Por Roberto Montes
Tras recibir el premio Grammy por su disco de versiones para violín del musical West Side Story de Leonard Bernstein, y con ya más de treinta años de edad, Bell sigue siendo un hombre de joven espíritu, un niño prodigio nada convencional (comenzó a tocar el violín a los cuatro años, llegó a dedicarse al tenis y el baloncesto, y, aún siendo adolescente, se decantó finalmente por el mundo musical profesional, gracias a su maestro y mentor Josef Gingold) que se ha convertido en un artista inspirado y maduro, capaz de hacer suyos los más clásicos pentagramas del repertorio o las más innovadoras miras musicales, desde las bandas sonoras de cine al «crossover», pasando por una atenta mirada a los compositores actuales.
Este joven maestro nacido en Bloomington (Indiana, Estados Unidos) debutó con catorce años en un concierto con orquesta bajo la dirección de Riccardo Muti y junto a la Orquesta de Philadelphia, y poco después apareció por primera vez en el gran templo de la música en Nueva York (ciudad en la que actualmente reside), el Carnegie Hall, pasando a ser una estrella más (aunque él no lo reconozca) del panorama musical, colaborando con orquestas sinfónicas de todo el mundo y directores de la talla de Vladimir Ashkenazy, Herbert Blomstedt, Riccardo Chailly, Christoph von Dohnányi, Antal Dorati, Charles Dutoit, Christoph Eschenbach, John Eliot Gardiner, James Levine, Roger Norrington, Seiji Ozawa, Esa-Pekka Salonen, Leonard Slatkin, Yuri Temirkanov, Franz Welser-Möst o David Zinman, además de desarrollar una intensa vida camerística de gran atractivo.
Dejemos que sus palabras, en consonancia con su música, nos hagan entender su mundo, sus vivencias, sus sentimientos y deseos, como a continuación descubriremos.
¿En algún momento te has llegado a considerar un niño prodigio?
Nunca me sentí como tal. Empecé a ponerme en serio con el violín, como profesional, a los 14 años. Pero yo fui un chico normal que iba al colegio, con una vida normal. Mi desarrollo fue lento y natural.
De hecho, ganaste varios premios jugando al tenis…
Participé en competiciones de tenis, y me hubiera gustado dedicarme profesionalmente a ello, de no ser que, en realidad, no era lo suficientemente bueno para ello, pero me gustaba.
Para ser sincero, mis padres no eran músicos ni pertenecían al mundo de la música. No esperaban de mí que fuera músico, no se me presionaba. Me trataron como alguien normal, que debía decidir qué ser en el futuro. Yo decidí ser músico.
Al no convertirte en un niño prodigio absorbido y agobiado por los conciertos, compromisos, estudios, etc., tu tiempo libre lo dedicabas a cosas tan dispares y lúdicas, además del tenis y el baloncesto, como los vídeo juegos.
Todo lo que hacía lo hacía compulsiva u obsesivamente. El tenis, los vídeo juegos,… no hacía nada poco a poco. Descubría un nuevo vídeo juego y me pasaba con él horas. Todavía soy un poco así.
Por lo que cuentas, pones mucha pasión en todo lo que haces. Lo mismo debe de ocurrir con la música, pues en tu vida profesional hay un halo pasional muy importante.
Muchos artistas son así. Proyecto todo con pasión: cuando trabajo, en los conciertos, en mis grabaciones… ¡incluso cuando como! La mayoría de los músicos son así, porque comer es algo más que simplemente engullir…
Decididamente, tienes pasión por la vida…
Sí, creo que todo músico ha de tener pasión por la vida, por su trabajo. Sentir ante las cosas. Pero el hecho de exhibir los sentimientos gratuitamente puede, además, no decir mucho. Jascha Heifetz, uno de mis ídolos del violín, se mostraba siempre muy frío en el escenario, pero llevaba la pasión por dentro. Yo sí la doy a conocer, es natural en mí; no me preocupa, aunque a veces hago por controlarla.
¿Esa pasión está presente a la hora de, por ejemplo, preparar una partitura?
Bueno, más bien lo que uso en este caso es el instinto, sobre todo cuando era más joven. Busco un punto de vista ni académico ni adquirido. Escucho otras versiones, pero prefiero interpretar como lo sienta yo, pues toda visión es única. Pero la experiencia es un grado, pues cuanto más sabes, mejor, ya sea Bach, Beethoven,…
¿Y al trabajar junto a un director de orquesta?
Para mí es como hacer música de cámara con una orquesta sinfónica. La relación con el director es un «toma y daca». Es positivo el que exista una coincidencia de ideas, es todo un placer, el trabajo se hace fácil. Pero puede ser muy enriquecedor el considerar otros puntos de vista.
Obviando la pregunta de quiénes son tus batutas colaboradoras predilectas, ¿cuáles son los conciertos para violín y orquesta con los que más a gusto te encuentras?
Depende. La cuestión es como elegir entre un hermano o una hermana. Cada uno tiene su aquél. Me inclinaría por los de Brahms, Tchaikovsky, los grandes románticos, en definitiva, pero también me gustan los de Prokofiev o Bach.
Bach es el «sumum» para muchos músicos, violinistas incluidos.
