por Isabel Mª Ayala Herrera
De no haber sido lo que fue, a Debussy le hubiera gustado ser marino. Él mismo lo reconoció en la entrevista concedida a una joven inglesa en 1889. Tiempo después, poco antes del estreno de la que ha sido denominada su “única sinfonía”, el músico francés escribía a su amigo Jacques Durand: “El mar ha sido muy bueno para mí. Me ha desvelado todos sus caprichos”. Y es que la sincera pasión que el compositor sentía por este elemento de la naturaleza nació con él y le acompañó a lo largo de toda su vida. De hecho, en su adolescencia estuvo destinado “a la grata carrera de marinero”, circunstancia bastante probable teniendo en cuenta que su padre trabajaba como oficial de la marina, lo cual se vio truncado por las vicisitudes de la vida. Únicamente traicionó este lazo en sus últimos años cuando, preso de una enfermedad en su torre de marfil, el océano le parecía lo suficientemente triste y huraño como para hacerle llorar. Esta mezcla agridulce de sentimientos y percepciones inunda de contenido los tres esbozos que componen La Mer, desde la serenidad del alba hasta el tumultuoso viento que agita el oleaje, en un cuadro visual donde la música lo invade todo.
Si existió un compositor a contracorriente a finales del XIX y principios del XX, incapaz de ser evitado, como sostiene Lang, por ningún otro músico posterior, este fue Claude Debussy (Saint-German-en-Laye, 1862 – París, 1918). Sus innovaciones compositivas, especialmente significativas en el campo de la armonía, constituyeron una de las alternativas al sistema tonal todavía predominante, de forma paralela a otras vías de “escape” como el cromatismo ampliado alemán, la música de los nacionalistas de la “periferia” europea o, finalmente, la ruptura atonal. Su estilo vago y ensoñador se cimentaba en la utilización de acordes por su color sonoro (no por su función armónica), el empleo de escalas exóticas (tonos enteros, pentatónicas) y antiguos modos, el tratamiento de la melodía como extensión del ritmo, convertida muchas veces en arabesco, la enorme importancia concedida a elementos que hasta el momento habían sido superficiales como la textura o la dinámica, la búsqueda de timbres inusuales recreando todo tipo de atmósferas, y la disolución de la superficie con técnicas de fragmentación. Por todo ello, esta música fue bautizada por los críticos con el título de Impresionista.
El término hacía referencia a la escuela pictórica del mismo nombre que comenzaba su declive, caracterizada no por contornos precisos, sino por pinceladas de color que el espectador debía reconstruir en su retina para conformar la imagen final. Al igual que en Monet, lo importante en la música de Debussy no es la construcción rígida (aunque en sus comienzos y en su etapa final se interesó por la música abstracta –no poética- y por principios estructurales de economía formal próximos al Neoclasicismo), sino la forma abierta y su capacidad de evocación. Recientemente muchos autores (Morgan, Thompson) coinciden en establecer un paralelismo más evidente entre la música de Debussy y otras manifestaciones artísticas del momento, en especial, la literatura simbolista (poemas de Mallarmé, Verlaine o Baudelaire constituyeron el programa de muchas de sus obras), precisamente por el valor sonoro que concedían a la palabra más que su a significado inmediato.
Debussy recibió su educación musical en el Conservatorio de París, donde fue tachado de “alumno difícil”. De hecho, era frecuente su distanciamiento de las normas al seguir un postulado estético fundamental, reproducido por G. Gourdet en su monografía sobre el compositor: “No hay teoría, basta con oír: EL PLACER ES LA REGLA”. Sin embargo, tendrá que aprenderlas para poder infringirlas. En alguna ocasión, su profesor de armonía, E. Guiraud, quien no era ajeno a la naturaleza extraña pero inteligente de su alumno, le reprochó aquella tendencia “hedonista” de componer lo que sentía en cada momento, llegando a anotar con respecto a Debussy en un informe: “escribe mal la música”. Realmente podríamos sorprendernos con esta sentencia y, más aún, si leemos la curiosa entrevista citada al comienzo de estas líneas, donde a la pregunta “¿con qué faltas es usted más indulgente?”, el compositor responde sin dudarlo: “Con las faltas de armonía”. A pesar de todo, consiguió ganar en 1884 el codiciado Prix de Rome con su cantata L´Enfant Prodigue, gracias a lo que pudo estudiar en Villa Medicis y Roma. A lo largo de su vida realizó innumerables viajes (Italia, Londres, Rusia), ocupando a partir de 1902 un lugar de privilegio en el panorama cultural parisino de principios de siglo. Su prosperidad se vio truncada en 1909, momento en el que le diagnosticaron un cáncer, enfermedad que acabaría con su vida en medio de los acontecimientos finales de la Primera Guerra Mundial.
