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España y la Ópera
Por Andrés Moreno Mengíbar
Puede decirse, sin temor a equivocarse o a caer en el fervor patriótico, que España es, después de la propia Italia, el país en el que se ambienta una mayor cantidad de óperas. Un centenar y medio de composiciones operísticas salidas de autores extranjeros optaron por situar su acción en nuestro país o en territorios hispánicos (caso de la América colonial o Flandes, por ejemplo), una larga lista que se extiende desde mediados del siglo XVII y que llega hasta nuestros días. Intentaremos exponer aquí, sucintamente, cuáles han sido las etapas históricas y los acontecimientos de nuestro pasado que más han atraído la imaginación y la inspiración de libretistas y músicos. En una segunda parte, como complemento, analizaremos los grandes mitos españoles en el mundo de la Ópera (Fígaro, Don Juan, Carmen).
LOS GRANDES CICLOS HISTÓRICOS
Las razones de la fuerte atracción provocada por nuestra Historia en el mundo de la lírica están directamente relacionadas con nuestras peculiaridades históricas frente a los demás países europeos, es decir, con todo aquello que, en las mentes de los creadores, hizo que España «fuese diferente». Nuestra peculiar Edad Media, con la coexistencia de culturas y religiones, o el papel internacional de España tras el Descubrimiento son dos elementos diferenciales de enorme sugestión para la imaginación creativa europea que no compartió tales experiencias históricas.
Como hemos dicho, las óperas con ambientación española son constatables ya desde mediados del siglo XVII y desde entonces no habrá prácticamente una década en la que no se estrene ninguna nueva composición «españolizante». Sin embargo, existen ciertos momentos en que la moda española parece dispararse en los teatros europeos y en los que los estrenos se acumulan y hasta se superponen. El primer periodo se corresponde con el triunfo de la Ilustración europea, entre 1775 y 1800, aproximadamente. Los ilustrados (franceses sobre todo) ven en España el reducto de la intolerancia, de la persecución religiosa (encarnada en la Inquisición), del despotismo no ilustrado, de la arbitrariedad, del poder corrupto de la nobleza, etc, etc. En una Europa que va poco a poco difundiendo los ideales de las Luces (Tolerancia, Racionalidad, Libertad, Igualdad), autores como Kant o Voltaire miran hacia el Sur y ven aún al enemigo contra el que luchar. No es casualidad, pues, que buena parte de las más famosas obras de denuncia social se ambienten en nuestro país, la tierra donde aún era real la existencia de los vicios y defectos denunciados. Los relatos de los viajeros europeos ayudaron a extender por todo el continente esta visión entre salvaje, terrible y sugerente de los españoles a la que óperas como «El barbero de Sevilla» o «Las bodas de Fígaro» pondrán música.
Con todo lo anterior, el momento histórico en el que un mayor número de óperas «españolas» saldrán a escena por todo el mundo será, sin duda, el Romanticismo, entre 1830 y 1870 aproximadamente. Para la mentalidad romántica, hastiada del progreso material de Europa y ansiosa por escapar a paisajes y momentos exóticos y diferentes, nada más cercano y a la vez distante que España. Su pasado y sus monumentos islámicos, sus formas de vida tradicionales intactas, sus costumbres donde la violencia de las pasiones aún no había sido domesticada por las convenciones sociales: todo esto era España para escritores como Gautier, Mérimée, Dumas, Davillier, Andersen y tantos otros como pasearon por nuestras tierras para ver tan sólo lo que querían ver, evidentemente. Aquí no buscaban lo que en sus países ya tenían en demasía: carreteras, ferrocarriles, fábricas, ciudades; iban en pos de lo exótico, de lo distinto, del tópico inmortal. Dada la cercanía geográfica, no era necesario desplazarse hacia la India, Arabia o África: un poco de todo eso estaba al otro lado de los Pirineos. No es casual, pues, que esta etapa dé a luz a una innumerable lista de óperas que hacen del pasado español su materia prima a sabiendas de la inmediata aceptación que tendrá entre los públicos occidentales.
