje fugado de la orquesta sobre el tema completo. Hacia el final del mismo, volvemos a encontrar el motivo «beethoveniano» en disminución, insistentemente repetido por toda la orquesta, junto al arpegio inicial, también en semicorcheas. Una última maquinación del piano sobre el tema del ritornello, ahora en Fa mayor, verdaderamente inspirada, nos conduce de manera brillante a una nueva exposición del tema. Y aquí de nuevo el sello de Brahms: de pronto, con passione, la variación, piedra angular de todo su legado posterior, es tratada ya aquí con verdadera maestría, «brahmsianizando» la melodía, estilizando y densificando lo que sin duda tiene de popular y bailable. El imparable impulso desemboca en una de las dos breves cadenzas.
La trompa recoge el testigo cantando el tema secundario, ahora en Re mayor. La propuesta se vuelve cada vez más animada, hasta conducirnos a la segunda de las cadencias, en el estribo mismo de la despedida.