Por Luis Lozano
Los primeros siglos
Es la tradición toledana la que nos ha revelado los enigmas maravillosos de las santas melodías. Oid en los coros esos dulces acentos, que llevan a través de los ámbitos sus sonidos graciosos, llenos de luz y límpidos como la nieve. Allí fulge la doctrina realzada por las notas suaves del cantar. los salmistas entonan las laúdes con sublimes armonías, lanzando al cielo una oda jubilosa y emocionante; nos recuerdan la malicia de los ángeles del cielo; nos transportan a la presencia de los veinticuatro ancianos. dos o tres son los que cantan los responsorios, los salmos, las luades y los vespertinos. Ellos están en medio; a su izquierda y a su derecha se alinean los dos coros: unos empiezan, otros siguen subsalmando; después todas las voces se juntan cantando el Gloria. Las dos filas brillan por su actitud y modestia; parecen una nueva jerarquía del orden angelical. Pronuncian compungidos las palabras divinas; levan tan con placidez sus alabanzas; acuden presurosos al Sancta Sanctorum, la alegría se refleja en sus miradas, signo exterior del júbilo que inunda sus corazones. Ninguna palabra ociosa sale de sus labios. Toda su atención la ponen en escuchar las santas lecciones y en escuchar las divinas palabras. El silencio más profundo reina en la casa de Dios».
El cuadro, pintado por una monja del Vierzo, siglo VIII, es práctica litúrgico-musical, también panorama estético, de toda la edad media. Todo comenzó en Milán; allí, en la ciudad que fuera ocasionalmente residencia imperial se dan cita, un febrero del año 313, dos emperadores: Constantino y su cuñado Licinio. El motivo, dar solución definitiva al estado jurídico de los cristianos; el acuerdo, el Edicto de Milán, la plena libertad religiosa en el Imperio; todo un avance de aquella simple tolerancia que había otorgado el anciano Galerio dos años atrás.
Aflora, entonces, toda una organización soterrada en la clandestinidad, con tal fuerza estructural que al abrir las compuertas de la libertad no podría dejar de avalanzarse hasta desembocar en el Humanismo de los siglos VIII-IX. Faltan siglos para ello y los reyes merovingios, apunto de escalar la dinastía gala, habrán de dar paso a los carolingios.
En una cronología veloz, las ciudades conocen un nuevo edificio arquitectónico, la basílica; los valles, las montañas, los desiertos se ven poblados por toda clase de monjes; son las fundaciones con regla de vida específica de Casiano, en Marsella; Gregorio, en Tours; Benito de Nursia, en Montecasino. En la España visigoda, unos escriben Reglas y las viven, Leandro e Isidoro, en Sevilla; Fructuosos en las montañas del Vierzo; otros las adaptan a su peculiar organización de vida, Martín de Dumio, Juan de Biclara, Valerio… todos crean un mundo aparte, autosuficiente, reglamentado jornada a jornada, hora a hora; centros de oración y trabajo; trabajo agrícola pero también intelectual: La «Regula Magistri», recopilada en el siglo VII, impone a sus monjes la obligación de «Aprender a leer» y, cuando ya saben leer y han sido iniciados en los arcanos de las Escrituras, durante l compromiso jurídico de hacerse de por vida monjes, el ritual visigótico incluye unas Preces dialogadas entre el Abad y la comunidad de monjes en las que se pide:
Sea de vida laudable, Amén
Sea sabio y humilde, Amén
Sea veraz en la ciencia, Amén
Sea ortodoxo en la doctrina,
Amén
