“EL BARBERO DE SEVILLA” La ciudad como omnipresente protagonista
Cuando Beaumarchais eligió a Sevilla como escenario de su comedia no lo hizo por simple capricho. Había por el contrario razones profundas, por historia y por tradición literaria. Debido al descubrimiento de América, Sevilla se había convertido en la primera ciudad de España. Conoció entonces el esplendor, tanto en su vertiente demográfica, como en la económica y artística. Sevilla era la Babilonia de España y fue ampliamente cantada por poetas, dramaturgos y novelistas que fueron moldeando una imagen de la ciudad cuya fama traspasaría las fronteras. Aquella Sevilla produjo al mítico Don Juan y en aquella ciudad había residido en diversas ocasiones y por largos años Cervantes, que trasladó a su creación literaria aspectos del vivir sevillano. En una de sus “Novelas ejemplares” narró una historia, la de “El celoso extremeño”, que es un claro precedente de “El Barbero”. Cuenta allí Cervantes cómo un viejo indiano, Felipe Carrizales, guardaba celosamente a su joven esposa, Leonora, en su cerrada casa de Sevilla, hasta que finalmente aquella inexpugnable prisión fue asaltada por el joven enamorado Loaysa. Todas las precauciones del viejo celoso fueron inútiles ante la irrupción del amor. Carrizales guarda un estrecho parentesco con Don Bártolo, al igual que Loaysa con Almaviva y Leonora con Rosina. Es la lucha entre dos mundos enfrentados: el de los viejos y el de los jóvenes, el de la represión y el de las ansias de libertad, el de la muerte y el de la vida. Aunque los finales de estas dos historias sean diferentes -en Cervantes los jóvenes amantes no conseguirán la realización plena de la felicidad, como sí ocurre en Beaumarchais-Rossini- el paralelismo es evidente. Sevilla es en ambas el escenario, pero no en su aspecto externo, sino en el esencial. La casa de Carrizales y la casa de Don Bártolo responden a una misma tipología: un espacio cerrado al exterior, como metáfora de la opresión del poderoso y el secuestro del débil. Una situación injusta que constituía una realidad social y que primero la Literatura y después la Música lucharon para acabar con ella y transformarla en el triunfo de la libertad amorosa.
La Sevilla del siglo XVIII había cambiado tanto externa como internamente respecto a la del Siglo de Oro. Ya no era una ciudad tan esplendorosa como entonces ni tan llena de contrastes, sino una apagada capital de provincias que en gran parte vivía de sus sueños del pasado. Por eso Beaumarchais no encontró mejor referente que Sevilla para plasmar una problemática, como era la de los matrimonios a la fuerza, que a su juicio debía pertenecer ya al pasado, pero que se perpetuaba, sin embargo, como una pesada rémora en el presente. Eligió a Sevilla por historia y por tradición, por coherencia creativa, y supo reflejarla en su comedia en sus rasgos esenciales. La adaptación como libreto por parte de Sterbini potenció esos aspectos y la genial música de Rossini obró el milagro de la inmortalidad.
Un tipo como Fígaro no puede darse, ni se ha dado, en el brumoso Norte de los Faustos y Sigfridos, sino en una tierra cálida, sensual, con vida en la calle y con miedo por parte de los viejos a que sus pupilas perezcan en el torbellino de los sentidos. Fígaro es el lazo de unión entre esa vida que se desborda por todas las esquinas y esos interiores enrejados en los que luchan sordamente los que oprimen y los que aspiran a su libertad. En una sociedad como la sevillana del siglo XVIII con rígidos estamentos la figura de un barbero-alcahuete era necesaria para posibilitar la interrelación. Fígaro resulta, pues, verosímil en la ciudad que lo ha hecho universal: Sevilla. Su credibilidad aumenta cuando lo vemos en relación con los otros personajes que habitan la ciudad, ya que en la obra es el único que tiene acceso a mundos tan diversos. Sin él Almaviva no hubiera podido conseguir a Rosina, o como él mismo afirmaba consciente de su poder y buen oficio: “Sin Fígaro no se casa una muchacha en Sevilla”.
Potenciar la presencia de Sevilla sería el objetivo de una ideal puesta en escena, pero no la de una Sevilla deformada hasta la caricatura a base de tópicos manidos, sino la de una ciudad vista desde dentro, desde su intrahistoria y desde su pluralidad como referente imaginario. De ahí que habría que huir del pintoresquismo que tanto difundieron los viajeros románticos y sus seguidores. Más que una Sevilla “realista” sería una Sevilla “ideal”, una ciudad pensada como marco de una historia que se cuenta con imágenes, gestos, palabras y, sobre todo, con música. Una Sevilla esencialmente teatral.
La acción de la ópera transcurre mayoritariamente en el piso superior de la casa de Don Bártolo. Si Almaviva y Rosina pudiesen comunicarse, de palabra y de tacto, a través de una ventana en la parte inferior, al mismo nivel de la calle, sobraría el balcón y cuanto gira en torno a este importantísimo elemento a todo lo largo de la historia: desde la serenata inicial hasta la escala para efectuar el asalto y la frustrada fuga. No tiene sentido, como se viene haciendo habitualmente, presentar la acción en un típico y tópico patio sevillano con su fuente y sus plantas, porque está en íntima contradicción con el espíritu de la obra. La casa no es para la desventurada Rosina ningún lugar plácido, sino una verdadera prisión, la cárcel donde la tiene secuestrada su tutor.
Una escenografía, en consecuencia, que no se quedara en lo superficial, sino que ahondase en el ser de las cosas hasta convertirlas en símbolos y que profundizara en los caracteres de los personajes a través de los espacios que se les asignan, los trajes con los que se los viste y los objetos con los que se les rodea para que le devolviese a esta comedia la dignidad perdida. A fuerza de insistir en el lado cómico de la ópera, se ha caído en extravagancias grotescas que se le ha despojado a la historia de su profunda humanidad. Don Bártolo y Don Basilio, por ejemplo, no son muñecos deformes, sino personajes creíbles con sus luces y sombras. Como Rosina no es una pizpireta provinciana y cateta, sino una joven educada, con conocimientos musicales, que sabe comportarse con desenvoltura cuando ha tenido ocasión de viajar a Madrid. Almaviva y Fígaro forman una pareja que si por una parte responde al viejo esquema de amo-criado, por otra revela el cambio de los tiempos: la felicidad del señor depende del ingenio de ese colaborador que se gana con su oficio y sus tretas su independencia. Lo que se pretende, en suma , es devolver a los personajes más maltratados la dignidad que tantos les han arrebatado a fuerz de un humor grueso, ajeno a Beaumarchais, Sterbini, Rossini y la propia Sevilla. Entre la deformación grosera y la sutil ironía, optaría decididamente por esta última para ofrecer no un “Barbero” historicista y arqueologizante, sino una comedia viva, refinadísima, que sigue siendo la obra maestra del humor musical. El texto de Sterbini y la partitura de Rossini no necesitan de añadidos para que su humor, su crítica y su belleza lleguen con toda su pureza al espectador.