El ciclo medieval: moros y cristianos
Una treintena de títulos eligieron ambientar sus acciones en la Edad Media española. Es, con diferencia, la ubicación cronológica preferida por los compositores, posiblemente porque se trata del periodo histórico en el que nuestro país ofrece una mayor diferencia respecto a los otros países. La presencia durante siglos de los musulmanes y las relaciones ambivalentes entre éstos y los reinos cristianos daban mucho juego para la imaginación de los dramaturgos: amores cruzados entre cristianos y musulmanes, batallas, guerreros, traiciones, etc. Todo esto ya estaba presente en los romances castellanos, en los cantares de gesta y en las comedias del Siglo de Oro, fuentes de las que bebieron una y otra vez los libretistas. Si repasamos según la cronología histórica los sucesos más recurrentes en las óperas, tenemos en primer lugar el relativo a las hazañas del rey Don Pelayo, iniciador tradicional de la Reconquista y beneficiario del «milagro» de Covadonga; este personaje dio lugar a «Il Pelaggio», ópera de Gerli (1842) y a la homónima de Saverio Mercadante (1857); con ambas está íntimamente relacionada «Roderico ré dei Gotti», de Ponchielli (1863). En segundo lugar, un personaje de la enjundia dramática de El Cid no podía dejar de llamar poderosamente la atención de los compositores; en todos los casos el interés se centra no en las hazañas narradas por el «Cantar del Mío Cid», prácticamente desconocido, sino en los sucesos de la juventud del personaje, cuando se ve obligado a matar al conde Lozano, padre de su prometida Jimena. Esta trama, extraída de «Le Cid» de Corneille (quien, a su vez, la adaptó de «Las mocedades del Cid», de Guillén de Castro), está presente en «Il Cid» de Pacini (1856), «Le Cid» de Massenet (1885) y en «I Mori di Valenza» de Ponchielli (1914).
El Reino de Granada y, en concreto, la Alhambra, no podían dejar de estar presentes tras el éxito internacional de los «Cuentos de la Alhambra» de Washington Irving. Las luchas entre zegríes y abencerrajes, los amores fronterizos y el esplendor de la corte nazarí eran de por sí argumentos para muchas óperas, empezando tan lejos como en 1705, cuando Haendel estrenó en Hamburgo su «Almira». Meyerbeer también caería bajo el encanto alhambrista al que rendiría su «L’esule di Granata» (1822), pero es Donizetti quien frecuentará más a menudo los salones nazaríes con sus composiciones «Zoraide di Granata» (1822), «Alahor in Granata» (1826) y «Elvida» (1826).
Nuestra historia medieval está llena de personajes atrayentes. Pocos lo fueron como el rey Pedro I de Castilla, el Cruel o el Justiciero según quien lo recuerde: violento, pasional, aguerrido en el combate, enemigo de la injusticia contra el humilde y perseguidor de los todopoderosos nobles castellanos. Sería, sin embargo, su tortuosa vida amorosa la que más impactara en el mundo de la ópera. Ya en 1693 escribió Domenico David el libreto titulado «La forza del Virtú», puesto en música inicialmente por Carlo Pollarollo ese mismo año en Venecia y en los sucesivos por más de diez músicos (entre ellos, Alessandro Scarlatti). Se narraba la pasión del rey Pedro por su amante María de Padilla y las vejaciones a las que fue sometida su virtuosa esposa, con tal éxito que sucesivas adaptaciones subieron a la escena en Bolonia, Nápoles y hasta en Hamburgo. Esta misma trama sería la escogida por Donizetti en 1841 para su «Maria Padilla». Otras aventuras amorosas del monarca, todas extraídas de la comedia «La Estrella de Sevilla» de Lope de Vega, serían puestas en música por Schubert (Alfonso y Estrella, 1821-1822, de lejanas reminiscencias históricas), Balfe («L’Etoile de Séville», 1842) y Federico Ricci («Estella», 1846).
Por último, las figuras de los Reyes Católicos y de su entorno familar también atrajeron el interés de compositores como el valenciano Vicente Martín y Soler, quien estrenó en Viena en 1786, con un enorme éxito que impuso una «moda española» en los ambientes musicales vieneses, Una cosa rara, una de cuyas melodías es citada expresamente por Mozart en el «Don Giovanni». La figura trágica de Juana la Loca aparece también en «Giovanna la Pazza», de E. Muzzio (1851).
