En 1867 y en el apogeo de su carrera, Giuseppe Verdi volvió a apostar por un tema histórico para inspirar una de sus óperas más memorables: la historia de don Carlo narrada por Schiller, que es tratada en esta obra con una gran libertad. Veinte años antes, el compositor Pasquale Bona había estrenado en la Scala de Milán una ópera titulada del mismo modo, que pasó por la programación del teatro de manera anecdótica. Al considerar Verdi que el tema todavía merecía ser explotado, y ante la necesidad de concebir una ópera para ser estrenada en París, se encomendó a la historia de Schiller, que sería hábilmente adaptada al gusto parisino por dos libretistas franceses.
El día del estreno, la crítica local acusaba a Verdi de dejar en evidencia las influencias de Wagner y Meyerbeer en esta partitura, algo que molestó enormemente al compositor. Sin embargo, lejos de ser considerados como peyorativos, los aspectos wagnerianos y meyerbeerianos son evidentes en Don Carlo y constituyen su seña de identidad: Don Carlo es un eslabón fundamental para entender la llegada al drama continuo verdiano que se consolidará con Aída y Otello, claramente inspirado por el drama continuo wagneriano. Además, Don Carlo se concibió según los cánones de la grand opéra dictados por Meyerbeer, condición obligatoria para que toda ópera triunfara en París.
Lo cierto es que a pesar de estas dos huellas indelebles, Don Carlo no deja de ser un producto enteramente verdiano de principio a fin, una fantástica mezcla de realidad y ficción que la tornan en una de las óperas históricas más fascinantes.
El argumento de Don Carlo
Don Carlo es una ópera en cinco actos, con libreto de Camille du Locle y Joseph Méry, basada en el drama Don Carlos de Friedrich Schiller. Fue estrenada el 11 de marzo de 1867 en la Ópera de París. El argumento gira en torno a la figura de Felipe II, envuelto en una complicada guerra contra Francia. Una paz entre las dos potencias se perfila como posible, y para ello se impone la necesidad de convenir el matrimonio entre don Carlos, hijo de Felipe II, y la princesa Isabel de Valois, hija de Enrique III de Francia. El príncipe don Carlos no puede esperar más para ver a su prometida y se dirige al castillo de Fontainebleau, fingiendo ser embajador del conde de Lerma (un viaje fantástico ideado por los libretistas que nunca ocurrió en la historia verídica). La explicación del argumento requiere una extensión poco habitual, dado el cariz novelesco e histórico del mismo.
Acto I
La princesa Isabel de Valois se va de caza y don Carlos la contempla desde la distancia. En el aria “Io la vidi” confiesa sentirse profundamente enamorado. Al caer la noche, Isabel y su paje Tebaldo se pierden en el bosque. Se presenta ante ellos don Carlos y les informa de cómo llegar al castillo. Tebaldo se va en busca del séquito que recoja a la princesa, y don Carlos aprovecha para revelarle quién es, consiguiendo que Isabel se enamore. Los cañones se oyen a lo lejos, anunciando el matrimonio y la consecuente paz entre España y Francia. Los enamorados se regocijan cuando llega Tebaldo y les transmite una triste noticia: Isabel no se casará con don Carlos sino con su padre, Felipe II. Ambos reciben la noticia con desasosiego, pero la princesa termina aceptándola con resignación, sabiendo que es el único modo de alcanzar la paz. A don Carlos le consume un profundo dolor.
Acto II
Don Carlos busca refugio y consolación en el Monasterio de Yuste (llamado erróneamente San Giusto en esta ópera), donde se haya enterrado su abuelo, el gran Carlos I de España. Ahí se encuentra con su amigo don Rodrigo, el marqués de Posa, y le confiesa que ama a Isabel, quien se ha convertido en reina y en su madrastra al desposar a su padre. Don Rodrigo le insta a encontrar consuelo tramando un plan alternativo: podría convertirse en el rey de Flandes luchando contra las tropas de su padre que oprimen este territorio. En el hermoso dúo “Dio che nell’alma” ambos amigos se juran fidelidad y deciden luchar juntos contra Felipe II. Al poco tiempo llegan los reyes (Felipe II e Isabel de Valois), y don Carlos y don Rodrigo se esconden.
En la segunda escena, las damas de compañía de la reina se entretienen en la verja de entrada del Monasterio. La princesa de Éboli, que se encontraba entre ellas, las entretiene cantando. Aparecen entonces la reina Isabel y don Rodrigo, que le entrega una nota de don Carlos en la que se le insta a un encuentro privado con él. Isabel acepta turbada, pues todavía le recuerda. El encuentro se produce al poco, pero Isabel rechaza sus insinuaciones amorosas en primera instancia. Sin embargo, al poco don Carlos insiste y ella le confiesa su amor, pero exponiéndole la cruda realidad: no podrá casarse con ella a menos que mate antes a su padre. Don Carlo huye entonces desesperado.
