Por Juan Antonio Llorente
Guillermo González ha encontrado en Madrid, donde ejerce su magisterio desde hace casi tres décadas, su isla personal, a semejanza de ese Tenerife natal donde sólo aspiraba a ser un sencillo organista de coros. Un espacio inmerso en la civilización del cemento y a la vez al margen del bullicio, donde crece la yerbaluisa perfumada con que obsequia a sus amigos.
En su formación hay dos nombres que llaman la atención, por una parte José Cubiles, amigo de Falla, de quien estrenó «Noches en los Jardines de España». Por otra el pianista francés de origen polaco Vlado Perlemuter, amigo de Ravel, que le adentró de su mano la escuela impresionista. ¿Qué le debe a Cubiles?
Lo primero, mi conocida pasión por la música española. Luego, mostrarme ese sentido de la elegancia que siempre he perseguido, de no complicar la música española, que es una tendencia muy generalizada. Si se escuchan los discos de Cubiles se percibe esa elegancia. Expresando, pero de una manera muy llana. Con la edad me he dado cuenta de que tenía toda la razón del mundo.
¿Y a Perlemuter?
Dado que la escuela de Cubiles la cogí cuando él era ya muy mayor, y yo apenas había tocado el piano, mi formación realmente fue Perlemuter, otro profesor excepcional. Es un músico -está vivo, tiene 96 años y tocó hasta los 90- absolutamente genial. Ahí está su testamento. Nunca buscando el público, lo que plantea más dificultades a la carrera. Perlemuter es un chopiniano nato y un raveliano aprendido. Más natural en Chopin, aunque su Ravel sea fantástico porque es una vida entera. Me enseñó algo muy importante de la gran escuela europea: el respeto por el texto y cómo profundizar en el análisis. Todo lo que hoy me caracteriza, en gran parte se lo debo a Perlemuter.
¿Cual de los dos sería más claramente su modelo?
En cierto modo, eran bastante parecidos. A Perlemuter lo pude aprovechar mejor porque en París yo ya tenía más conocimientos. Y Perlemuter no era simplemente él que, cuando daba clase, teníamos el Ravel de primera mano. Cuando él se iba de conciertos, venía a sustituirle su amigo Marcel Ciampi, que era vecino de Debussy, y nos enseñó todas las cosas de este compositor. Muchas veces les hablo a mis alumnos de la suerte de haber estado metido tan dentro del impresionismo, de aprenderlo de primera mano con maestros que lo habían conocido de los compositores.
Lo que aprendí con ellos me ha dado un sentido de la paleta sonora; del pedal de diferenciación de sonidos; de ataques para que la música se escuche bien, y suene a orquestal. Es muy importante tocar impresionismo para que el piano le suene bien a uno en todos los órdenes, particularmente para hacer música española, como la Iberia.
En su faceta de catedrático también le sería de gran utilidad su contacto.
Muy importante. Como también, a mis veinticinco años, cuando ya había pasado por el Conservatorio de París, lo fue el del recientemente fallecido Pierre Sancan, un pedagogo de la escuela, digamos, de la explicación. Antes se decía: esto se hace así, y no se explicaba cómo hacerlo. Con Sancan tuve esa nueva escuela tan valiosa para un pianista tardío como yo. Necesitaba la reflexión, el razonamiento, para explicarme una serie de cosas. Me hizo mucho bien aquella frase suya «tu tienes mucha formación, pero no sabes bien dónde dirigirla». El me ayudó a sacarle partido a las escuelas de Cubiles y Perlemuter.
¿Ha aplicado esa filosofía en su enseñanza?
Mi magisterio si se caracteriza por algo es por el razonamiento de todos los problemas que surgen. De una diferenciación perfectamente explicada, y creo que entendida por los alumnos, de que una cosa son los medios, la técnica, y otra la música. Que van juntos después, pero que sin una la segunda no es posible. Sancan me dio los hilos de la reflexión, de la explicación analítica, musical, fenomenológica, del porqué de todas las cosas.
