Por José Luis Pérez de Arteaga
En la presente temporada, Pehlivanian vuelve a dirigir a sus ya amigos de la ONE en el Auditorio Nacional. Como en el título español de una película mítica de Raoul Walsh, tiene «el mundo en sus manos». Por ende, sabe lo que quiere, tiene una clarísima conciencia de su lugar y momento, y de sus posibilidades, y, sobre todo, es feliz con su trabajo: no se olviden del nombre, va a ser una de las figuras claves del siglo que viene.
Usted es un americano de nombre armenio formado en Europa. ¿Cuál es su origen familiar?
Bueno, yo no nací en los Estados Unidos, sino en Oriente Medio, exactamente en Beirut, en Líbano, de padres armenios. Cuando comenzó la Guerra Civil de 1975 en el Líbano, nuestra casa fue destruida tres veces por un bombardeo y yo estuve a punto de morir, tenía 10 años y la bomba cayó tres metros por encima de mi cama. Yo dormía en el tercer piso y la bomba cayó en el cuarto. Aquello fue demasiado y decidimos ir a América, donde teníamos familia. La razón, como la de miles de personas, fue la guerra. Nos fuimos a Los Ángeles para seguir vivos, y continuar viviendo.
¿Comenzó sus estudios en el Líbano?
Sí. Empecé con el piano a los tres años, después estudié violín y gané el Concurso Nacional de violín a los nueve años. Mi talento como violinista parecía evidente, de modo que continué ganando premios. Comencé a hacer carrera como violinista en América, actuando en salas como el Carnegie Hall en el 87, a los 23 años. Porque durante quince años me dediqué a hacer carrera como violín solista, fui concertino de varias orquestas. Tenía 11 años cuando di mi primer concierto como concertino de una orquesta; fue en Los Ángeles con una Orquesta de Jóvenes, que me tomaron como primer violín después de oírme tocar.
¿Continuó usted sus estudios en Los Ángeles o se limitó a actuar como concertista?
También estudié, por supuesto. De muy joven trabajé con un maestro alemán, Alex Schoenefeld, y más tarde estudié con Shapiro, así que he tenido muy buenos profesores. Después de eso me gradué en Los Ángeles y tras ello Joseph Gingold me invitó a Bloomington, que es una de las más importantes escuelas. Trabajé con él durante tres años y fué allí donde empecé a dirigir.
¿Cómo fueron los comienzos de la transición del violín a la batuta?
¿A qué orquesta dirigía?
A la Sinfónica Juvenil de Pittsburgh. Lo pasé muy bien con Maazel, me enseñó muchísimo. Sentado tras de mí, en el escenario, estaba Maurice Abravanel, casi con 90 años, de quien me hice muy amigo.
Después del concierto, Maazel habló conmigo y me dijo: «Tu límite está en el cielo. Eres un director de talento natural. Haz como yo: era un violinista como tú hasta que aparqué el violín y me fui a Europa a estudiar dirección. Debes hacer lo mismo. Dirige lo que sea, con la Orquesta que sea y como sea, pero dirige. Aprovecha cualquier oportunidad que tengas de dirigir para hacerlo. Así se empieza». Yo pensé: «Dios mío, es como una revelación divina pidiéndome que dirija». De modo que al día siguiente volví a a Bloomington, hablé con Gingold y le conté lo que me había dicho Maazel y le pedí su opinión. Me dijo (Imitando el tono de voz de un hombre muy mayor): «Yo creo que es una buena idea, te veo como un líder natural, adelante». Con las bendiciones de Maazel y Gingold, decidí que me convertiría en director. Hablé con Zubin Mehta y le pregunté qué debía hacer. Zubin me dijo: «Haz como yo, ve a Viena, o a Siena, ¡o a los dos sitios!, empieza por ahí». De modo que corté de cuajo mi carrera como violinista, me fuí a Viena, a la Hochschule, a trabajar con Österreicher sin conocer a nadie. Allí estuve como oyente en sus clases. Después fui a Siena, a la Chiggiana, que me aceptó con una beca. Allí trabajé con Leitner, quien me invitó repetidas veces y me dio el Diploma di Merito, después fui a ver a Celibidache a Alemania, con quien estuve dos semanas…
¿Y cómo llegó el premio de Besançon?
