Por Martín Llade
El estadounidense Joshua Bell es uno de los violinistas más sobresalientes de su generación. Nacido en Bloomington, en 1967, tuvo la suerte de que sus padres orientaran su vocación sin que por ello dejase de tener una infancia normal. Más adelante, fue presentado al violinista Josef Gingold que, solo tras convencerse de que los Bell no buscaban sino que su hijo disfrutase de su don, le dio clases, desarrollando al virtuoso que llevaba dentro. Así, con catorce años ya daba conciertos nada menos que con la Orquesta de Philadelphia dirigida por Riccardo Muti, y a los dieciocho realizaba su presentación oficial en el Carnegie Hall.
Mimado por público y crítica, Bell goza de una popularidad extraordinaria, que excede los límites de lo clásico, y es conocido por un amplio público a nivel mundial, que abarrota las salas de concierto para verle, independientemente de lo que toque. Por si fuera poco, ha sido distinguido con premios tan resonantes como el Grammy, que obtuvo por la grabación del concierto para violín que Nicholas Maw había escrito para él; igualmente, la banda sonora original de El violín rojo de John Corigliano que él interpretó ganó un Óscar, y hasta el experimento del metro de Washington en el que él obtuvo el Premio Pulitzer para su autor, Gene Weingarten. Además, Bell fue elegido artista clásico del año por la Billboard Magazine en 2004.
A juzgar por su apellido, estaba usted predestinado a una profesión relacionada con el sonido.
No me lo menciona mucha gente, pero, en efecto, ha sido así.
¿Y qué hay de cierto en esa historia de las gomas que se cuenta de usted?
Es auténtica. Cuando tenía tres años me gustaba coleccionar gomas. Un día comencé a tensarlas en las manillas de los armarios de mi cuarto y las pulsé para intentar extraer sonidos de ellas. Y así, me encontré tratando de imitar las melodías que escuchaba a mi madre tocar al piano. Así que mis padres, que eran muy amantes de la música, decidieron que estudiara violín después de verme hacer aquello. Comencé a estudiarlo a los cuatro años.
A esa edad tuvo su primer violín, adaptado a su tamaño infantil. Puede decirse, entonces, que el instrumento ha ido creciendo a la vez que usted.
Absolutamente. La verdad es que apenas recuerdo los momentos en los que el violín no era aún parte de mi vida. Aprendí a tocarlo a la vez que a hablar. Ha sido y es una parte esencial de mi existencia.
Sin embargo, el deporte también fue muy importante para usted durante su niñez y adolescencia. Hasta llegó a disputar un torneo de tenis a nivel nacional cuando contaba diez años…
Mis padres no eran músicos profesionales, por lo que no había en ellos una ansiedad por hacer algo así de mí. Lo que querían era que llegara a sentir el mismo amor por la música que ellos sentían. En todo momento su voluntad fue que yo tuviese una infancia normal. Por eso practiqué varios deportes durante la niñez: tenis, baloncesto y fútbol americano. Este último aún me encanta, pero no lo practico. Como mucho, aguardo con ansiedad a que se celebre la Superbowl. Como músico creo que esta carrera exige también distracciones para oxigenarse y no estar pensando en la música cada segundo del día.
¿Ser niño prodigio ayuda a comprender mejor lo que sentían músicos tan precoces como Mozart o Korngold?
En cada siglo ha habido muy pocas figuras de la talla de esos músicos. Si bien he sido un niño prodigio no siento que mi nombre esté a la altura de genios así.
¿Fue Josef Gingold su profesor más importante?
He tenido muchos profesores a lo largo de mi vida y cada uno ha desempeñado apropiadamente su papel. Puede que mi primera profesora, cuando contaba cuatro años, no fuese una gran violinista, ni siquiera una gran profesora. Pero me enseñó a amar el instrumento, que es lo que yo más necesitaba en ese instante, antes que otros fundamentos. Para mí, un profesor ha de ser alguien que hable contigo y pueda ayudarte a detectar tus problemas, para que así puedas hallar la solución a los mismos. Gingold me llevó a otro nivel, me descubrió todo un universo. Abrió para mí las puertas de la música como arte. Ha sido el más importante, sí. Pero reitero que todos han tenido su importancia.
¿Por qué sintió la necesidad de cambiar su Stradivari ‘Tom’ Tyler por el Stradivari ‘Gibson ex Huberman’ de 1713, que había pertenecido al violinista Bronislaw Huberman? Al hacerlo, tuvo que vender el primero por dos millones de dólares y comprar el segundo por cuatro. ¿Tanta es la diferencia de sus respectivas sonoridades?
