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José Cura. «El hombre que puede reinar»
Por Joaquín Martín de Sagarmínaga
José Cura, por su condición de tenor de moda, requiere actualmente pocas presentaciones. Sin embargo, más que para conocerlo, pues es polifacético, esta entrevista ha servido para entreverlo; más que entrevistado ha sido entrevisto. Además de su esforzado cometido en arduas óperas como «Sansón y Dalila», «Iris», «La forza del destino» u «Otello», acaso no esté de más recordar algún triunfo puntual, como su asunción del rol titular de «Otello» en la Opera de Washington, a las órdenes de Plácido Domingo. Confirma el buen momento que vive su cuerda en Latinoamérica (al menos en lo que se refiere a caudal de nombres), con la plétora de los Ramón Vargas, Marcelo Álvarez, Aquiles Machado, Juan Diego Flórez y él mismo encabezando tan llamativa lista. Ampliando ello al panorama internacional, y dado que Cura posee un material más amplio que el de muchos colegas -y este factor, unido a un determinado repertorio, atrae de inmediato al público-, puede ser el hombre llamado a reinar en la «categoría de los pesados» durante los próximos años. En cualquier caso, por el bien de la lírica, convendría un gobierno en triunvirato, que no olvidase a Neil Shicoff y Vladimir Galouzine.
Tú naciste en Rosario (Argentina), donde hay tradición operística desde hace aproximadamente siglo y medio.
O la hubo, al menos. En el Teatro del Círculo cantó Caruso. Las compañías italianas actuaban allí cuando estaban de paso.
Incluso existe el precedente de una celebridad rosarina (si bien nacida en Chile), como es la soprano decimonónica Isabel Martínez de Escalante*(1), una cantante de una genereación anterior a Caruso, en torno a 1880.
Qué bien. Eso esta bien.
Hacía un repertorio muy variado en recital: «Norma», «Traviata»…
Era la práctica de la época. Hoy nos hemos vuelto un poco snobs en todo lo referente al repertorio. Caruso mismo cantaba un día «Elisir», al día siguiente «Aida» y al otro «Fanciulla del West».
Centrándonos en tí, es posible que, para algunos, exista aún la falsa impresión de que el tenor José Cura ha empezado «desde arriba».
Creo que es muy falsa, es cierto, pero cuéntame tú cómo entiendes eso de «empezar desde arriba».
En 1994, cuando ganas el concurso «Operalia» -la primera vez que lo convocaba Plácido Domingo-, da la impresión de que lo anterior había permanecido en la sombra.
En realidad, soy una de las pocas personas de este oficio que puede decir a los 37 años que tiene veinticinco de escenario a sus espaldas. Subí por primera vez a un escenario a los 12 años y desde entonces ya no me he bajado nunca. Es muchísimo. Lo que confunde a la gente es que el 94 me transformó de personaje oculto en personaje público. Hay un momento en la vida de todo personaje que hoy es público en que se transforma en tal. Mucha gente lo confunde con el momento del inicio.
Pero tu fama repentina no se produjo, como en tantos casos, tras una inesperada sustitución. Quizá no es habitual llegar tan «rodado» a un concurso, en su primera edición.
Exacto. «Operalia» empezaba en la edición del 94. Cuando me presenté yo ya había grabado un disco, había cantado óperas de la dificultad de «La forza del destino», había hecho la «prima» mundial de «La rondine», de Puccini *(2). Cuando me presenté al concurso de Plácido Domingo mi calendario estaba ocupado hasta el 98. Pero hay buenísimos artistas y artistas eficientes que trabajan en la ópera y la gente no sabe ni siquiera que existen. Hay un momento en que uno de esos personajes, entre los cuales estaba yo hasta ese entonces, sale a la luz pública, y lo que el concurso hizo fue sacar a la luz mi trabajo. Pero hay un detalle que no conviene olvidar: ¿la gente que ganó el concurso conmigo dónde está hoy?
Algunos está haciendo buenas carreras, pero ninguno tiene el perfil…
Yo recuedo, así a bote pronto, a gente como Eteri Lamoris…
Y también está Brian Ozawa; gente que trabaja bien y son buenos profesionales, pero ninguno ha tenido el perfil de imagen que tengo yo en este momento. Luego, al ganar un concurso, intervienen otros factores; se suma también un carisma; se suma un paquete comercial que también es importante, porque estamos hablando de un mundo comercial y no de hacer caridad con la música. Hablamos de hacer arte bien hecho. Pero además tiene su lado comercial, porque hay toda una compañía discográfica detrás. Pero yo te digo una cosa (y es muy simple): si tú empiezas una carrera como la mía de la nada, es imposible resistirla al ritmo que yo llevo. Te rompes en un mes. Esa falsa impresión a la que te referías no es una falsa impresión, es una impresión acertada parcialmente. O sea, no hay que confundirse con el momento en que una persona sale desde atrás del negocio y se pone en la vitrina. Es como el ejemplo de una chaqueta que está en depósito de ventas; desde el momento en que la pones en la vitrina todo el mundo empieza a verla. Pero ya la tenías dentro, en depósito; lo que pasa es que no la mostrabas. El sastre la tenía dentro y la prenda era buena también cuando estaba dentro.