Sí, ya lo apreció incluso Mendelssohn. Bach es muy importante; es substancial y esencial para todo músico.
Precisamente, en tu último disco, interpretas el Concierto para violín de Mendelssohn, pero las cadencias son de tu propia cosecha. ¿Por qué creaste unas nuevas?
Ya he escrito mis propias cadencias para otros conciertos, para el de Brahms, Beethoven, Mozart,… Era la manera en que estos autores, en su época, entendían que debía de interpretarse un concierto. Establecieron sus cadencias, pero el intérprete era libre de crear o elegir, poseía más libertad, no debía adherirse al papel marcado por el autor en este lucido y solitario momento.
Sin embargo, las cadencias de Brahms no eran suyas, sino de Joachim…
En efecto, y las de Mendelssohn se creían del propio autor, pero en realidad trabajó con un violinista amigo suyo, Ferdinand David, de quien se presume que son verdaderamente las cadencias. En cierto modo, he pretendido ser David. Además, creo que éste puede ser un primer paso para convertirme en compositor. Mi sueño es escribir algo, no sólo cadencias.
A ese respecto, veo que sientes también cierta preocupación por la música contemporánea, pues, además, se han compuesto varias obras para ti.
Me siento bastante involucrado porque me gusta componer. Cuando escriben para mí, me encanta ayudar a dar forma a la pieza, aportando sugerencias, cosa que a los compositores les agrada.
Sobre todo un soporte en la parte técnica.
Sí, es lo que hicieron Joachim y Brahms. El compositor alemán hubo de efectuar numerosos cambios sugeridos por Joachim, y, frecuentemente, se enfadaba con el violinista.
Lo que sí percibo es que la mayoría de los autores que te han dedicado composiciones son americanos.
Bueno hay alguno inglés, pero, por ejemplo, Corigliano, para quien grabé la banda sonora de la película El Violín Rojo, o Meyer sí son norteamericanos. Por otra parte, no he hecho muchos estrenos. Tengo mucho cuidado con esto. Me gusta, pero es muy atrevido y temerario por mi parte estrenar algo que no se ha oído nunca.
¿Te sientes involucrado con la tradición compositiva nacida en Estados Unidos, como bien parecen probar tus discos?
Sí, existen grandes nombres: Copland, Bernstein, Gershwin. Éste último utiliza patentemente el jazz, estaba muy insertado en la música americana. América es una cultura abierta, del mismo modo que los compositores americanos permanecen muy abiertos a incorporar nuevas cosas, meten «rock» en una sinfonía… No hay una única y sola tradición, es un país joven con una joven historia.
¿Se puede hacer música del siglo XIX o moderna con un Stradivarius?
Claro que sí, con la voz ocurre exactamente lo mismo. Puedes cantar hoy cosas del ayer y música contemporánea.
Pero con un instrumento fabricado en el siglo XVIII, ¿se hace por la fama y valor histórico o porque es simplemente el mejor para trabajar?
Mi Stradivarius es uno de los mejores que se han hecho. Se pueden utilizar instrumentos más baratos, pero, eso sí, con un Stradivarius puedes hacer más cosas, algunos colores… este instrumento es más inspirador.
Tú mismo has sido considerado como un intérprete joven, guapo, atractivo. ¿Piensas que la imagen es importante en la música para acrecentar el interés del público?
No hay manera de responder a esto sin ser consciente de que el marketing es necesario para aparecer correcto y moderno. A veces, superficialmente, hay portadas que puedes rechazar, aunque la música es buena, y viceversa.
Yo hago uso de la imagen, ¿por qué no?, en tanto en cuanto la música no esté cambiada…
Eres uno de los pocos artistas de música clásica con unos fieles seguidores, entusiastas fans que siguen tus conciertos por todo el mundo.
Tengo algunos admiradores. Me emociona el saber que hay gente en todo el mundo y que se comunican entre ellos, con base en Internet. Pero no soy el único, es algo que pertenece a la era moderna en que vivimos.
Entonces, has de sentirte como una auténtica estrella…
Bueno, una muy pequeña comparada con una estrella del pop. No pienso en mí como uno de ellos.
Hablando de estrellas, ¿crees que el «crossover» es una oportunidad relevante o importante para dar fama a los intérpretes clásicos?
El crossover no tiene que ver con la música, sino con el marketing. No es posible establecer si es bueno o malo. Por ejemplo, el cine es un medio moderno, es algo que todo el mundo ve, puede llegar a mucha gente, muy popular, pero puede ser respetable. Muchos compositores «serios», como Prokofiev o Korngold, han creado música de cine.
Más atrás, en el siglo XIX, Sarasate ya cogió Carmen de Bizet y la arregló, eso es también crossover, como la adaptación de música popular de Dvorák, el jazz… La fusión es legítima. El peligro radica en el momento en que el propósito es solo financiero, comercial. Puede haber proyectos que no estén bien pensados, equivocados.
Los puristas son muy críticos con los músicos clásicos que hacen esto.
Puede que su postura sea escéptica, yo también soy escéptico. Si ves a un artista joven vestido con vaqueros, con ropa a la moda en la portada, estás ante una creación mediática: te sorprende o te puede echar para atrás. Pero hay que darle una oportunidad y escucharlo. Si el producto es bueno, te terminará por convencer.