Por Roberto Montes
Virtuoso de las teclas
Uno de los aspectos más sobresalientes de Haendel y que muchas biografías obvian en pos de subrayar su carrera compositiva, es su elogiosa capacidad al teclado, pues era un gran virtuoso del clave y del órgano, y desde aquél dirigía las representaciones de sus óperas y oratorios cuando era pertinente. El famoso científico Isaac Newton comentó en su día sobre la habilidad de Haendel al teclado: “No encontré nada que subrayar, sino la elasticidad de sus dedos”. Pero no sólo se trataba de darle bien a las teclas, sino de proporcionar una música capaz de encandilar a las audiencias. Se cuenta que un domingo, tras asistir a la misa en una iglesia de provincias, Haendel pidió al organista que le permitiera tocar mientras la congregación se iba, a lo que accedió de buena gana. Haendel se sentó al órgano y empezó a tocar de manera tan magistral que inmediatamente atrajo la atención de toda la congregación, que, en vez de dejar sus asientos, como siempre, tras el oficio dominical se quedó durante un buen espacio de tiempo. Los feligreses estaban como congelados en un silencio de admiración. El organista comenzó a impacientarse y finalmente se dirigió al gran intérprete, diciéndole que estaba convencido de que él no podía sacar a la gente de la iglesia, y le aconsejó renunciar al intento, porque mientras él tocaba, la gente no abandonaría nunca el templo.
Físico y genio muy peculiares
En efecto, otro de los aspectos más relevantes, como apuntábamos al inicio de este artículo, era el temperamento de Haendel, que Burney relacionaba paradójicamente con su físico: “el aspecto general de Haendel era pesado y agrio, pero cuando sonreía, era como el señor del sol, saliendo de una nube negra. Había un repentino golpe de inteligencia, y de buen humor, sonriendo en su continencia, que no se veía en nadie más”. Burney también alababa la carencia de vicios y la abundancia de virtudes del maestro nacido en Halle: “Haendel, con muchas virtudes, no era adicto a ningún vicio que fuera malo para la sociedad. La naturaleza, de hecho, requería una gran cantidad de sustento para soportar tan grande masa, y era bastante epicúreo en su elección, pero sólo parece haber tenido el apetito que se permitía satisfacer.” Su figura oronda, grande y pesada estaba motivada por su incesante gula y apetito. A la hora de cenar en una taberna, Haendel pidió cena para tres. El camarero tardaba mucho, y el compositor se impacientaba y llamó al dueño. “¿Por qué me hace esperar tanto?” preguntó, con la impetuosidad de un hombre hambriento. “Estamos esperando a que llegue la compañía”, contestó el mesero. “Pues traiga la cena, ‘prestissimo’- dijo Haendel-yo soy la compañía.”
Quizás su soledad era una medida de cura con respecto a su peligroso entorno, pues el empresario y músico despertaba sentimientos encontrados en muchas ocasiones, desde la mayor y solemne admiración a la más fatal de los odios. Su carácter reservado no era infundado u ocasionado por otra cosa que envidias o recelos externos a su conducta. Según William Coxe en sus Anécdotas sobre G. F. Haendel y J. C. Smith, de 1799, “Haendel tuvo pocos amigos íntimos, y cuando sus antiguos amigos murieron, no estaba por la labor de adquirir otros nuevos. Nunca se casó, pero su celibato no debe de atribuirse a ninguna deficiencia de atractivos personales. Al contrario, se debía a la independencia de su disposición, que temía la degradación y tenía pánico de la reclusión. Cuando era joven, dos de sus estudiantes, dos damas de considerable fortuna, estaban tan enamoradas de él que cada una estaba deseosa de casarse. La primera se dice que cayó víctima de su propio cariño. Haendel se hubiera casado con ella, pero su orgullo se vio picado por la basta declaración de su futurible suegra, quien nunca consentiría el matrimonio de su hija con un músico. E indignado por tal expresión, Haendel declinó seguir con aquella relación. Tras la muerte de la madre, el padre cambió su parecer e informó que todos los obstáculos habían desaparecido. La segunda dama poseía unas espléndidas relaciones, cuya mano podría obtener renunciando Haendel a su profesión. Él rechazó tajantemente dicha condición, y laudablemente declinó el ofrecimiento que iba a provocar una restricción en las grandes facultades de su mente.”
Un alemán que aprendió en Italia, pasó por Francia y se hizo inglés
No es de extrañar que el compositor de El Mesías fuera crítico con todo aquello que se encontraba a lo largo y ancho de su carrera musical y del mundo de la música que le rodeaba y del que vivía. Se dice que Haendel comentó sobre el mundo musical inglés de su tiempo que “cuando yo llegué, encontré, entre los ingleses, muchos buenos intérpretes, pero ningún compositor, pero ahora, todos son compositores y no hay intérpretes”.