Pues casi a la vez. El caso es que aquel verano del 91, tras obtener el Diploma de Merito en la Chiggiana, me había inscrito por primera vez en un concurso internacional de dirección, el de Beçanson. La única razón que me impulsó a hacerlo fue saber qué clase de músicos eran los jóvenes directores actuales, cual era su nivel, ver lo que hacían: yo quería seguir aprendiendo. Fui a Beçanson a primeros de septiembre con sólo dos obras aprendidas. No fui a ganar, fui a conocer gente. Los dos programas que me había preparado eran el «Concierto para orquesta» de Bartók, la «Sinfonía nº 6» de Tchaikovsky, la «Sinfonía «París» de Mozart y la «2ª Serenata» de Brahms. ¿Para que preparar nada más? Yo sólo iba a durar una, quizá dos eliminatorias. Por otra parte, tampoco tenía muchas ganas. Cuando fui a Beçanson no sabía qué podía ocurrir, pero tampoco esperaba ganar. Tenía que dirigir y dirigí. El presidente del jurado era Vladimir Fedoseyev y la Orquesta era la de la Radio Televisión de Moscú. Y me aceptaron. Se habían inscrito 200 participantes, de los cuales el jurado había seleccionado a 75. Hice el programa Tchaikovsky – Bartók y me seleccionaron. Quedábamos 18. Me dije: «Más me vale aprender bien el programa Mozart-Brahms». Al día siguiente hice el concierto y pasé. Quedábamos once. Me dije: «¡Oh, no! Ahora sí que voy a tener que trabajar, porque no conozco el repertorio!». En una sola noche me tuve que aprender la 4ª Sinfonía de Mahler y la 2ª Sinfonía de Scriabin… No dormí nada, claro, estaba encerrado en aquel cuartito diminuto trabajando y al día siguiente las dirigí de memoria. Estaba tan concentrado que me dejé el corazón en la interpretación. Una vez más, pasé. Quedábamos ocho. Volví a horrorizarme. De nuevo tenía que trabajar, y estaba agotado. Y ahora me tenía que estudiar «La condenación de Fausto» de Berlioz…
¿¡Completa!?
Sí, ¡completa!, porque ellos, los del jurado, te podían pedir que dirigieras cualquier parte de la obra: a mí me tocaron las secciones del medio. Volví a pasar la eliminatoria: quedábamos cinco. Y con la siguiente prueba me dije: «Con esto sí que no puedo». Porque la penúltima prueba consistía en dirigir el pasaje que te indicaran de «Così fan tutte», lo cual significaba aprenderse la ópera entera en dos días, que era el margen de tiempo. Fíjese, era la primera vez que yo me enfrentaba a una partitura de ópera, jamás había estado en el foso de un teatro, y además era para un concurso. Bueno, hice de tripas corazón, había llegado hasta allí, ¡qué más daba no dormir otras dos noches y olvidarse luego del tema? Así que me estudié como un poseso el Così y lo hice por vez primera y… quedé finalista. Pensé: «Oh, no… Ahora tengo que estudiar la «Consagración de la primavera», y el «Primer Concierto de Piano» de Brahms… y sólo tengo una noche para estudiar». Cada noche me estudiaba la obra del día siguiente. Pero finalmente, vencí. Gané el premio. Era el primer americano en cuarenta años que ganaba el Primer Premio de Beçanson. Seiji Ozawa fue el primer japonés y yo fui el primer americano. Como se puede imaginar, nunca más he vuelto a presentarme a ningún concurso. Pero en dos años me había hecho una carrera. Empecé a los 25 años con el empujón de Maazel y a los 27 había ganado el concurso. Poco a poco fui teniendo conciertos. Primero uno, luego tres, luego siete, y ahora ya tengo la agenda llena.
Y en medio de todo esto aparece en su vida la Orquesta Nacional ¿Podría contarme la historia de su relación con la ONE?
Después de la gira, yo hablé de la Nacional con una compañía discográfica, Studio SM, cuyo director es amigo mío, que tenía en mente grabar una serie de obras españolas. Yo le dije que estaría encantado de hacerlo, pero siempre que fuera con la Orquesta Nacional, que obviamente era el conjunto ideal, porque tiene el temperamento que esta música requiere.
Hay un músico del que aún no me ha hablado: Celibidache.
Bueno, Celibidache era un hombre fantástico, muy inteligente. Cuando yo le conocí tenía más de ochenta años y aunque no andaba bien, su cabeza funcionaba perfectamente. Yo conocía a su hijo, Serge, con el que había coincidido en Bloomington, fue él quien me dijo que debía ir a Alemania y conocer a su padre. Yo le dije: «Estupendo, me encantaría», así que allí fui. Al llegar a Munich, fui a verle y le dije: «Maestro, me llamo George Pehlivanian y soy amigo de su hijo…», y él me dijo «¡Así que eres tú! Mi hijo me ha hablado mucho de ti. Vamos a comer juntos después del ensayo con la Filarmónica». Y nos fuimos a comer. Yo ya había ganado el concurso de Beçanson, y le pregunté su opinión sobre los agentes, porque necesitaba uno: él me respondió diciendo: «Los odio, no me hables de ellos, son una gente horrible, no creo en ellos ni les considero». Creo que había tenido alguna mala experiencia, muy concreta, o algo así. La verdad es que resultaba curioso, porque Carlos Kleiber me había dicho algo muy similar…
¿Qué le gustaría ser cuando sea mayor?
Mi destino está escrito y yo sólo quiero ser director. Es algo inevitable, que me fue revelado espiritualmente, no sólo mentalmente. Debo tener fe en mi instinto y en lo que hago, porque lo hago por el bien de la música. Amo mi trabajo y creo que es estupendo poder trabajar en aquello que adoro. Es un regalo. Para mí, dirigir es un placer, no un trabajo. Cuando dirijo estoy convencido de que es lo mejor a lo que puedo dedicar mi vida.