Fue una cuestión de amor. Es como si a alguien que se hubiera casado dos veces le preguntases por qué cambió de mujer. En realidad, yo no tenía intención de cambiar de violín, estaba muy feliz con mi Stradivari. Pero entonces alguien me mostró el ‘Gibson ex Huberman’ y después de haberlo tenido tan sólo cuarenta segundos en mis manos sentí que tenía que ser mi próximo violín. Y por ese motivo, tuve que vender mi ‘Tom Tyler’, para poder comprar éste. La apreciación sobre por qué yo sentía que el Gibson era mejor es completamente subjetiva. Simplemente, sentí que con él podía alcanzar un nivel más profundo de musicalidad; y que sus posibilidades eran infinitamente superiores. Siento que con este instrumento he crecido como músico.
Ha participado en la grabación de algunas bandas sonoras cinematográficas de éxito, como Ángeles y Demonios, El violín rojo, Resistencia… ¿Qué han supuesto estas experiencias?
Me encanta el cine y por eso me resulta muy especial participar en la banda sonora de alguna película. Gracias a El violín rojo, por ejemplo, tuve ocasión estar en los Óscars, ya que John Corigliano fue nominado y ganó la estatuilla por la música de este film. Trabajar en el cine es verdaderamente excitante.
¿Puede ayudar la música cinematográfica a forjar amantes de la llamada música clásica?
Sí, creo que el cine en ocasiones puede ser un puente para atraer nuevos públicos a las salas de conciertos. La prueba la tengo en que en varias ocasiones se me han acercado espectadores que confesaban no ser melómanos. En realidad, se habían aficionado a escucharme gracias a la música de El violín rojo. Y eso les había animado a acercarse a ver algún concierto mío donde podía estar interpretando, por ejemplo, a Beethoven. Por tanto, el cine es un medio tan bueno como cualquier otro para crear afición.
Varios compositores han escrito obras para usted. ¿Podría destacar alguna a la que le tenga especial cariño?
Ya que hemos citado a Corigliano, que es uno de los compositores más importantes de los Estados Unidos; le diré que cuando acabamos la película le pedí que escribiera algo para mí a partir de la banda sonora. Y, así, elaboró un concierto de cuarenta minutos sobre temas de El violín rojo, que pienso que es una obra que perdurará mucho tiempo, acaso incluso más que el propio film. Este concierto es muy especial para mí.
Es muy famoso el experimento que usted realizó en enero de 2007 en el metro de Washington a instancias del periodista Gene Weingarten del Washington Post. Sin revelar su identidad, se puso a tocar el violín en la estación de L’Enfant Plaza y después de 45 minutos, recaudó 32,17 dólares de 27 pasajeros. ¡Y solo le reconoció una persona de las mil que pasaron por allí en ese lapso de tiempo!
Bueno, eso no está nada mal. No sé porqué tanta gente ha insistido sobre ello. No es una gran cantidad, eso es cierto, pero la idea del experimento era comprobar en qué medida la gente puede prestar atención a algo que se sale de la norma de los ambientes en los que se mueve cotidianamente.
Ara Malikian hizo lo mismo en el metro de Madrid y sólo recaudó 5,35 euros. Al menos tuvo usted un público más generoso.
La verdad es que llevo cinco años escuchando esta pregunta y no deja de resultarme curioso (ríe). ¡Yo hubiera olvidado esa anécdota después de una semana!
Hay una historia muy bonita que se le parece, pero el final es distinto. Le sucedió a Pablo Sarasate en Londres, en una noche de invierno. Iba por una calle con el gran tenor Julián Gayarre, también navarro, como él, y se encontraron un mendigo ciego con un violín. El hombre apenas sabía tocar cuatro notas y se moría de frío. Sarasate se puso entonces su capa, cogió su violín y comenzó a tocar, dejando maravillados a los transeúntes, que llenaron la gorra del mendigo. Y parece que también Gayarre se puso a cantar.
Es sorprendente. No conocía esa historia. Soy un gran fan de Sarasate. Tengo dos de sus autógrafos en la pared de mi casa. Y además, actualmente estoy interpretando sus Aires gitanos en mis conciertos. Fue un artista español muy importante.
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“No sé porqué dan tanta importancia a cuando toqué en el metro”
“Siento que con mi actual violín he crecido como músico”
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