¿Qué tiene el siglo XX que no tengan los demás? ¿O qué le falta? ¿Qué tiene de particular para que, con solo nombrarlo, se arrugue el entrecejo del melómano? ¿Qué le pasa a la música de nuestro siglo? En realidad, le pasa poco. Miramos al siglo XX y vemos lo de siempre: la música evolucionando cansinamente, siguiendo los acontecimientos de su tiempo. La música del siglo XX no tiene nada de especial en comparación con la anterior. Visto desde ahora, montados ya casi en el siglo XXI, el problema no es nada. Comprendemos ahora que hay más distancia musical entre Bach y sus hijos que entre Mahler y Schönberg.
Por tanto, no ha pasado mucho, pero ha pasado algo. ¿Qué cosa? ¿En qué ha cambiado la música en este siglo? Lo veremos someramente en dos capítulos de estas claves. En una, en esta, va la primera mitad del siglo, hasta la II Guerra Mundial. En la otra, prolongaremos la visión hasta hoy.
Se agitan los tronos
Hemos dicho que la música va siguiendo de cerca al siglo. A grandes rasgos, podemos añadir que, con la I Guerra Mundial, muere definitivamente el Antiguo Régimen porque muere en Europa la idea de la monarquía de derecho divino. Caen los imperios y se emancipan los pueblos, ahora libres y huérfanos. Libertad y orfandad van juntas. Simplificando un poco, podemos decir también que, en música, el trono que cae al comenzar el siglo es el trono de la tonalidad, la reina y emperadora de la música europea desde hacía cuatro siglos. La tonalidad ordena los sonidos de la escala, los jerarquiza y les da sentido expresivo: cuando oímos la tónica, estamos serenos, como en casa. Cuando oímos la dominante, salimos de viaje, estamos inquietos. Cuando vuelve la tónica, se restablece el orden y vuelve la calma. Esta sencillísima fórmula gobierna la música europea desde Monteverdi hasta Richard Strauss. Aun sin conocer la técnica de la tonalidad, el oyente de una sinfonía de Mozart recorre este camino entre la serenidad inicial, la inquietud novedosa, y la vuelta a la calma. Pero, igual que el ciudadano cuestiona la autoridad regia que le viene impuesta porque sí, el músico se pregunta si no se podrán ordenar los sonidos de otra manera, sin respetar al pie de la letra la falsilla de la tonalidad. Se lo pregunta, se responde que sí y, una vez libre (y un poco huérfano), se echa a andar.
Destronamiento a la carta
La caída de la tonalidad se produjo de distintas formas. Algunos compositores (principalmente Arnold Schönberg y sus discípulos Alban Berg y Anton Webern, o sea, la célebre Escuela de Viena), siguieron el camino de la tabla rasa: caída la jerarquía, establecen la democracia completa en el país de los sonidos. Ya no hay tónicas ni dominantes, toda nota es igual en importancia a la de al lado. Ese es el postulado central del llamado «docecafonismo», un método de composición igualitario.
Otros músicos no ven necesario que muera la tonalidad. Les basta con destronarla. Una vez que la tonalidad ha perdido su dominio sobre los demás aspectos de la música (el ritmo, el color orquestal, el sonido mismo, la dinámica, la estructura), ya no hay que matarla. Al contrario, al potenciar los demás componentes del sonido, se puede rescatar la eficacia de la tonalidad sin que se suba de nuevo al trono, utilizándola como un recurso más. Por este camino encuentra su voz músicos tan importantes como el húngaro Béla Bartók o el ruso Sergio Prokofiev. Aun hay otras posibles reacciones ante el debilitamiento de la tonalidad: muchos autores (Paul Hindemith entre ellos) recurren a la tonalidad pero anulan su poderío mediente el método de la politonalidad (al poner a sonar a la vez varias tonalidades juntas, se aprovecha su potencia expresiva pero se evita que haya una tonalidad principal que avasalle la música). La mayor parte de los compositores de la primera mitad del siglo, desde Igor Stravinski hasta Manuel de Falla, desde Leos Janácek hasta los franceses del Grupo de los Seis, recurren ocasionalmente a uno u otro de estos recursos.
Música entera y descentrada
Otra forma de ver las cosas: con el siglo XX, la música, como el hombre, se descentra. Del centro se va la tonalidad, pero también se quita de en medio Europa y surgen las «otras músicas»: el gamelán indonesio, la música de la corte del Japón, la ópera China, la polifonía del África negra, las tradiciones cultas y populares del Magreb, la música sincopada de los negros americanos, la música de trance chamánico que se practica en medio mundo… En las exposiciones universales de cambio de siglo, nuestros compositores oyeron todo eso y ya nada sería igual. Además de este descentramiento espacial, ocurre en ese momento el descentramiento temporal. El arte se vuelve historicista. Se empieza a tocar sistemáticamente la música europea de otras épocas, se edita, se tiene a mano… y se utiliza. Igor Stravinski, maestro de maestros, hace revivir los clásicos mirándolos genialmente desde hoy. Algo parecido, aunque con más distanciamiento y más ironía, hacen los franceses Poulenc, Milhaud y Honneger. Y algo muy parecido, aunque con menos ironía y más nostalgia, hacen los jóvenes españoles de entonces: Ernesto Halffter, su hermano Rodolfo y sus colegas de generación, que se fascinaron con las sonatas de Domenico Scarlatti y se inspiraron profusamente en ellas. El descentre general alienta la aparición de personalidades musicales tan singulares, indefinibles y seductoras como Frederic Mompou o Charles Ives.
Tres claves para el disfrute
Y el oyente, ¿qué?, ¿también queda descentrado? Pues, un poco, sí, para qué engañarse. La libertad siempre es incómoda y la acumulación de novedades, también. El espectador del siglo XX ha de estar desorientado por fuerza, porque con el siglo ha muerto la ilusión de que estábamos bien orientados. La luz nos ha hecho ver que no hay camino. Uno siempre puede negar la realidad, darse la media vuelta, añorar las cortes imperiales y rechazar toda música posterior a Mahler. Pero también puede uno aceptar la realidad, aceptar que no hay camino y aprovecharse inmediatemante de las consecuencias: se declara materia explorable toda la música que nos rode. Cada compositor habrá tenido que buscarse su propio camino, cada obra nueva será un mundo, con sus propias reglas y sus propias jerarquías sonoras. La situación es ideal para el oyente curioso y propenso al disfrute.
Allá van, en todo caso, tres claves para gozar de la música del siglo XX, por si a alguien les sirven de algo. Primera: quitar, antes que poner, porque el obstáculo al disfrute no es tanto la ignorancia cuanto el prejuicio. No esperemos oír a Brahms cuando oímos a Janácek. Segunda: respetar y admirar el silencio. Eso equivale a no dar nada por sentado. El silencio (que nunca está vacío, es decir, que nunca existe) es una delicia y la primera obligación de una música será la de justificar por qué ha sonado, en lugar de no sonar, por qué rompió el silencio. Tercera: Oírlo todo. Fijarse en todo aquello que estaba en el fondo y que el destronamiento de la tonalidad ha sacado a primer plano: el ritmo, el timbre, el juego de fuertes y pianos, las mil formas de atacar una nota, las mil maneras de alterar la tensión musical.
La primera mitad del siglo XX nos quitó la tranquilidad tonal, pero a cambio, nos dejó sembradas multitud de delicias musicales. En la segunda mitad, perdimos aún más tranquilidades y ganamos aún más delicias. Lo veremos próximanente.
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