El camino lo había iniciado Boecio, el secretario del primer rey ostrogodo en Italia, Teodorico; su trabajo de música, plagado de reminiscencias de Platón, Aristóteles, Ptolomeo, toda una exposición de la técnica musical griega con un concepto claro de la Armonía Universal, será el punto de mira de toda la edad media. Casiodoro, desde su monasterio de Vivarium, centro de conservación y transmisión de la cultura clásica, se encargará de cristianizarlo, de utilizar su doctrina en función de la Liturgia: Boecio estudia la estructura objetiva de los números y sus proporciones en función de la creación musical; Casiodoro, echando mano de esos mismo números, de esas mismas proporciones, subrayará sus efectos espirituales, diferenciará entre lo descriptivo y lo contemplativo, es el canto de la «Iubilación» que tanto amaba Agustín de Hipona, creará una característica afectiva para cada una de las quince diferentes formas de construir una melodía y esbozará un avance de lo que más tarde será un tratado de Organología. Su obra, en breve tiempo, hará escuela, vigente durante muchos siglos; los primeros en seguirle, Quintiliano, Firmiliano… y por encima de todos: Isidoro de Sevilla, el monje, el arzobispo que dedica a la música ocho capítulos de sus «Etimologías» y nos reseña en «De los oficios eclesiásticos» toda una práctica musical dentro de la Liturgia: «Es verdad que la salmodia en la primitiva iglesia no tenía más que una ligera inflexión de la voz, de manera que se parecía más a un recitativo que a un canto. Hay que reconocer, sin embargo, que aún con las palabras santas se mueven nuestras llamas más religiosas y ardientemente a la llama de la piedad cuando se las acompaña con la música. No sé que les sucede a las fibras de nuestro ser, cuando se canta con una voz suave y artística, se conmueven más íntimamente por una oculta simpatía con la novedad y diversidad de los sonidos. La salmodia alegra los corazones ensombrecidos por la tristeza, hace las almas más amables, deleita a los que se aburren, despierta a los flojos, y a los mismos pecadores les invita a las lágrimas; hay muchos que lloran sus crimenes conmovidos por la suavidad del canto, y tanto más profundo es su arrepentimiento cuanto más suave resuena la melodía del cantor».
Dentro del Monasterio y fuera de él, quizá mejor, en el estamento monacal-clerical, porque el cabildo es un trasvase del monasterio y éste, a veces, una dependencia de la catedral, urge la estructuración litúrgica: concreción de textos, formularios, elaboración del rito, composición de la música… El culto ha dejado de ser privado; ahora, se representa en un amplio escenario: el Presbiterio. Toda una arquitectura en función de la liturgia, en caja de resonancia de su música: el altar se coloca al fondo del ábside; la sillería del coro formando semicírculo en torno al altar, queda dividida en dos mitades, una frente a otra facilitando y sublimando acústicamente la interpretación antifonal. El presbiterio multiplica los momentos procesionales, el incienso será imprescindible en ellos; las vestiduras sagradas lucirán variados modelos según la jerarquía del ministro, variando sus colores según la festividad; y la duración litúrgica será más amplia según la categoría de la festividad: «Multiplican las diversas e interminables series de oficios que levantan las voces cantando melodías sublimes y artificiosa y las prolongarán con postraciones aparatosas…».
Así habla Valerio de su litúrgica visigótica; el resto rezuma parecida sabia, unas veces mirando a Oriente, otras replegándose en Occidente. Todas, autóctonas, madurando su propia tradición, amoldando estructuras a sus posibilidades y necesidades; todas independientes pero unidas en un solo fin: El culto oficial de la Iglesia de Dios.
La mayoría de las liturgias que se estructuran a partir del siglo IV no tuvieron tiempo para el desarrollo: ningún rastro de la práctica litúrgica de Cartago, la iglesia de Agustín de Hipona, una liturgia importada de Roma y absorbida por Roma. Nos quedan muy pocos vestigios de la Beneventana, reintegrada demasiado deprisa, también en Roma; el rito celta, una liturgia atractiva por sus posibles herencias druidas pasó a integrarse en la Galicana, aunque conservemos resto de ella, restos, por cierto, fundamentales para la historia de otras liturgias, en el Antifonario del monasterio irlandés de Bangor.