Recuerdo como en la final del Concurso «Operalia», en 1994, cantaste «Ch’ella mi creda» de «La fanciulla del West» de Puccini, exhibiendo ya un material importante y alguna rigidez en el fraseo.
Desde entonces yo jamás he vuelto a ver ni escuchar ese vídeo. Es decir, que no tengo idea. Me imagino, y es obvio que así sea, que en 1994 no cantaba como canto en el 2000. Ni canto en el 2000 como cantaré, si Dios quiere, en el 2005. Además de ésto, existía toda la presión y todo el miedo que teníamos, porque estaban presentes las cámaras, era en directo y había grandes expectativas sobre mi presentación a ese concurso, el repertorio que llevaba, el posible triunfo. En realidad, yo recuerdo la final no como un concurso, sino como una situación muy tensa, muy dura. En aquel momento yo estaba en carrera. Ganar el concurso estaba muy bien; perderlo no, porque se habría comentado: «este hombre que está en carrera, que está contratado por ahí, no es capaz de ganar un concurso». Lo que hubiera significado ir a Chicago poco tiempo después (donde estaba contratado y era mi debut norteamericano), con la imágen de «aquí viene a cantar uno de los perdedores».
«Fanciulla» parecía una declaración de principios, pues da la impresión de que te has sentido a gusto en Puccini.
Me he sentido y me sigo sintiendo muy a gusto en Puccini. Puccini nos permite con más facilidad que Verdi -sobre todo que el primer Verdi-, la fluidez en la actuación, como teatro puro. En Verdi el noventa por ciento de las cosas importantes no suceden mientras estás en el escenario, sino en el camerino. Tú sales de una situación y cuando vuelves a entrar en el escenario ya han pasado tantas cosas…
Hablas mucho de colores, de colores en la voz. En un plano teórico se busca la homogeneidad de la voz, la sutura lo más perfecta posible de los diferentes registros. En definitiva, que no suene cada sonido metido en un punto, en lo tocante a su resonancia. Tú me hablas de colores siempre en plural.
Creo que hay una búsqueda, por lo menos de mi parte, y cuyo intento me ha compensado. Yo hablo del color en todos los sentidos; del color del gesto, del color vocal, y te hablo incluso de los puntos de impostación. Es una busqueda mía que me ha permitido, gracias a Dios, muchas críticas negativas, y digo gracias a Dios porque si estás en una búsqueda y en ella estás rompiendo reglas, la crítica negativa se transforma en la confirmación de que estás en una búsqueda. Si tienes una manera de cantar estrictamente tradicional, donde es igual que el personaje esté contento, o esté triste, esté muriéndose o esté victorioso… En cualquier tipo de actitud que tenga un personaje que esté sobre el escenario, no se concibe que todas las notas suenen del mismo color vocal, que todas suenen con la impostación en la misma zona, que todas suenen con la misma cantidad de «squillo»…
La variedad, además, gusta a todo el mundo.
No. Yo te digo que eso no es verdad. Yo te digo que al purista histérico le molesta mucho, por ejemplo, que cuando yo hago la muerte de Otello produzca sonidos mezclados entre el gutural y el ahogo. Hay que tener en cuenta que estás falleciendo, y no estás falleciendo envenenado, etcétera, sino por propia mano. Y que la muerte tiene colores distintos. Si tú, para matarte te das una cuchillada en el estómago, quiere decir que tu estómago sangra internamente, que tú regurgitas sangre. Si estás falleciendo así, los colores tienen que ser creíbles -no hablo de la impostación, sino de los colores- (emite -e imita- un estertor grave). A mí me da risa ver a uno que está en el escenario, acostado, muriéndose, con una espada plantada en medio del corazón y está cantando como si estuviera delante de un micrófono. Yo he hecho todo ese tipo de colores cuando canto, por ejemplo, en el tercer acto de «Sansón», en momentos como el inicio, cuando él empuja la rueda, lo hago un poco entre la media voz y el sofoco…, ¿por qué?, pues porque no es él el que habla, es su alma la que está hablando con Dios. Entonces, claro está, hay que producir un cierto sonido, porque el público paga para oír, pero hay que producir un cierto sonido que dé la impresión, la idea metafísica de que, en realidad, no es su boca la que se está moviendo pero si su boca pudiera tener voz estaría sonando más o menos así. ¿Porque a quién se dirige él si no hay nadie en la sala? En la primera página del acto el diálogo es sólo entre él y Dios. Quiero que, en definitiva, la persona que me escucha pueda sentir emociones, y no sólo emociones estético- narcisistas, sino además emociones psicológicas fuertes. Los «vociómanos», como los llaman los italianos, son recalcitrantes, pero cuando alguien del público, al salir de una sala, te dice: «cuando hiciste esa nota se nos pusieron todos los pelos para arriba», es ridículo leer luego, o que te comenten cómo se te ha ido la voz para atrás, que qué problema técnico tienes… ¡Hombre!, uno que te ha cantado hasta la frase anterior con un «squillo» que mata y con una punta que quiebra, si en la frase siguiente te hace un cambio de color no es porque se le escapó la técnica de repente, sino que es voluntario.