Cubiles, Perlemuter y Ciampi, gozaron de la proximidad del compositor. La música que se transmite al alumno en estos casos es su música pura, ángel incluido, ¿o la pasan interpretada, con algo de su cosecha?
Siempre pasa por la persona del músico; que es intuitivo. Yo recibo unos conocimientos y después, como vivo y siento indudablemente aportaré algo personal. Me pasa con mis alumnos y la música de Ernesto Halffter del que, como se sabe, fui muy amigo en los últimos diez años de su vida. He tocado todo Halffter, después de haber trabajado con él su obra. Y también la de Falla. Pero claro, yo les digo las cosas que me decía el maestro, pero después añado muchas otras, naturalmente. Porque, pongamos por caso, si Ernesto pasó equis meses haciendo la Sonata, yo llevo veinticinco años tocándola. Como le decía «al final, maestro, la sonata es más amiga mía que suya».
Hablábamos de su faceta docente, de la de intérprete y de la de investigador ¿Desde cuál de ellas cree prestarle más servicio a la música?
He dicho muchas veces que lo paso fantásticamente con la música porque me gusta muchísimo dar clase, estudiar, investigar, y tocar. Pero el contacto más directo, dónde más claramente puedes ejercer influencia, espero que benévola, es en los alumnos. El fruto es más tangible. Por eso creo que lo más importante es el magisterio.
Como investigador ha publicado la edición más completa hasta le fecha de «Iberia» de Albéniz. ¿Qué añade a las existentes?
Creo que no se había hecho, exceptuando el caso de Antonio Iglesias, un trabajo profundo sobre la Iberia. Publicamos el texto de Albéniz, y al compararlo con la edición original, La Mutuelle, nos dimos cuenta del gran número de faltas de copista. Sólo en el Polo hay setecientas. Cuando vi el texto, lo primero que pensé es que no presentaba ningún problema. En la idea generosa, dicen, de ofrecer ese texto a todo el mundo está la clave del éxito. Como además se materializa en una grabación, la primera, creo, con ese texto original se demuestra, sea cual sea la calidad del disco -no me corresponde juzgarlo- que la Iberia escrita por Albéniz se puede tocar con todas las notas que él escribió. Con muchos problemas, pero ninguno insalvable. Recuerdo la anécdota de Rubinstein cuando decía que con las notas que él suprimía a la Iberia al tocarla, se podía hacer otra. Pues resulta que no. Que no hace falta. Ha sido preciso un trabajo con ese profundo respeto al texto que aprendí, y que me ha llevado muchos años. Pero al final ahí está esa edición revisada que hace todo más cómodo y desde el punto de vista sonoro creo que mucho más clara la textura. Ha sido el empeño de decir: esto se puede hacer. Yo sabía algo que mucha gente desconoce. Primero: hay en la Biblioteca Nacional un texto de Albéniz intentando facilitar la Iberia. Y nada más ver los rayones que le pega a la partitura, deduces su deseo de explicar que aquello no se puede tocar. Un segundo dato: Albéniz se arregla a sí mismo. Deja el texto conforme está, porque no le puede quitar nada. Después, para él, hace arreglos, como pasar cosas de la mano izquierda para la derecha. Yo anoto claramente en la partitura los que conozco, los que he visto, y digo: arreglo de Albéniz. El tercer punto, que me parece importantísimo y que reflejo en mi grabación, es el sentido orquestal. Porque no sabíamos que Albéniz intentó orquestarla, y lo hizo. Dos Iberias están orquestadas por él. Y una tercera, que sería Evocación, que no tengo. Pero sí programas en los que está escrito que se hizo. Y textos que dicen que el Corpus sí y que el Corpus no. Completo, no creo que lo tenga. Pero él pensaba en una orquestación. Me dije, esta obra él la piensa desde el piano, pero orquestada. Decían que no sabía orquestar, y es una falacia. Ahí está el sorprendente «Merlín», que me encandiló desde 1987, cuando la tuve y empecé a darle vueltas.