Existen otras muchas óperas ambientadas en el medievo peninsular fuera de los ciclos narrativos que hemos mencionado; entre ellas destacan los títulos donizettianos «Sancia di Castiglia» (1832, sobre el tema de la «condesa traidora») y «La Favorite» (1840, sobre la relación lícita entre Alfonso XI y Leonor de Guzmán), o los de Saverio Mercadante «Donna Caritea» (1826) y «La Solitaria delle Asturie» (1840), por no olvidar la archifamosa «Il trovatore», de Verdi (1853).
El ciclo americano: la Leyenda Negra en música
Por número de composiciones, el segundo ciclo de acontecimientos históricos hispánicos más transitado por los músicos es el relativo al descubrimiento y conquista de América, ya amplísimamente explotado por los escritores europeos durante siglos en lo que conocemos como la Leyenda Negra antiespañola. Con tales precedentes ideológicos, el teatro musical no podía dejar de hacer suyos unos acontecimientos y personajes tan sugestivos. Comenzando por la propia gesta colombina, encontramos óperas tan tempranas como «Il Colombo» de Pasquini (1691), seguida por «Colombo» de Morlacchi (1828), «Colón en Cuba» de Bottesini (estrenada en La Habana en español en 1848), «Cristoforo Colombo» de Franchetti (estrenada en Génova en 1892 para conmemorar el Cuarto Centenario) o el «Christophe Colombe» de Milhaud (1832). En segundo lugar, las espectaculares conquistas de México y de Perú, perfectamente exaltadas y conocidas en Europa desde el principio mediante las traducciones de los cronistas españoles, daban juego a situaciones dramáticas de efecto seguro entre los asistentes a los teatros europeos. Batallas, desfiles de indígenas, amores cruzados entre incas o aztecas y españoles, volcanes, terremotos, sacrificios humanos y mucho más pueden encontrarse en «The Indian Queen» de Purcell (1695), «Motezuma» de Vivaldi (1733), «Les Indes Galantes» de Rameau (1735), «Fernando Cortez» de Spontini (1809), «Alzira de Verdi» (1845), «Il Guarany» de Gomes (1870), «La Nuit triste» de Prodomides (1989) o la más reciente «Die Eroberung von Mexico» de Rihm (1992), por citar sólo a los autores más conocidos. Parcialmente relacionado con esta sustancia argumental está «La forza del destino» de Verdi (1862), puesto que el protagonista Don Álvaro es el último descendiente de la estirpe real incaica y ha de enfrentarse a los prejuicios antiindígenas del hidalgo padre de su amada Leonora.
El ciclo cervantino
Un tercer corpus narrativo, con más de una decena de composiciones, es el extraído de algunas de las obras de Cervantes, con el inmortal Don Quijote a la cabeza. Esta novela de novelas fue desde muy pronto traducida a casi todos los idiomas europeos, familiarizando a millones de lectores con las peripecias tragicómicas de Alonso Quijano. El libro está lleno de situaciones y narraciones perfectamente transportables al mundo musical, siendo las más frecuentadas las aventuras del caballero andante en la corte de los Duques de la segunda parte de la obra y el pasaje de las bodas de Camacho. Paisiello abre la lista con su «Don Chisciotte» (1769), seguido por Liszt con su «Don Sanche» (1825), Mendelssohn con «Die Hochzeit der Camacho» (1825), Mercadante con «Don Chisciotte alle nozze di Camaccio» (1829), Donizetti con «Il furioso all’isola di San Domingo» (1833), Massenet con «Don Quichotte» (1910) y Wesbrook con «Quichotte» (1989). De «La gitanilla», una de las «Novelas Ejemplares» cervantinas, proceden también «Preciosa» de Weber (1820), «La Zingara» de Donizetti (1822) y «The bohemian girl» de Balfe (1843). Por último, de «El viejo celoso» procede «Il Cordovano» de Petrassi (1949).