El rito de Milán, con una rica producción musical, ejerció influjo decisivo en la composición de cantos para el rito romano. Estructurada su liturgia por San Ambrosio -a finales del siglo VII, Juan, cantor de San Pedro, en Roma, «la intitularia» rito ambrosiano- pronto asimila la influencia oriental: Milán es con frecuencia sede cortesana del Emperador de Bizancio, sus obispos provienen de Oriente, como Ausencio que es de Capadocia, las persecuciones persas e islamitas sobre aquel continente hacen que muchos monjes huidos se asienten en Milán, y ello se refleja en su liturgia, en su música: Su Salmodia, su canto antifonal, sus Himnos prefieren lo melimático a lo silábico, llegando en ellas a filigranas de sutileza comparable, tan sólo, con las melodías de otra liturgia que nace en idénticos años: La Visigótica. Una liturgia, la de los reinos hispanos de los siglos V al VIII, que tiene sus inicios en Tarragona, Sevilla, Toledo, un desarrollo pujante hasta la invasión árabe y un final que, desechando la «Lex Romana» de Carlomagno, provocará Alfonso VI a finales del siglo XI.
Si conocemos las formas musicales de nuestra más primitiva música -Sono, Antífona, Responsorio, Laudes, Clamor, Trenos…-, si sabemos que la mayoría eran de una construcción melódica profusamente adornada, melismática en exceso, el misterio de los signos gráficos con que se escribieron nos cierra la puerta a su verdad musical: Una de sus fuentes más ricas y originales, el Antifonario de León, copiado en el siglo X de otro ejemplar de los siglos VI ó VII, permanece mudo en la Catedral de León. Nos hacemos ilusiones musicales al interpretar algunos fragmentos conservados en la copia del siglo XII y notación de la Aquitania o pretendemos reconstruir el pasado con las melodías «restauradas» por el mandato del Cardenal Cisneros para su «Capilla Mozárabe» de la Catedral de Toledo, pero todo es hipótesis. Nos queda, eso sí, el poder de la ensoñación sobre tantos textos de los siglos VI-VII-VIII que nos cuentan la rica práctica musical en la Iglesia de la España Visigoda.
En el arranque de Liturgias, las dos más solventes, en su presente y en el futuro; de ellas nacerá el rito Romano Universal que perdura hasta nuestros días: La Romana, con orígenes en los comienzos del cristianismo, con un desarrollo y práctica paralelos al resto, circunscrita a los territorios papales de Roma, con una figura emblemática: San Gregorio I, con una música que los investigadores actuales llaman «viejo romano», de una construcción melódica limitada de ámbito, de interválica muy cerrada, sin saltos acústicos espectaculares, sin una predilección especial por lo melimático, al servicio de una liturgia solemne, espectacular, desplegada en San Pedro por la Capilla Papal. Es la pompa que envidió Francia cuando Esteban II, era el año 754, coronaba en París as u primer Rey Carolingio, Pipino el Breve; era la ocasión estética, también política, para introducir en las Galias esa liturgia romana enterrando la autóctona de los Reyes Merovingios; una liturgia, la Galicana, con orígenes en la Provenza y, cuyo esplendor se centraba en la estructura de la Misa. Su música, un enigma, porque al mezclarse con el «viejo romano» nacerá el CANTO GREGORIANO, sin decirnos que e parte de galicano y romano hay en él. Pero estamos ya en pleno Humanismo Carolingio.
Renacimiento Carolingio
Corría el mes de marzo del año 781. Carlomagno, de vuelta a Aquisgrán -en Roma había despachado con el Papa- descansa en Pavía, instalado en el palacio de quien fuera rey de los Lombardos, Desiderio, a quien había convertido en su vasallo tras invadir y apoderarse de su reino.