En otro cuadro operístico, el rey Felipe II se irrita al ver sola a la reina, y atribuye la culpa a su dama de compañía, quien es condenada al destierro. La reina se despide de ella con suma dulzura y los cortesanos se conmueven. Al poco, don Rodrigo confiesa al rey su disconformidad con la política de terror practicada en Flandes, y Felipe II, lejos de ofenderse, le propone ser su consejero ante tal gesto de sinceridad, y espiar a Isabel en secreto para evitar a toda costa que se encuentre con su hijo don Carlos.
Acto III
Don Carlos ha recibido una nota -de Isabel, supone- pidiéndole que acuda a medianoche a los jardines de la reina. Se le acerca una mujer que le declara un ferviente amor y don Carlos descubre que se trata de la princesa de Éboli. Entonces ella deduce que en realidad está locamente enamorado de la reina Isabel y le amenaza con decírselo al rey. Don Rodrigo entra y amedrenta a la princesa de Éboli con amenazas de muerte, pero ella no cede y se va, diciéndole a don Carlos que ahora su amigo es el valido del rey. Don Carlos duda de la confianza de don Rodrigo, pero finalmente confía en su honestidad.
La siguiente escena tiene lugar en una plaza en la que se realiza un auto de fe inquisitorial. El rey aparece por las puertas del templo para presidir el acto, acompañado por la reina y la corte. De pronto, seis ciudadanos flamencos se postran ante los pies de Felipe II pidiendo clemencia para su pueblo en Flandes. El rey les expulsa, y entonces don Carlos se encara amenazándole con la espada, exigiendo que le ponga al mando de Flandes y Bramante. Don Rodrigo desarma a don Carlos y este es llevado a prisión. Los herejes son conducidos a la hoguera, pero una voz celestial les garantiza la paz eterna.
Acto IV
Felipe II ha pasado la noche en vela en su palacio: sabe que su mujer no le ama y que su hijo conspira contra él. Hace llamar al gran inquisidor, un fraile ciego, a quien pregunta si la Iglesia castigará duramente a don Carlos. El inquisidor lo tranquiliza, diciéndole que podrá ejecutarle sin problemas por el bien de la fe. Entra en ese momento Isabel, asustada por la desaparición de su joyero. El rey se lo muestra y le obliga a abrirlo, encontrando un retrato de don Carlos. El rey le acusa de adulterio y la reina se desmaya, acudiendo en su auxilio la princesa de Éboli y don Rodrigo. Felipe II acepta entonces la fidelidad de su mujer y se arrepiente de lo ocurrido. Los cuatro personajes cantan un fantástico cuarteto concertante. La princesa de Éboli le confiesa a la reina que la acusó ante el rey y que además es su amante. La princesa se consume de remordimiento en la célebre aria “O don fatale!”.
Por otro lado, don Rodrigo acude a la prisión de don Carlos, encomendándole una misión: liberará Flandes, puesto que se las ha ingeniado para que piense que él mismo es el gran conspirador. De ese modo, el rey le sacará de la cárcel y podrá encabezar la rebelión una vez llegue a Flandes. Apenas le cuenta su plan, un espía de la Inquisición dispara a don Rodrigo delante de don Carlos. Convaleciente, don Rodrigo le dice que Isabel lo esperará a media noche en el Monasterio de Yuste para programar su huida.
Acto V
Es medianoche e Isabel aguarda a don Carlos ante la tumba de su abuelo Carlos I, rememorando su infancia feliz en Francia. Don Carlos llega aceptando la misión de liberar Flandes y reiterándole su amor, diciéndole que consumarán su amor en la otra vida. En ese momento aparece Felipe II con el séquito de la Inquisición, dispuesto a apresar y a condenar a su hijo don Carlos. Pero en ese momento, ocurre lo inesperado: un intrigante fraile aparece y descubre su rostro, en el que todos reconocen al difunto Carlos I, padre de Felipe II y abuelo de don Carlos. El fraile arranca a don Carlos de las garras de la Inquisición y lo salva de la condena de muerte.
Don Carlo, un drama histórico adaptado
Cuando Verdi comenzó Don Carlo en la primavera de 1866, ya era considerado internacionalmente como el rey de la ópera italiana. Su posición económica desahogada le permitía elegir cuidadosamente temáticas de gran profundidad para sus óperas, características de su período de madurez. Después de estrenar La forza del destino en San Petersburgo (1862), los temas a la vez psicológicos e históricos volvieron a suscitar su interés. Emprendió entonces la revisión de Macbeth y contempló la musicalización de otro drama shakesperiano: El rey Lear.