Antes de presentarte en el Teatro Real de Madrid, con «Otello», decías a la prensa que no pretendías emular en el papel titular a grandes «monstruos», como Del Monaco, Vinay, Domingo, etcétera ¿En tu opinión, sus cualidades artísticas son inalcanzables, o rechazas de plano aquello que remita conscientemente a un modelo anterior?
La imitación es cómoda porque no tiene riesgos. El único riesgo que tiene la imitación es que te digan: «¡Eh!, que eso está copiado».
Que no es poco.
Que no es poco pero son pocos los que se dan cuenta de que eso está copiado. El grueso de la gente se siente cómoda porque una de las cosas que más incomoda al ser humano es lo desconocido, lo nuevo. Nosotros lidiamos, nunca mejor dicho, con una mentalidad que, como la del toreo, no permite fácilmente al diestro que invente un pase nuevo. Se dice: «¿cómo es que no hace el pase como lo hacía Dominguín?», ¡porque no es Dominguín!, ¿entiendes?, ¡no es Dominguín! Sucede en todas las manifestaciones ligadas a un cierto fanatismo.
Martinelli incorporó el rol de Otello a su repertorio con casi 55 años, Del Monaco con 35, Domingo con unos 42. Corelli nunca canto dicho papel, pero pensó hacerlo hacia 1966, con 45 años; diez antes de poner punto final a su carrera. Tú lo has abordado con 34. ¿En tu opinión existe una edad ideal para afrontarlo?
No. Tampoco considero que la mía fuera la edad ideal ¿Tú tienes idea de cuál es la edad ideal en la que uno tiene que casarse?
Es que ahí no es uno, son dos los que opinan.
¡Y aquí también son dos, tú y la obra! Cuando llega el momento de hacer una determinada cosa, mi filosofía de vida es poner a uno y otro lado los pros y los contras. Así, como lo puedo hacer, ¿vale la pena hacerlo? Si es sí, se hace, y si no, no. En el año 97, cuando me propusieron debutar como Otello, yo no tenía en mente hacerlo sino dos años más tarde, en el 99. Si lo hubiera querido hacer como lo hago hoy no hubiese llegado al final. De hecho hubo hasta un sistema de apuestas clandestinas para ver en qué momento de la ópera me quedaba sin voz. Pero ninguno sacó cuentas de que no sólo se sube al escenario con las cuerdas vocales. Se sube también con el cerebro. Y siempre se desprestigia el cerebro de los jóvenes tenores, que van a quemarse las alas en el primer acto. En mi caso, al ver que pasaban los minutos y que hacía pianissimos y, salvo el «Esultate!» y «Abbasso le spade!», lo demás era un compromiso de colores, etcétera, se relajaron en la silla.
¿No tienes la impresión de que la mayoría de cantantes hace hoy papeles más dramáticos de lo que corresponde a su voz? Como matiz añadiré que no hablo tanto de los años, como de tener las características vocales adecuadas.
Es verdad. No me puedo meter en comentarios posteriores para evitar que esto suene a crítica a mis colegas. Ahora hay gente con voces maravillosas, pero también estamos yendo a la exacerbación de esto, y es que gente de música ligera que puede cantar apenas una cancioncilla de dos notas, aunque sea bella, se pone a hacer un disco de arias verdianas. Los nombres te los dejo a ti… Pero si son vino con agua no digas que es un gran vino, dí que es vino aguado.
Ordene de mayor a menor importancia -con fines teóricos-, las cualidades que debe poseer un cantante lírico: voz, técnica, estilo, expresividad y competencia escénica.
