Por Joaquín Martín de Sagarmínaga
Un poco de historia
Acababa de comenzar una época de extraordinario lustre, impulsada en buena medida por la iniciativa de otro miembro de la familia Campanini, Cleofonte (que era director de orquesta), de Leopold y de Walter Damrosch, así como de otras luminarias del podio, además de algunos divos indiscutibles como Marcella Sembrich, Lilli Lehmann, Marianne Brandt, Amalie Materna o Roberto Stagno. La base del repertorio era, en buena parte, italianísima, pero atendía también con generosidad a las grandes obras francesas y germánicas, con una indiscutible presencia de lo wagneriano durante los primeros años. De este modo, vemos como la citada Lilli Lehmann -considerada por muchos, y entre ellos Reynaldo Hahn en «Du chant», como la cantante más perfecta de su época-, será la gran Isolda de aquellos años neoyorquinos, así como el elegante tenor polaco Jean de Reszké, fue uno de los indiscutibles señores del Met hasta 1901. La Lehmann también cantaba «La Walkiria» y «Sigfrido»; «Los maestros cantores» eran entonces un título habitual, y algunos de los propios cantantes procedentes de Bayreuth (Materna, Reichmann), estaban presentes en tales funciones. Durante la década de los noventa, desafiando la prohibición del Festival que el propio Richard Wagner fundara, ya se empezaron a colar en la programación fragmentos sueltos del maravilloso «Parsifal», su última ópera. También se dieron a conocer funciones de «El anillo del Nibelungo» que críticos autorizados consideraron superiores a las que se ofrecían en Alemania, y que sirvieron para apuntalar la fama del asombroso Wotan de Anton van Rooy, la Brunilda de Lillian Nordica, la Sieglinda de Emma Eames, el Loge de Ernst van Dyck o la Erda de Ernestine Schumann-Heink. Un plantel de figuras que ni siquiera en sueños seríamos capaces de concebir y que, sin embargo, fue realidad.
A De Reszké le sucedió otro tenor no menos -en realidad más- legendario, Enrico Caruso, cuya vitola se confunde con la del propio teatro que ayudó a auparlo tan alto. Cantó en este recinto hasta 1920 y, durante casi dos fabulosas décadas, no fue en exceso raro encontrar al astro napolitano en funciones de la magnificencia de «La forza del destino» en la que debutó Rosa Ponselle (a la que apodaban «Caruso con faldas»); flanqueados ambos por la confortante presencia de los romanos Gabriella Besanzoni y Giuseppe de Luca (mezzosoprano y barítono, respectivamente) y del bajo alavés José Mardones. Después vino la pugna por la sucesión de Caruso, prematuramente desaparecido en 1921. Los príncipes herederos se llamarán Gigli, Lauri-Volpi, Crimi o Martinelli, pero sólo el último llegará realmente a reinar, siendo aplaudido con calor tanto en las noches de gloria como durante su prolongado declive (llegó a cantar la parte del Emperador Altoum de «Turandot» en 1967, en Seattle, poco antes de fallecer).
Galas con galones
Después vendrá la era de Rudolf Bing, la cual se extendió hasta 1972, un personaje que será recordado por su famosa jugarreta a la gran Maria Callas con motivo de la producción de «Macbeth» de 1959 -en favor de la joven debutante Leonie Rysanek-, pero que aportó nuevo oxígeno al teatro mediante las contrataciones de Victoria de los Ángeles, Leontyne Price, Renata Tebaldi, Mario del Monaco o Cesare Siepi.
Y fue precisamente durante el «reinado» de Bing cuando, en 1966, va a ser derribada la añeja sala en forma de herradura, de extraordinaria acústica, que con su aspecto exterior un poco de añejo edificio de comercio o de correos, dará paso a la moderna y monumental construcción que actualmente preside el complejo del Lincoln Center, con el Avery Fischer Hall situado a su izquierda. Era el año del debut neoyorquino de dos jóvenes y estupendos cantantes, Mirella Freni y Alfredo Kraus; un año señalado también por causa de la sonada gala de despedida del viejo coliseo, en la que intervendrán muchos de los ídolos del público del Met, que tenían muy diversas procedencias; la Tebaldi, la Price, Franco Corelli, Robert Merrill, Jerome Hines (que cantó «Vecchio teatro, senti»), el húngaro Sándor Kónya y algunos más.
Aspectos operativos
El Metropolitan actual es, como todo el mundo sabe, uno de los más importantes teatros de ópera del mundo -con un rango que sólo alcanzan, posiblemente, la Staatsoper de Viena, La Scala de Milán y, por una suma de muy diferentes factores, el Covent Garden de Londres-. Es un teatro de magnitudes formidables, hoy con un aforo de casi 4000 localidades -3979, para ser exactos-, con la siguiente distribución, según fuente publicada por el propio teatro: Patio de butacas: 1583 localidades; sin asiento: 100; Parter Boxes centrales: 128; costados: 92; Grantier: 382; costados: 60; sin asiento: 30; Dress Circle: 386; Dress Circle Boxes: 68; Balcony: 362; Boxess-Balcony: 80; Family Circle: 591; Boxes-Family: 42; de pie en el último piso: 75. El resultado de estas magnitudes es una acústica irregular, con sus zonas privilegiadas repartidas de forma tal vez poco equitativa. La compañía dispone de unos elementos estables de notable calidad (orquesta, coros, cantantes secundarios…), un escenario de gran amplitud y profundidad -donde cuadra cualquier producción, por mastodóntica que sea-, y un foso de primer orden, además de un sinfín de adelantos desde el punto de vista tecnológico. No es el menor de ellos -por su mayor comodidad frente a los sobretítulos de otras casas-, el sistema personalizado de traducción al inglés de los textos cantados, impuesto desde la temporada 1985-86, en la que los mismos se reflejan en una pantalla de cristal líquido, activable mediante un sencillo botón, y que no distrae en absoluto la concentración del vecino.