Aquisgrán era una extensa colmena; sus panales eran políticos, religiosos, intelectuales. Allí encontró Alcuino a Angilbert que casaría con Berta, la hija predilecta de Carlomagno y, ya anciano, ya viudo, se convertiría en Abad de Céntula; Eginardo, el fiel secretario del Emperador, el visigodo Teodulfo, gran Abad de Fleury y Obispo de Orleans; también estaban, entre tantos, Pedro de Pisa, Paulino, Pablo el Diácono y más tarde los ingleses, amigos de Alhwin, Siguelf, Scott, Osvef , casi en la penumbra, Witiza, un noble godo de la provincia de la Narvona, que había servido, siendo adolescente, como paje a la madre del Emperador. «Aquí está vuestro Alcuino esforzándose por comunicar a los unos las mieles de la palabra divina, embriagando a otros con los mostos de los poetas y oradores, a otros alimentándolos con el manjar de las sutilezas gramaticales. No faltan aquellos a quienes debo enseñar el orden de las estrellas… estoy hecho para todos, a fin de formar a muchos en pro de la Iglesia y de la gloria del Imperio para que la gracia de Cristo no se pierda en mí».
La carta de Alcuino a Carlomagno es ambiente realista en Aquisgrán: se estudia a Virgilio, predilección de la Edad Media, a Horacio, Lucano, Tíbulo, Marcial, Casiodoro, Isidoro de Sevilla; se saborea, en el original griego, el Ulises; se investigan nuevas formas de cantar porque «era muy difícil conseguir que aquellas voces, de natural bárbaras, llegasen a expresar las modulaciones, las cadencias de las melodías, con un ritmo, unas veces ligado, otras suelto, de los meridionales; éstas melodías «se les rompían en la garganta antes de salir al exterior; se deleitaban con instrumentos de nueva adquisición: este admirable instrumento, el Órgano, que con la ayuda de cajas de bronce y con fuelles de piel de toro, como por arte de encantamiento, lanza el aire a los tubos broncíneos, produciendo un sonido igual a los estampidos del trueno y comparable, por su dulzura, a los leves suspiros de la lira o del címbalo es una de las cosas más maravillosas que ha visto nuestra edad».
Cercano a este ambiente humanista establecido por Alcuino, el godo Witiza que se ha rebautizado con el nombre de Benito de Aniano, organiza su vida monástica y litúrgica en Inden, un feudo que Carlomagno le ha otorgado a unas leguas de Aquisgrán para que el ambiente palatino se transforme en monacal: «Un nuevo monasterio y una nueva Iglesia, donde hay arte, lujo, tapices de oriente, columnas de mármol, cálices de oro…» Con el mismo lujo de la Iglesia se mima el Scriptorium. Construido junto al Presbiterio, al lado del evangelio, próximo a lo sagrado, su orientación da al norte, «el punto cardinal de la nobleza, de la dignidad, de los que están a la altura del poder o de la ciencia». En él, la actividad es febril: están los pergamineros que preparan el material, los amanuenses que copian textos bíblicos, clásicos o los comentan; están los que inventan un sistema de signos para escribir la música porque hasta entonces se transmitía por vía oral y se interpretaba de memoria; están, también, los alquimistas del color, los iluminadores y el Clavipotens; semánticamente el que tiene la llave del espacio material, simbólicamente la llave de la sabiduría; en la práctica el bibliotecario.
Es un nuevo ideal monástico en sintonía con los deseos del Emperador: sus Abadías tendrán régimen de inmunidad, sus únicos superiores, el Emperador y el Abad; sus derechos llegan a parte de las rentas del conde o del rey; sus monjes, sus siervos, tienen al Abad como Señor Feudal y su vida se bifurcará entre el trabajo intelectual y el esplendor de la Liturgia. En ella el canto gregoriano -esa monodía, con resabios galicanos y romanos, que había soñado Esteban II, gestado Pipino e impuesto al Imperio la Lex Romana- tendrá su única razón de ser; su función sustancial en la liturgia, tiene el privilegio de ser interpretado, repetido, tan solo en los momentos que le marca el calendario litúrgico siguiendo el discurrir de la vida; diariamente cumple función en el Oficio Divino jalonando y sacralizando el reloj solar; anualmente, siguiendo las estaciones cósmicas, en el Año Litúrgico.