Sin embargo, al recibir un encargo de la Ópera de París consideró que esta historia no sería del gusto parisino, y se inclinó hacia otra fuente: la obra teatral Don Carlos de Schiller, impregnada de una temática y de un aura hispánica que le fascinó. No ha de olvidarse que otras tres óperas anteriores tratas temas eminentemente hispánicos: Ernani (1844), Il trovatore (1853) y La forza del destino (1862), estando además estas dos basadas en obras de teatro españolas (El trovador, de Antonio García Gutiérrez, y Don Álvaro o la fuerza del sino, del duque de Rivas). Recuérdese además que la ópera Alzira (1845) está ambientada en el Perú colonial del siglo XVI.
Componer para la Ópera de París durante el siglo XIX era siempre un arma de doble filo: por un lado, el glamour de este templo podía contribuir a la fama inmediata de cualquier ópera pero, a cambio, los compositores debían pagar el gran precio de someter su concepción a los cánones estéticos dictados por Meyerbeer, considerado el gran valedor de la llamada grand opéra en Francia. En tal caso, Verdi tuvo que sucumbir a las exigencias meyerbeerianas en Don Carlo: una ópera debía estar siempre concebida en cinco actos, contener escenas fastuosas, un buen número de personajes y, obligatoriamente, un ballet intercalado en la acción, ubicado al principio del tercer acto en esta ópera. Verdi evitó a toda costa ubicar el ballet al principio de la ópera, consciente de lo que ocurrió con el estreno de Tannhäuser de Wagner: el ballet inicial no fue contemplado por buena parte del público, acostumbrado a llegar tarde, y por ello fue un estrepitoso fracaso.
Además, para complacer al público parisino, Verdi confió la redacción del libreto a dos franceses: Joseph Méry y Camille du Locle, que adaptaron el drama de Schiller a placer. Fruto de ello, la historia fue sonadamente alterada, legándonos escenas ingenuas e increíbles como el sorpresivo y fantástico final, que roza lo grotesco.
El inicio de la madurez verdiana: el triunfo de la psicología del personaje
Don Carlo ha de ser considerada a todas luces como una obra maestra de madurez en la carrera de Verdi. Ya en La Traviata el compositor empezó a alegarse de las formas tradicionales compartimentadas, en pro de una fusión paulatina de las mismas en una unidad dramática. Mientras que en La Traviata dicho fenómeno solo se deja entrever, en Don Carlo la narración musical es claramente más compacta, acercándose a la noción de drama continuo que culminará con Aída y, por supuesto, con Otello. El uso del recitativo tiene por ello un papel muy secundario en Don Carlo, dejando todo el protagonismo a las arias y concertantes. La ópera está envuelta en todos los recursos escénicos característicos del teatro romántico, como ocurre en muchas de las últimas óperas verdianas: claustros, espectros, escenas nocturnas, bosques, etc.
Don Carlo patentiza por ello la madurez musical del compositor, porque en ella Verdi lleva hasta las últimas consecuencias su deseo de retratar con el estilo del canto la psicología particular de cada personaje, tendencia que ya se había afianzado con Rigoletto en 1851. La ópera gira alrededor de cinco personajes principales (un número generoso para adaptarse al estilo de la grand opéra francesa), cada uno caracterizado por un tipo de voz distinta, pintando en cada caso una personalidad particular: don Carlos es tenor, Rodrigo es barítono y Felipe II es bajo. Por su parte, Isabel de Valois es soprano y la princesa de Éboli es mezzosoprano.
El rol de don Carlo fue concebido para tenor lírico o incluso lírico-spinto, con capacidad para sostener notas regularmente en la zona aguda: debe llegar cómodamente al “si” anterior al “do” de pecho. Las intervenciones de don Carlo son frecuentes, descansando únicamente en el primer cuadro del cuarto acto. Sin embargo, casi siempre aparece cantando a dúo con Isabel, don Rodrigo y la princesa de Éboli, y solo tiene un aria en el primer acto (“Io la vidi”). Resulta en tal caso paradójico que sea este personaje quien dé título a la ópera.
Isabel de Valois tiene un papel de soprano spinto o lírico-spinto, por lo que se torna igualmente necesaria una voz que posea agudos muy definidos y llenos de armónicos. Don Rodrigo, por su parte, se corresponde con un barítono dramático que sea dúctil en las agilidades (su escritura se extiende hasta un “sol3”). La princesa de Éboli es uno de los papeles verdianos más interesantes escritos para la cuerda de mezzosoprano. Este rol ha de poseer al mismo tiempo una voz grácil para abordar la coloratura hispanizante de la “Canción del velo”, y una potencia considerable para el resto de números. Además, en la región aguda supera a veces en tesitura a Isabel, por lo que el papel de la princesa ha de ser considerado como de una gran dificultad.