Más Leyenda Negra: Felipe II
Para ir finalizando este apresurado recorrido por los grandes temas de la Historia de España reflejados en la Ópera, no podía faltar el segundo motivo integrador de la ya mencionada Leyenda Negra: Felipe II. Junto a la acción española en América, la supuesta personalidad maquiavélica, calculadora, fría e inflexible de Felipe II supuso uno de los argumentos más socorridos de la propaganda antiespañola ya en vida del monarca. En primer lugar, la atención musical se posó sobre los acontecimientos de los Países Bajos: su lucha por la libertad, la figura ambivalente de don Juan de Austria, la ejecución alevosa de los patriotas Egmont y Horn y, sobre todo, la cruel represión organizada por el Duque de Alba. En este sentido, puede citarse la música incidental compuesta por Beethoven para el drama «Egmont» (1810); la inacabada «Le Duc d’Albe», de Donizetti (1839: con ciertas modificaciones, el libreto serviría posteriormente para «Les Véspres Siciliennes» de Verdi en 1855); «Il Duca d’Alba», de Pacini (1842) y «Don Giovanni d’Austria», de Marchetti (1880). No obstante, el gran título que vino a reunir todas las facetas de la fabulación dramática sobre Felipe II fue, sin lugar a dudas, el «Don Carlos» de Verdi (1867), ópera en la que el genial compositor daba continuidad a su caracterización de los primeros Austria españoles tras su «Ernani» (1844, con un voluptuoso y caprichoso Carlos V cuyo fantasma reaparecerá para salvar a don Carlos años después). En «Don Carlos», extraída del drama homónimo de Schiller, se dan cita todos los tópicos históricos sobre Felipe II: la represión de la libertad en Flandes, la intolerancia religiosa personificada en el Gran Inquisidor, Autos de Fe, rivalidad amorosa con su propio hijo y el mandato de asesinarlo como consecuencia de la fatal mezcolanza de celos y razón de Estado.
Otras miradas
Al margen de los bloques temáticos señalados, otras muchas óperas hicieron de nuestra tierra su lugar de acción, bien real, bien imaginario, como ocurre con ese evanescente «país de los vascos» en el que se desarrolla la trama de «L’elisir d’amore» de Donizetti (1832). En otros casos se trata de un espacio real, como el Toledo de «Il mulattiere di Toledo» de Pacini (1861) o de «L’Heure Espagnole» de Ravel (1911); o como los paisajes de la Andalucía Oriental en «Der Corregidor» o «Manuel Venegas», ambos de Hugo Wolf (extraídos de sendas novelas de Pedro Antonio de Alarcón); o como el Norte carlista de «La Navarraise» de Massenet (1894). En cualquier caso, una España más soñada que real, un lugar donde toda fantasía es posible. Para el mundo de la Ópera España es y será diferente.
LOS MITOS UNIVERSALES
Repasábamos anteriormente el reflejo de los grandes acontecimientos históricos del pasado español en el mundo de la Ópera: Reconquista, Al-Ándalus, Conquista de América, Felipe II y temas cervantinos fueron los ciclos narrativos preferidos por libretistas y compositores desde el siglo XVII hasta el presente. Sin embargo, quedaron sin mención los títulos operísticos de resonancias españolas más conocidos, aquéllos por los que internacionalmente han quedado asociados eternamente los nombres de España y de la Ópera. Don Juan, Fígaro y Carmen forman la trilogía esencial, eterna e indisociable de mitos narrativos, dramáticos y musicales de raigambre española.
