Por Joaquín Turina Gómez
Lo malo de utilizar un estereotipo en la clasificación es que luego no hay forma de ponerse de acuerdo en cuáles son los autores que corresponden al título. Así en este capítulo debieran tener lugar figuras como la del franco-belga Cesar Franck (Lieja 1822-París 1890), el austriaco Anton Bruckner (Ansfelden 1824-Viena 1896) y el francés Gabriel Fauré (Pamiers 1845-París 1924), que se van a quedar fuera, sacrificados, como en las modernas televisiones, a la despótica dictadura de la popularidad. En cambio alguno de los nombres incluidos despertará recelos entre los que consideren que su evolución estética va más allá del romanticismo. El de Brahms y de Chaikovsky es un romanticismo retrasado, pero verdadero. Luego llegan consecuencias que coexisten con otras tendencias. Saint-Saèns y Mahler son músicos que nacen en el esplendor del romanticismo, y desarrollan su labor en la segunda mitad del siglo XIX, son los forjadores de un arte que cierra una época. Con la perspectiva del tiempo, que lima las aristas y difumina los contrastes, estos cuatro compositores se nos presentan como un símbolo de la diversificación de sentimientos, dentro de cierta intención de respeto hacia lo anterior, en un tiempo especialmente rico en acontecimientos artísticos, científicos y políticos.
La obra de Johannes Brahms (Hamburgo 1833-Viena 1897) tiene tan profunda riqueza, que por fuerza produce opiniones dispares acerca de su significado. Lo primero que se tuvo que quitar de encima fue el sambenito de ser un simple seguidor de Beethoven, y tuvo que llegar el dodecafonista Schoenberg, nada sospechoso de connivencias con el pasado, para dejar demostrado el avance que representa la obra de Brahms, pues ningún genio verdadero sigue caminos ya trillados. Luego, en el mundo latino, el compositor tuvo que sacudirse una cierta fama de pesado, que dificultó, al principio, la difusión de sus sinfonías entre nosotros. La ley del péndulo actuó con insoslayable precisión hasta la actual sobredosis brahmsistica.
Amigo y protegido de Schumann, enamorado imposible de su viuda, Clara Wieck, Brahms representa la continuación de la mejor línea del sinfonismo europeo. Su obra es la contribución al arte sonoro de un alma grande, noble y generosa.
Las biografías del ruso Piotr Ilich Chaikovski (Votkinsk 1840-San Petersburgo 1893) señalan con insistencia el trágico destino que marcó su vida y las relaciones con sus semejantes. En cambio a mi me parece que lo más dramático en torno a Chaikovski está en su trascendencia posterior: el hecho de que su obra gustara mucho al público parece que obligó a críticos y tratadistas a menospreciarla. En sus páginas para piano, en sus canciones, se refleja un espíritu delicado. Sus ballets elevan el nivel musical del arte coreográfico ruso: hace, con destino a la danza, una música digna de figurar en las salas de conciertos, y no un simple pretexto para el movimiento. Sus grandes obras para violín o para piano sólo pueden ser abordadas por virtuosos verdaderos, aunque encierran también un tesoro de melodía y de pasión. Pero es en sus seis sinfonías donde Chaikovski se nos muestra más grande y perdurable. Por las numerosas cartas a su amiga a distancia y protectora madame von Meck, sabemos que Chaikovski confeccionaba un programa espiritual para sus sinfonías. Como buen romántico no concebía una música sin sus propios pensamientos sobre la vida.
Gustav Mahler (Kalischt 1860-Viena 1911) fue un gran director de orquesta que escribió la mayor parte de su gigantesca obra durante las vacaciones veraniegas. Mahler es un continuador de Schubert, pero lleva la orquesta a su máximo desarrollo. Sus nueve sinfonías son enormes monumentos, a la búsqueda continua de otros caminos para su música, que deberá ser esencialmente nueva. La novedad y la búsqueda de Mahler tienen unas enormes consecuencias en la historia del arte, por eso muchas veces se le considera precursor de muchas cosas antes que finalizador del romanticismo. Quizá una de las mayores revoluciones de Mahler fue la exigencia descarada de una audición atenta, activa y cómplice por parte del público. Se acabó para siempre la música de fondo.
Los compositores que cronológicamente corresponderían, como Barbieri (Madrid 1823-1894), Bretón (Salamanca 1850-Madrid 1923) o Chapí (Villena 1857-Madrid 1909)) y, por supuesto, Pedrell (Tortosa 1841-Barcelona 1922), más bien parecen ser unos preparadores necesarios del nacionalismo, que unos verdaderos románticos. Monasterio (Potes 1836-Casar de Periedo 1903) que en sus ideas estéticas era radicalmente clásico, podría parecer romántico por su forma de interpretar, bastante poco respetuosa con las indicaciones de los autores. Románticos tardíos son Pablo Sarasate (Pamplona 1844-Biárritz 1908) y Enrique Fernández Arbós (Madrid 1863-San Sebastián 1939), pero sus figuras monumentales en el campo de la interpretación no tienen contrapartida suficiente en el de la creación.
Y es que en España en ese momento el esfuerzo mayor de los músicos se lo llevaba la zarzuela, por la sencilla razón de que era lo que les permitía vivir. Nuestro género teatral nacional no es clasificable ni como romántico ni como nada, bastante lío tenemos ya llamándola solo zarzuela como para encima ponerle apellidos. Por eso se nos quedan fuera figuras como Caballero (Murcia 1835-Madrid 1906), Chueca (Madrid 1846-1908) o Giménez (Sevilla 1854-Madrid 1923).