Sus textos, siguiendo la tradición, están sellados con la cuña de la infalibilidad; no cabe en ellos la modificación sintáctica ni el traslado de función, porque la concreción del texto y su música para cada hora, para cada tiempo ha de asimilar la esencia de la Divinidad bajo diferentes aspectos. Para que todo ello surta efecto de operación mística, el ritual carolingio exige precisión en su interpretación; precisión en el tiempo pero también en el corazón: si San Benito recomendaba a sus monjes de Montecasino «asistir de tal modo a cantar que concuerde nuestra mente con nuestros labios», Casiodoro, por los mismos años, proveía a los suyos de relojes, «esas máquinas para que los soldados de Cristo, advertidos por ellas como por toque de clarines, se reúnan a cantar el Oficio Divino con rigurosa puntualidad».
Esta concreción, esta infalibilidad de interpretación atañe, también, a la creación musical: la monodía litúrgica está construida según los canones del arco de medio punto; las dos curvas, idénticas geométricamente en ambos lados, crean la dinámica que sostiene el edificio al formar ángulo en la dovela. Exacto cometido cumplen las curvas enlazadas al texto en que se fundamenta la melodía; los teóricos la definirán como estilo silábico; Es el paso del sonido hablado al cantado; es la posibilidad de abrir la puerta a ese adorno que, técnicamente, se llama Melisma; es una melodía capaz de cumplir una función de brevedad, de austeridad en los días feriales, esos días en que el trabajo no permite alargar el Oficio Divino.
La fiesta, ese día que es excepción porque el trabajo constituye la base de su vida es, en los monasterios carolingios, un derroche ritual, una orgía de sonidos engarzados a la melodía. Si la semana se ha dedicado, de lleno, al trabajo, el día de fiesta se ofrece, completo, a Dios. Para esos días se reserva la melodía melismática, la que da tiempo a la contemplación, la que no tiene prisa, la que se construye, partiendo del armazón silábico, con la misma filigrana que se cincela, sobre las curvas del arco, un capitel.
Pero no queda ahí la fiebre de solemnidad litúrgica del monje carolingio; aún hay que añadir a su esplendor una nueva técnica: el Tropo, la intercalación de un texto y una música no litúrgicos, en un texto y una música litúrgicos.
La invención corresponde al Scriptorium de San Gall; allí trabajan Ratperto, el poeta-músico; Tutilón, cincelador, «pintor que sabe tañer instrumentos de cuerda, viento y percusión»; Notker, apodado Balbulus por su tartamudez. Ekkehart IV, el cronista sangaliense, cuenta que «los tres eran un corazón y un alma sola. Marcelo les guió en las siete artes liberales, especialmente en la música. Este arte es más antiguo que los demás y más difícil de aprender, pero es más agradable de prácticar. En la música alcanzaron los tres una maestría que se puede comprobar en sus obras; ante sus obras de arte la oración brota espontáneamente, el corazón se ensancha; su armonía nos calma con su dulzura y nos proporciona las más íntimas alegrías. Cuanto más hondo es el amor, más hiere el canto, renovando el alma y disponiéndola a una sensación misteriosa que la cambia, la transporta, la embelesa…»
«Yo era muy joven cuando las melodías confiadas a la memoria eran difíciles de retener… por aquellos días llegó un monje de Jumieges a mi monasterio, huyendo de los normandos, que traía un Antifonario en el que ciertos versos estaban dispuestos en secuencias. Siguiendo su sistema me puse a escribir Laudes Deo y Qui gratis; cuando las tuve terminadas se las presenté a mi maestro Yson quién me felicitó por mi inexperiencia y me dijo: es necesario que a cada sonido de la melodía le corresponda una sílaba.
Comprendiendo esta indicación la apliqué a los pasajes de la sílaba IA del Alleluia. mientras que los que iban sobre las sílabas LLE y LU los dejé como imposibles de adaptar, aunque después me parecieron muy fáciles».
