Por Joaquín Turina Gómez
La llegada del siglo XX complica de una manera extraordinaria cualquier intento de relato ordenado de las artes. La música no es diferente a las otras disciplinas, y si, hasta ahora, podíamos hacer una narración lineal de la historia de la música (poniendo todos los peros que se quiera y señalando retrasos y adelantos según los países y las personalidades) al llegar el siglo XX el camino del arte se abre como un abanico y los diferentes estilos y modas. Estéticas y concepciones musicales se cruzan, se separan, se suceden, se solapan y, sobre todo, dan origen a unas filias y unas fobias irreconciliables que dejan en pañales las antiguas -y eternas- disputas entre los partidarios de las viejas y las nuevas músicas. Las ideas propias ya no se defienden en sesudos tratados sino en veloces panfletos, cuando no a puñetazo limpio como en el estreno de “La consagración de la primavera”.
De nuevo tenemos que volver a las etiquetas para aclararnos y otra vez nos causan perplejidad. Uno de los apelativos más claros y de límites estético-temporales más definidos es el del Impresionismo. Pues bien, ese término jamás fue aceptado por su mayor representante, Claude Debussy (Saint-Germain-en-Laye, 1862 – París, 1918) que siempre defendió su unión con el movimiento poético modernista-simbolista (Verlaine, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé). Del romanticismo Debussy rechazaba el excesivo patetismo, la confesión personal del artista en su obra y, pasado su inicial wagnerismo, luchaba contra la tendencia de asociar la música al mundo germánico y, en cambio, buscaba la identidad de la música francesa. Pero lo cierto es que, si queremos hablar de Impresionismo en el sentido más estricto, tendremos que limitarnos a hablar de Debussy y, en todo caso, de Dukas. Todos los demás son productos híbridos que mezclan lo que han aprendido de Debussy con otras tendencias y estéticas. El ingenioso Satie se burla de los títulos poéticos y rebuscados. Ravel, al que se considera seguidor de Debussy, se le adelanta en algunos aspectos, como en sus pianís-ticos “Juegos de agua” de 1901, y tiene un respeto mucho mayor por el rigor formal. Ravel no es impresionista más que en parte de su obra. Hay numerosos compositores que aprenden mucho de Debussy, pero luego siguen su propio camino: Manuel de Falla, Malipiero, Puccini en sus últimas óperas, Respighi en sus poemas sinfónicos, incluso Strauss y también el primer Schoenberg, que anuncia ya el expresionismo que al poco tiempo le envolvería completamente.
Para ver el Impresionismo tendremos que dar un paso atrás respecto al capítulo del Nacionalismo, que es una continuación directa del Romanticismo; en cambio el Impresionismo es una ruptura radical, una de las grandes revoluciones que se han producido en el ámbito musical. Debussy es uno de los pocos compositores que puede enorgullecerse de haber creado un estilo completamente nuevo.
Es inevitable el paralelismo entre música y pintura, y frente a los que han defendido que son dos artes radicalmente distintas, hay que señalar que casi todos los pintores impresionistas se refirieron a sus cuadros en términos musicales para señalar la imposibilidad de definirlos. Son los pintores que se agruparon en una asociación independiente de los artistas académicos e hicieron la primera exposición en 1872. Un cuadro de Claude Monet titulado “Impression. Soleil levant” dará nombre a todo el movimiento. Dos años más tarde el poeta Paul Verlaine en su “Arte poética” verbaliza los presupuestos que marcan al impresionismo-simbolismo y que podíamos resumir en la búsqueda del instante, de la luz que domina y hace realidad el color; para los poetas la búsqueda de la unión entre la percepción visual y auditiva. Los pintores buscaban, en primer lugar, el estudio de la luz y no la artificial exactitud de la línea. Del mismo modo que Monet, Renoir, Degas, Sisley, Seurat rompen la línea y juegan con los efectos de luz, Debussy hace más aérea la línea melódica y menos rotunda la armonía. Algunos de sus títulos -“Nubes”, “Jardines bajo la lluvia”, “Reflejos en el agua”, “Campanas a través de las ho-jas”- son significativos en este sentido.
En los años en que pintores y poetas emprenden su personal ataque frontal a la concepción más académica de las artes Debussy era todavía alumno del Conservatorio, pero ya se abandonaba a improvisaciones pianísticas que rompían todas las reglas establecidas y todas las enseñanzas regladas, con la sola intención de captar el “color” de la resonancia física del sonido (lo llamaba la “alegría del oído”). Lo mismo que la pintura difumina sus líneas para lograr la impresión, la música abandona la claridad de la armonía tradicio-nal, comenzando a perderse en una vaguedad tonal que daría como fruto, años des-pués, la disolución de los viejos y al parecer inalterables términos: melodía, contrapunto, armonía.
Debussy rechazaba el calificativo, pero sus tres “Nocturnos” (1897/99) son la primera obra musical “impresionista” y se basan en un cuadro, “Armonías en azul y plata” del inglés Whistler. Y así podríamos seguir: en “Los preludios”, “El mar” y en la ópera “Pélleas y Mellisande” el elemento determinante es el timbre-color que expresa sensaciones musicales imprecisas e inmateriales para caracterizar a los personajes o al ambiente. Debussy proclamó que toda su obra no era más que un homena-je a la línea melódica. Lo que pasa es que su melodía era distinta a la que se había hecho antes que él. Cuando Debussy termina los “Nocturnos” nace Francis Poulenc (París 1899-1963), miembro del Grupo de Los Seis (con Honegger, Milhaud, Auric, Durey y Tailleferre) que se da a conocer en París casi a la muerte de Debussy, al final de la Primera Guerra Mundial. Poulenc era el más joven del grupo y se diría que el más ligero, el más parisino, el que siempre quiso dejar patente un carácter chispeante y amable. Sus grandes mentores son Satie y Cocteau y aunque todo el Grupo de Los Seis reacciona frente a la opresiva presencia en la música francesa de Debussy, por un lado, y César Franck por el otro, la verdad es que Poulenc le debe mucho a Debussy. Claro que también es deudor de su sólida formación católica que inspira sus muchas obras religiosas. Él mismo se definía como “mitad fraile y mitad músico de bulevar” y en su obra las notas dominantes las marca la melodía y la ternura. Se ha querido señalar que la clave de su éxito de público hay que buscarla en la simplicidad y la belleza de su música y el empeño que puso en no ser moderno ni rebuscado a la fuerza. De todo ello quizá salga la especial luminosidad que tienen sus obras, especialmente las escritas para la voz humana, por la que Poulenc sentía especial predilección y para la que compuso sin descanso. En el momento de su muerte Poulenc fue recordado como hombre bueno, cordial y simpático, pero también como artista que había hecho un credo de la expresión más sencilla y directa.