Il disoluto punito, ossia il Don Giovanni
Aunque algunos autores como Farinelli o Márquez Villanueva hayan mantenido los orígenes italianos del personaje de Don Juan, hoy día casi nadie pone en duda la cuna netamente hispánica de aquel castigador de doncellas, engañador de esposas, asesino de comendadores, blasfemo desafiador de difuntos y anfitrión de estatuas vivientes que fue Don Juan Tenorio. Si bien en la génesis del personaje pueden rastrearse múltiples líneas genealógicas que lo entroncan con ritos, mitos y creencias de variadas procedencias, la fusión de todos esos elementos (básicamente dos, el del seductor engañador y el del blasfemo desafiador del más allá) se realizó sin lugar a dudas en tierras españolas. Tradicionalmente se ha venido manteniendo la autoría de Tirso de Molina respecto a la primera plasmación dramática del mito (El burlador de Sevilla), aunque sin pruebas contundentes; hoy día crece la duda sobre dicha autoría, así como la hipótesis que atribuye la redacción de dicha comedia al dramaturgo murciano Andrés de Claramonte, quien habría escrito una primera versión de la obra, titulada Tan largo me lo fiáis, en Sevilla hacia 1621 ó 1622. Sea como fuere, la pieza contenía los elementos suficientes como para trascender sus propios orígenes y expandirse por toda Europa en poco tiempo: seducciones, violaciones y engaños de mujeres, desafíos, muertes, invitación sacrílega a cenar a un difunto, aparición espectral del mismo y castigo final entre demonios y llamas del averno. No es de extrañar que en pocos años la obra se representase fuera de España y que empezasen a sucederse las adaptaciones y versiones más o menos libres. Ya en 1669 se representaba en Roma la ópera L’empio punito, de Alessandro Melani. Es interesante constatar, para quienes aún presten crédito a la tesis marañoniana de la homosexualidad latente del Tenorio, que el personaje de Don Juan fue cantado en aquella primera ocasión por un castrato. Siete años más tarde era en Londres donde Henry Purcell ponía música incidental a The Libertine de Thomas Shadwell. Desde aquí saltamos nada menos que a Eslovaquia; en el Teatro de la Ópera de Brno se estrenó en 1734 una nueva versión italiana del mito, La pravitá castigata, partitura original de Bambini.
Una verdadera fiebre donjuanesca pareció inundar los escenarios operísticos europeos en la década que media entre los años 1777 y 1787. Para esas fechas, los libretistas disponían de las versiones dramáticas de Moliére y de Goldoni, ambas de mayores posibilidades musicales en comparación con el complejo texto pseudo-tirsiano. Por otra parte, pensamos que la estricta codificación de las relaciones sentimentales dieciochescas, tan intelectualizadas y llenas de códigos gestuales (léase, si no, Las relaciones peligrosas), debió de mirar con cierto morboso atractivo el universo de pasiones desbordadas y salvajes que el personaje de Don Juan suponía, pura sensualidad y puro desprecio de las convenciones sociales. De ahí, probablemente, la profusión de don juanes en plenos años dorados de la Ilustración. En 1777 nos encontramos con Il convitato di pietra, de Righini, ópera estrenada en Viena, casi a la vez que en Venecia subía a los escenarios el Don Juan de Calegari. De 1783 proceden los Don Giovanni de Albertini y de Trito, estrenados respectivamente en Varsovia y Nápoles. Pero la verdadera apoteosis donjuanesca habría de sobrevenir en 1787, año en el que casi se superponen las versiones musicales de Gazzaniga, Fabrizi, Gardi (todas en Venecia) y, sobre todo, de Mozart (Praga, 29 de octubre). Con un texto del genial Lorenzo Da Ponte, a medias fusilado del libreto de Bertati para Gazzaniga y a medias adaptado a partir de las versiones de Moliére y Goldoni, el salzburgués consiguió una impresionante partitura que explota tanto los ángulos demoníacos como las facetas más sentimentales del drama.
No creemos exagerar en lo más mínimo si decimos que Mozart dejó sentado para siempre jamás cómo debían sonar las andanzas del Tenorio. De hecho, la suya es la única versión que hoy día sigue representándose. Eso no significa, sin embargo, que tras Mozart no se siguiera poniendo música a tan atrayente argumento, reelaborado por las plumas románticas de Byron, Pushkin o Zorrilla. La nómina de don juanes operísticos es aún muy nutrida tras la partitura mozartiana. Destaquemos las versiones de Federici (1794), Raimondi (1818), Pacini (1832), Dargomyjsky (1879), Marchetti y Delibes (ambas en 1880), Scheei (1888), Helm (1911), Graener y Alfano (ambas en 1914), Simon (1916), Lattuada (1929), Schulhoff (una interesante versión psicoanalítica estrenada en Brno en 1932), Zandonai (1933), Goosens (1937), Palester (1963), Semenoff y Malipiero (ambas en 1967). Como el lector puede comprobar, una impresionante nómina de versiones que ilustra la vigencia y el interés por el mito de Don Juan.
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