¿La edición ha cambiado su concepción interpretativa de Albéniz?
No interpretativamente, sino como maneras de hacer, sí me ha cambiado.
¿Y su juicio sobre cómo la hacen sus colegas?
Tengo que decir ante todo que tantas veces me siento al piano, tantas versiones diferentes hago. Y pienso que a todo el mundo le pasa igual. En un concierto que di en el Auditorio de Madrid, después de tocar tres Iberias me preguntaron mis alumnos. ¿Y ahora, qué hacemos? Porque eran completamente distintas. Eso es la interpretación. Yo no creo en la versión. Y cuando voy a un concierto me gusta escuchar las cosas en las que yo no he pensado. Esa otra manera de ver. Cuando oigo el resto de las versiones, no digo que no me gustan, sino cuánto tengo que aprender. Por eso, cuando me propuse hacer la Iberia, no volví a escucharla. No quería influencias.
¿Qué le parecen las grabaciones de Cubiles, Larrocha, o Rafael Orozco?
En el caso de Cubiles, son pocas, pero se percibe esa elegancia que antes decía, una dicción maravillosa; en la de Rafa Orozco es deslumbrante la brillantez del piano- De Alicia, de la que siempre hemos dicho que es la primera -aunque para mí no haya primera, sino primeras entre ellas- hay cosas magníficas, no todas, pero en conjunto es apabullante prácticamente en todas.
¿Cree ahora que todos deberían haber comenzado por el texto?
Me ha extrañado que no hubiese sido así. Aunque hay que pensar que las épocas también marcan. Ahora estamos más pegados a los textos, a la seriedad, y se hacen integrales impensables en los años 50. Ni de Iberia ni de las Sonatas de Beethoven ni de nada. La información que vamos teniendo es tan exhaustiva, que no funciona ni el piano. Lo único que se escuchan son orquestas; y si la sinfonía dura ocho horas, mejor que una y si tiene dieciséis trompas, mucho mejor que con una. Es la época que estamos viviendo. Pienso que no es del todo exacta, por eso digo que hay modas y hay épocas diferentes. Y en esa época no se tenían tanto en cuenta los textos. Cada uno hacía sus arreglos. A mí me han dicho, al otro le han dicho… Y esto es una equivocación. Después vienen las discusiones. Por eso decidí acudir al texto, desde el principio, cuando uno tiene tantas dudas, lo sano es ir al original.
Después de trabajar tanto, ¿es premeditado no ser un pianista estrella?
Soy lo que las circunstancias me dejan. Tal vez no un pianista estrella, porque Dios no me ha dotado lo suficiente como para serlo. O porque hay un precio que nunca he querido pagar, que es el de la comercialización. Mis programas son muy elaborados, muy serios. Y no me interesa la música exterior, me aburre tocarla. Por eso, hay una serie de autores que no están nunca conmigo, y son los de éxito. Además, estoy muy comprometido con mi época, con mis coetáneos, con los compositores vivos. La historia no se puede parar. El arte debe seguir evolucionando, y para ello quiero aportar mi granito de arena. Ya se ve la cantidad de cosas que estreno. Y pienso seguirlo haciendo mientras tenga fuerza.
Ravel aconsejaba a Perlemuter sobre cómo interpretar su música. ¿Usted está en contacto con el compositor?
He procurado no estrenar nada sin el contacto directo con él. Su información me parece imprescindible. En la partitura puede haber como un 60 por ciento de lo que el compositor pretende. No puede poner más signos ni decir más cosas. La conversación y el análisis conjunto aportan un tanto por ciento más. Las dos cosas van unidas hasta el momento en que digo: hasta aquí hemos llegado; ahora soy yo quien va a hacer.
¿Cómo reacciona el compositor ante esa atribución?
Encantado. Porque toma vida su música. Cuanto más sensible es, más le gusta que le lleves la contraria en esas pequeñas cosas. No digo cambiarle un tempo. Pero sí aquello de: mira, aquí se me ha ocurrido que…