Felipe II es un bajo cuya voz debe poseer la necesaria flexibilidad para rematar sus brillantes intervenciones, en particular su aria del acto cuarto. Se trata de un bajo cantante, muy distinto a lo voz de bajo profundo del gran inquisidor, que expresa una autoridad mayor. Mención especial merece la parte del coro en esta ópera, que tiene una importancia considerable al intervenir en todos los actos, aunque su utilización en el cuarto a veces se suprime en las representaciones.
El lenguaje musical de Don Carlo
La orquesta tiene pocas intervenciones en solitario y de acuerdo con la tendencia común en esta época, carece de obertura. Unas únicas notas sirven de preludio a las primeras frases del coro. En el resto de la obra, la orquesta se limita a presentar algunas escenas mediante preludios que suelen contener el tema del aria siguiente, de acuerdo a la manera clásica.
La orquestación revela la gran madurez de Verdi, capaz de usar una amplia gama de recursos que van desde lo idílico a lo terrorífico sin caer en la rutina. A este respecto, resulta magistral el acompañamiento orquestal para subrayar el carácter siniestro del gran inquisidor en el cuarto acto. Además, Verdi parece asociar a menudo determinados instrumentos a situaciones escénicas concretas, como ya lo hacía Monteverdi mucho tiempo atrás: el clarinete preside casi todas las escenas amorosas de don Carlos e Isabel, el oboe y el corno inglés pintan las escenas de dolor, y las trompas acompañan los momentos funestos de los cánticos de los monjes en los actos segundo y tercero.
En conjunto, el lenguaje musical de Verdi no se aparta en Don Carlo de la etapa media de su carrera, que podemos considerar iniciada con Rigoletto y acabada con Don Carlo, precisamente. Muestra una orientación hacia la compactación del material musical, con visos del drama continuo que consolidará tan solo unos años más tarde con Aída. El material musical de Don Carlo es absolutamente original, sin reutilizar ningún pasaje preexistente. Es muy curioso que tan solo sea la célebre “Canción del velo” de la princesa de Éboli la que transmita el color local hispánico, al margen de los compases anecdóticos del principio del tercer acto, en el auto de fe.
Resulta curiosa la utilización de un motivo musical recurrente que, sin llegar a constituir un leitmotiv, da coherencia a la obra: dos notas, separadas por un semitono de distancia y proferidas por un instrumento penetrante. Esta especie de doloroso aviso es especialmente perceptible en el aria de Felipe II, donde aparece primero en la flauta y luego en el oboe, y también en la escena del auto de fe, en la petición de la espada por parte de don Rodrigo y en la despedida de Isabel a su dama de honor.
Grabación recomendada de Don Carlo
Grabación Decca (CD, 1966): Orquesta y Coro de Royal Opera House, Sir Georg Solti. Bergonzi, Tebaldi, Ghiaurov, Fischer-Dieskau, Bumbry.
Quizás eclipsada por otras versiones discográficas muy famosas de Guilini, esta versión de Solti no debería faltar en la estantería del coleccionista verdiano. Bergonzi parece la voz perfecta para el rol de don Carlo, interpretando el papel con intensidad y rigor estético, sin caer en expresiones histriónicas ni melodramáticas. Al margen de las cualidades vocales de este tenor lírico consumado en el repertorio verdiano, los diálogos y recitativos se destacan en su voz con una intensidad dramática conmovedora.
Renata Tebaldi nos legó una versión notable de Isabel, pero no tan soberbia como sus grabaciones de los años 50, muy probablemente el mejor momento de su carrera. Su voz fue adquiriendo más peso y armónicos en el registro de pecho con los años, un engrosamiento natural que le permitió interpretar magistralmente roles como Adriana Lecouvreur y Gioconda, pero que la alejaron de escrituras más gráciles, como la de Isabel en esta ópera. La princesa de Éboli es interpretada por Grace Bumbry, cantada con sensualidad, lirismo y un gran control del fiato.
La incursión de Fischer-Dieskau en el terreno verdiano, el cantante de lieder alemanes por antonomasia, resulta absolutamente certera y muy interesante, aunque algunos siempre hayan querido afirmar que su timbre no estaba hecho para este terreno. De hecho, él confiere un sumo interés histórico a esta grabación, interpretando a don Rodrigo. Su sonido redondo y cálido, qu
e tantas veces nos ha conmovido cantando Schumann y Schubert, nos lega igualmente pasajes vibrantes en esta grabación de Don Carlo.
Félix Ardanaz