La relación de Haendel con Inglaterra parece la más rara pero es al mismo tiempo la más vendida y explotada de la historia de la música, sobre todo por parte de los súbditos de “la pérfida Albión”, que terminaron por hacer como suyo a este compositor universal. No en vano afirma el musicólogo australiano Martin Kasper: “Haendel vino de Alemania, aprendió en Italia, adoptó muchas cosas de Francia y, finalmente, fue “perfecto” en Gran Bretaña. Un verdadero cosmopolita…”. Para arrojar algo más de luz sobre cómo Haendel se hizo inglés, podemos glosar brevemente cómo se fraguó su llegada a Gran Bretaña y qué importancia estratégica y final tuvo en su carrera. Haendel abandonó Italia y comenzó a trabajar como compositor y director de orquesta de la corte en Hannover, Alemania, a donde llegó en 1710. Pero, al igual que ocurrió con su estancia en Halle, su ciudad natal, no permaneció en este puesto durante mucho tiempo y a finales de ese mismo año marchó a Londres, donde estrenó Rinaldo (1711) con un nuevo triunfo. Tras regresar a Hannover le concedieron un permiso para viajar a Londres por un corto periodo de tiempo, aunque esta vez se quedó en la capital británica. Por esas casualidades del destino, en 1714, el elector de Hannover fue nombrado rey con el nombre de Jorge I de Inglaterra. Después de algunos problemas con Haendel, volvieron a reconciliarse, le dobló la cantidad de la pensión y fue nombrado tutor de los hijos del rey. Bajo el mecenazgo del duque de Chandos compuso su oratorio Esther y las 11 anthems Chandos para coro, solistas y orquesta (1717-1720). En 1719 el rey le concedió una subvención para fundar la Royal Academy of Music, centro del que fue presidente, destinada a los espectáculos operísticos. Allí se estrenaron algunas de sus grandes óperas: Radamisto (1720), Giulio Cesare (1724), Tamerlano (1724) y Rodelinda (1725). Finalmente, en 1727, Haendel obtuvo la nacionalidad británica. Y posteriormente cambió su amor por la ópera italiana por la creación del género del oratorio inglés, en el que tantos nombres del Antiguo Testamento utilizó para realizar más que alegóricas partituras bíblicas y ejecutar unas partituras de gran ardor dramático con un trasunto sacro, solemne y pomposo, muy británico en suma. El Mesías, Salomón, Jephthe, etc., son algunos de sus títulos. Así, no resulta nada extraño que George Bernard Shaw afirmara lo siguiente sobre la importancia de Haendel en la historia de la música inglesa: “Haendel no es un mero compositor en Inglaterra: es toda una institución. Lo que es más, es una sagrada institución.”
Venerado por los grandes maestros
No sólo alababa Haendel a los músicos del pasado, sino que sus contemporáneos, coetáneos y posteriores grandes maestros profesaban una admiración inconmensurable por las creaciones, la musicalidad y la emoción que su genio aportó en sus partituras. Michael Kelly, en sus escritos Reminiscences of the King’s Theatre de 1826, cuenta un curioso episodio acontecido en compañía del compositor Gluck, Una mañana, después de haber cantado con Gluck, éste le indicó: “Sígame al piso de arriba, caballero, y le presentaré a alguien a quien toda mi vida he estudiado e intentado imitar”. Kelly le siguió hasta su dormitorio, y frente a la cabecera de la cama vio un retrato amplio de Haendel dentro de un rico marco. “Ahí tiene, caballero”, dijo Gluck, “el retrato del inspirado maestro de nuestro arte. Cuando abro los ojos por la mañana le miro a él con reverente admiración y reconocimiento hacia él, y la más elevada alabanza ha de hacerse a su país por haber distinguido y protegido un genio tan gigante.”
A su gran maestro rival, por decirlo en cierto modo aunque nunca llegaron a competir en nada, si acaso en la lucidez con que acometían sus obras para clave, Johann Sebastian Bach, se le atribuye este comentario: “Haendel es la única persona a la que yo desearía ver antes de morir, y la única persona que me hubiera gustado ser, de no haber sido yo Bach.” Tras escuchar esta frase atribuida al cantor de Leipzig, Wolfgang Amadeus Mozart, quien admiraba profundamente al compositor de El Mesías, oratorio del que llegaría a confeccionar su propia revisión y orquestación, manifestó: “Ciertamente, yo diría lo mismo de mí si pudiera expresarlo en una palabra.” Otro grande del clasicismo como Haydn tampoco andaba lejos en cuanto a su devoción por la música celestial de Haendel en dicho oratorio. Tras escuchar el coro “Aleluya” de El Mesías, Joseph Haydn lloró como un niño y dijo: “Es el maestro de todos.”
Uno de los compositores más universales, mencionado al principio de este artículo, Ludwig van Beethoven, tampoco ahorraba en elogios a la hora de hablar de Haendel, cosa rara para su carácter huraño y poco amigo de las benevolencias y las palabras amables. Cuando le pidieron a Beethoven que nombrase al mejor compositor de todos los tiempos, se dice que respondió: “Haendel, ante él me arrodillo.” Por otra parte, en 1819, Beethoven le dijo al Archiduque Rudolph: “no hay que olvidar las obras de Haendel, porque siempre ofrecen el mejor alimento para el fruto de tu mente musical, y al mismo tiempo conducen a la admiración por este gran hombre.” Además, Beethoven, en su lecho de muerte, refiriéndose a una edición de las obras de Haendel, llegó a decir: “Aquí está la verdad.”
Pero no todo fueron halagos, obviando la barbaridad de chascarrillo de taberna que apuntó Hector Berlioz, un autor que estudió a Mozart y lo enaltecía como un dios, Piotr Ilich Tchaikovski, declaró que “Haendel es de cuarta categoría. Ni siquiera es interesante.”