Todas van juntas y separadas al mismo tiempo. Hace cincuenta años la respuesta habría sido otra. Hoy, como va el mundo del espectáculo, la relación de prioridades se ha complicado un poco. Que la voz es importante es verdad, porque si no tienes voz te quedas en tu casa. También hace falta técnica, conectada al estilo, ya que si no tienes técnica no puedes hacer estilo. Van juntas. Si tú estás muy interesado en el estilo necesitas tener una técnica. Y luego viene lo otro: la expresividad y la competencia escénica van unidas a una determinada visión de carrera. Hasta hace unos años la expresividad y la competencia escénica si las tenías mejor, y si no daba lo mismo. Te ponías en el centro del escenario, con una pierna arriba de la concha del apuntador, y adelante. Hoy, si quieres hacer una carrera como la que estoy haciendo yo, o algunos de mis colegas, la expresividad escénica es importantísima.
Ambos factores, expresividad (referida a la voz), y competencia escénica pueden considerarse separadamente.
Eso es también un fenómeno de época, porque por más expresivo que pueda ser un tío en el momento mismo de cantar la romanza, si antes y después no nos está dando la «contaescena», hoy no pasaría, porque somos también el fruto de un siglo como el nuestro de apoteosis del cine. Actualmente el desafío es muy grande, porque por más exigentes que se quieran poner los operómanos histéricos, cada gereración es el resultado de las anteriores y no podemos hacer nada como antes. Hoy, por ejemplo, tenemos monitores de vídeo distribuidos por el escenario, que nos permiten una actuación dinámica sin necesidad de mirar a los ojos del director continuamente.
En un momento lírico de connotaciones tan teatrales como el que estamos viviendo, al perder el canto -como tal- algo de protagonismo, no pierde también algo de calidad en su ejecución?
Sí, yo creo que se podría perder calidad de ejecución. Digamos que el riesgo de la diversidad de exigencias que sufre hoy el artista hagan perder calidad en una u otra de ellas y, en concreto, vamos a la esencia «prima», que es el canto. El riesgo existe; de ahí que con cada generación que pasa sean menos aquellas personas capaces de resistir la sumatoria de factores. Cada vez son más específicos los artistas que pueden bailar con la música de su tiempo y resistir el baile. Las presiones son cada vez mayores y el desafío físico e intelectual cada vez más agotador, de ahí que el número de personas que reunan todas las garantías probablemente esté disminuyendo muchísimo. Y en el tope de todo esto hay que poner todavía el ingrediente supremo, que es que hace la diferencia entre un albañil, con todo el respeto, y un artista con A mayúscula. Es el carisma. Si añadimos a todas estas cualidades el carisma, al final sacas la cuenta ¿y cuántos te quedan?
¿Cómo puede luchar un cantante para no ser perjudicado por una industria en la que el «marketing» -y de su mano una parte del público-, alimenta el deseo de promocionar cada cierto tiempo nuevos nombres? ¿Eres muy consciente de la relativa fragilidad de cualquier carrera lírica emprendida hoy?
Es verdad que vivimos una época de esquizofrenia de «marketing» muy fuerte. Las presiones son mucho más fuertes y mucho más sucias de lo que muchos se imaginan. En esta pregunta trato de evitar demasiadas explicaciones, porque creo que es un error que el público normal se entere de esos manejos, porque no debe perder la ilusión. Es una pregunta que me han hecho a menudo y, si bien no hay garantías en un ciento por ciento, se puede hacer algo. Y hay un único modo, y es que el artista no cometa el error (que están cometiendo muchos), de trabajar casi totalmente para el estudio discográfico. Lo único que mantiene al artista arriba del escenario es el público, el público que hace la cola y paga su entrada. Mientras el artista pueda contar con ésto es indestructible en tanto que artista. Podrá grabar menos discos, podrá salir menos en las revistas. Pero no importa. Seguirá vendiendo porque ha conquistado a su público. El gran problema de mis colegas, y esto lo digo porque es una de mis preocupaciones, es que trabajan demasiado para el disco, grabando cosas que no pueden hacer ni de lejos en vivo, y que en el estudio, con el ordenador se les da color, armónicos, volumen, artificio. Yo estoy haciendo entre cincuenta y cinco y setenta funciones al año, lo que significa que estoy cantando todo ese tiempo para el público directamente; no soy una invención del micrófono. Lógicamente, como todo romance, se puede acabar mañana. Pero nadie puede decir que si se termina mañana es porque yo no me he ocupado de cuidar esta relación. Es una relación de amor artístico, platónico, que hay que cultivar. Y no se puede hacer por teléfono.
-Notas:
*(1) Cifr. Roberto di Nóbile: «La lírica en Rosario» (1854-1884). Burgos, 1997.
**(2) El tenor, al hablar de «prima» mundial de «La rondine», involuntariamente obvia el contexto. La obra fue estrenada en 1917 en Montecarlo, por Tito Schipa y, en los últimos tiempos, la han cantado también Alberto Cupido y Roberto Alagna.
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