Con esta ingenua sencillez nos describe Notker la invención del desarrollo musical. En un primer paso el descubrimiento consistía en la invención de un texto poético cuyas sílabas se cantarían sobre cada uno de los sonidos que conforman el Melisma. La estilización técnica llegará muy deprisa, diferenciará la Prosula de la Prosa y estas de la Secuencia: la Prosula como adaptación silábica en los melismas; la Prosa con una estructura de igualdad de sílabas y rima en forma binaria, generalmente rima sobre la A como reminiscencia de cuanto seguía al ALLELUIA; La secuencia, originariamente Versos que seguían al Alleluia, está encorsetada ahora, en igualdad de sílabas, de acentos, de rima, todo ello en forma binaria. Luego, el Tropo abarcará, como Introducción, Intercalación o Final, toda la música litúrgica, preferentemente la de la Misa; San Gall lo exportará por doquier. A partir del siglo X la encontramos en cualquier monasterio; unos, como Einsielden, manteniendo la tradición que «habían traído unos amanuenses y músicos» sangalienses, -también les llevaron el sistema de notación- otros, perfeccionando la herencia y ampliando sus posibilidades: Teatro Litúrgico, Discantus, Motete… no son sino variantes del Tropo: el primero se intercala entre dos acciones litúrgicas; el segundo se engarza en la monodía litúrgica, el Motete superpone al texto litúrgico, otro poético.
Si el Scriptorium de San Gall fue laboratorio técnico, estético del Tropo, Fleury, todo él, fue primer escenario del teatro litúrgico que nos documenta -año 890- Ethewold, Abad-Obispo de Winchester, en su Regularis Concordia.
Fleury montó dos plataformas dramáticas: la litúrgica, la popular. Ésta como consecuencia de la avalancha de peregrinos que visitan la «supuesta» tumba de San Benito, el patriarca del monacato occidental; la litúrgica, de la mano del visigodo Teodulfo, uno de los sabios españoles del círculo palatino de Aquisgrán. En la Iglesia de su Abadía había admitido todas las bellas artes; en el exterior cinceladas en piedra; en su interior representadas dentro de la Liturgia: al atardecer del Viernes Santo, el Abad guardaba las sagradas formas que habían sobrado de la Acción Litúrgica, en un arcón de piedra fijado en el claustro; junto a ellas, el crucifijo del altar mayor envuelto en paño blanco. Al amanecer de Pascua, cantado el último responsorio de maitines, tres monjes, disfrazados de mujeres, con ungüentos en sus manos, representando a las tres Marías, se dirigen lentamente hacia el claustro en actitud de buscar algo. Otro monje, vestido de blanco, con una palma en su mano, está sentado sobre el arcón. La distancia de espacio es suficiente para crear una escenografía verosímil; la luz del amanecer creará ambiente dramático; la piedra, cerrada en el interior de la Iglesia, abierta en el exterior del claustro, potenciará dos acústicas bien diferenciadas y el texto, un monólogo de las tres Marías, los diálogos entre éstas y el ángel, las cuñas expectantes del coro de monjes convertirán en ficción dramática un hecho histórico documentado por los Evangelios.
Así nacía en la liturgia carolingia el teatro sagrado. Ethewold que nos transmite la puesta en escena dice que el manuscrito de la obra le ha sido enviado desde Fleury. Fleury, Limoges, Corbie, Laon… todos se montarán en el carro de la representación; la estructura de la Visitatio Sepulchri se trasvasará a otras festividades; los niños de las escuelas monacales inventarán los Juegos escolares; el pueblo tendrá su parodia teatral, dentro de la Iglesia, la noche de fin de año; Hroswita imitará a Terencio, Vitalis a Ovidio, Hildegardis, la monja de Bingen, será «la grande», la visionaria, la teóloga, la astrofísica… con ella la poesía invade la teología, el drama irrumpe en la plaza pública, pero, también con ella -vive entre los años 1089 y 1180- estamos bajo el reinado de los Capetos, con su polifonía gótica en el norte, en el sur, con sus Cátaros, Albigenses, Trovadores, todos ellos arropados por Leonor de Aquitania. Esto ya no es leyenda carolingia, es historia documentada cuyo resumen puede aparecer en un próximo artículo.