La entrada no es, ni mucho menos, tan hermosa como la del Palais Garnier de París o la Ópera Estatal de Viena, que tienen otra forma menos arrogante de elegancia, mejor adaptada a la escala humana. De todas formas, al acceder al teatro el espectador se topa con dos amplísimas escaleras de balaustradas semicirculares, revestidas de una moqueta de color granate. Apostado en medio de estas escaleras puede avistarse el paso audaz de bellas púberes de tornedados hombros blancos, en compañía de sus madres con «lifting», señoras guapas en pleno corazón de un país y una ciudad que, a causa de su belleza después de los cuarenta, tan pronto las exalta como las desprecia. Las acompañan caballeros elegantes, de andar confiado, y en la ineludible mescolanza entre grandes fortunas y advenedizos de cuño o cuñada reciente, tal vez circula aún un tataranieto de John Davison Rockefeller (el rey del petróleo), o un pariente de los Ford de Detroit, los Astor de Rhode Island o los Pollack-Rothschild de Carolina del Sur. El primer piso posee una zona de Vips (concepto antiigualitario que han inventado los constitucionalistas y democráticos norteamericanos), un coqueto restaurante y un balcón con vistas al Lincoln Center, que es probablemente el único lugar del recinto donde algunos se atreven a encender furtivamente un cigarrillo. Entre otros servicios que posee el Met, según se entra a mano de derecha hay una magnífica tienda de discos, amplia y repleta de artículos en todos los formatos (CDs, «laser-disc»….). Con todo, lo que más interesará seguramente al aficionado curtido es la imponente colección de fotografías de grandes cantantes que han actuado en este escenario a lo largo de su historia, que pueden adquirirse en esa misma tienda, y también las magníficas estanterías de libros de materia lírica, incluidas muchas biografías de cantantes autóctonos como parte de un patrimonio cultural muy bien preservado. El espectador también puede contemplar la exposición permanente que muestra entre otras cosas el rico vestuario en sus roles más destacados de buena parte de los artistas líricos que cosecharon grandes triunfos en este teatro; desde Elisabeth Rethberg hasta Jarmila Novotná, de Ezio Pinza a Eleanor Steber, desde el idolatrado tenor Richard Tucker hasta Joan Sutherland, entre tantos otros.
En su aspecto laboral el Metropolitan es una auténtica «Opera factory», que ofrece alojamiento casi diario a renovados espectáculos -al menos esa es su apariencia-. Este es uno de los argumentos decisivos para visitarlo, aunque sopese con ventaja aspectos cuantitativos. El Met es casi el único coliseo lírico del mundo -otra excepción es la Staatsoper de Viena, que en este aspecto presenta analogías-, donde en una semana pueden verse cuatro o cinco producciones diferentes (casi una minitemporada en sí), lo que en la mayoría de los otros lugares comportaría una estancia obligada de, como mínimo, un trimestre, o bien cuatro o cinco viajes en lugar de uno. El teatro ofrece una media de veintidós producciones anuales (datos de la temporada 1998-99), por lo general excelentemente presentadas, que van rotando en las condiciones apuntadas a lo largo del año lírico (el cual se extiende desde septiembre hasta junio). Dicha programación es suficientemente variada, en lo que se refiere a estéticas musicales, con una no muy disimulada tendencia a la espectacularidad escénica, así como al conservadurismo sonoro (piénsese, a este efecto, que estrenos recogidos en sus anales, durante el siglo XX, han sido óperas como «Merry mount», de Deems Taylor, «Vanessa» y «Antonio y Cleopatra», de Samuel Barber, o «Los fantasmas de Versalles», de John Corigliano).
Allí todavía se respeta a los cantantes y sus voces importan. En el macroculto del que se beneficia el divo opera una cierta mímesis, de cuño cinematográfico, que ha propiciado la identificación del público con sus ídolos y una cierta continuidad en sus tipologías vocales o rasgos físicos. Así, Dorothy Kirsten, famosa «Fanciulla del West» -título pucciniano que también vio la luz en este teatro-, presenta algún rasgo que anticipa la imagen de una de sus sucesoras en el rol: Carol Neblett. Martinelli evoca al punto al gran Enrico Caruso; Tucker recuerda, de modo general, a su inmediato predecesor Peerce; a Milnes le acontece lo mismo con Warren y a éste le sucede con Tibbett. Arroyo y Mitchell, en fin, como Aida recuerdan algo a Leontyne Price.
En lo referente a la forma de financiación de los espectáculos, además del patrocinio permanente de Texaco -la compañía petrolera con sede en Nueva York-, la institución es uno de los modelos más sólidos de financiación privada, a través de donaciones de grandes compañías, o bien, a título personal, de esas raras personas físicas conocidas bajo el nombre de multimillonarios. Se dice que el Estado aporta simbólicamente un dólar en cada partida de anual de gastos. Pero esto ya son otras historias.