Su estilo personal acusó, no obstante, influencias diversas. En primer lugar, el compositor parte de su entorno cercano, destacando los compositores de la Sociedad Nacional de Música, especialmente Chabrier o Fauré, activadores del renacimiento musical en Francia, inmersa en un panorama anclado en modelos germánicos. Sus obras desarrollaron un cromatismo creciente y una mayor intensidad de la expresividad. Al mismo tiempo, Debussy amplía su paleta sonora con músicas lejanas en el espacio, como la de los nacionalistas rusos (especialmente Mussorgsky) o la música del gamelán de Java que conoció en la Exposición Universal celebrada en París en 1889, y en el tiempo, destacando la utilización reiterada de los modos medievales. Admiró a Wagner, pero llegó a desconfiar de él porque “podría minar sus propias inclinaciones musicales”. En su recopilación El señor corchea y sus escritos dedica sus artículos a este tema entre otros. Finalmente, ensalzó el pasado musical de su país, sobre todo en sus últimos años. Debussy rozó prácticamente todos los géneros: música de cámara (Cuarteto en sol menor, grupo de Sonatas finales), música vocal (Canciones sobre cinco poemas de Baudelaire, Canciones de Bilitis, Sirenas), música para piano (Arabescos, Preludios, La catedral sumergida, Images, The Children´s Corner) y otros instrumentos solistas (Syrinx para flauta), ópera (Pelléas et Mélisende), páginas orquestales diversas (Preludio a la siesta de un fauno, La Mer), ballet (Jeux) e incluso música para escena (El martirio de San Sebastián).
La Mer constituye un punto central en su producción. Para muchos críticos y expertos supuso un notable giro en su escritura, menos etérea y evocadora que el Preludio o Pelléas, volviéndose más tangible. Quizá la obstinada pretensión de Debussy de renovarse, de ir más allá de lo que había conseguido, fue la responsable de este cambio. Comenzada en 1903, tras el estreno de Pelléas, fue finalizada dos años después, en un proceso de trabajo duro y entrecortado, regado por los sinsabores de su “caótica” vida amorosa. La nueva obra fue concebida durante las vacaciones en un lugar de mar, Bichain, en casa de los padres de su primera mujer, Rosalie Texier. Desde allí, hizo partícipe a su amigo André Messager del nuevo proyecto y, para que no se imaginase ese mar de Burdingan como un “paisaje de estudio”, el compositor se refirió a sus “innumerables recuerdos”, con los que justificaba, al mismo tiempo, este tributo al mar. Los tres esbozos sinfónicos, titulados en primera instancia: Mar bello en las islas sanguinarias, Juego de olas (mantenido en la versión final) y El viento danzando con el mar, cobraron forma en Jersey y Dieppe, donde residió en 1904 y fueron concluidos en Eastbourne, pequeño lugar de la costa inglesa.
De vuelta a París, “en medio de una nube que le separaba de muchos de sus amigos” como escribe Thompson, La Mer fue estrenada el 15 de octubre de 1905 en uno de los Conciertos Lamoreaux bajo la dirección de Camille Chevillard. A pesar de que su concepción de los esbozos sinfónicos estaba de acuerdo con los deseos de Debussy, sin embargo no fueron de recibo por la mayor parte del público. Thompson reproduce algunas de las críticas (hostiles en su mayoría) de las que fue objeto La Mer. Destacaron las de Pierre Lalo en Le Temps, a quien la obra parecía un cuadro de estudio, prosiguiendo con la conocida afirmación “yo ni escucho, ni veo, ni siento el mar”. Carraud declaró que los bocetos no daban una idea completa del mar ni reflejaban sus características esenciales, siendo la atmósfera menos sutil y fresca que casi sugiere “la posibilidad de que algún día tengamos un Debussy americanizado”. Entre los pocos partidarios se encontraba Calcovaressi, quien consideraba que la inspiración era más rotunda y de colores más fuertes que en obras anteriores. Sea como fuere, hasta que el propio autor no dirigió la partitura el 19 de Enero de 1908 en los Conciertos Colonne – si bien es cierto que nunca destacó por sus dotes como director orquestal- no gozaría de acogida entre el público. La división de opiniones estaba aún latente. En aquella ocasión se mezclaron con gran estrépito silbidos y bravos durante más de diez minutos, interrumpiendo incluso la interpretación de la Chacona de Bach a cargo del violinista Tibaud. Un mes después, repitió la experiencia en Londres, esta vez entre fuertes aplausos y sin silbidos.
Se ha llegado a afirmar que los veintitrés minutos de La Mer constituyen un cúmulo de “sensualidad sonora pura”. Es la obra orquestal más extendida de Debussy y también la más cercana a la sinfonía. Aunque cualquiera de los bocetos pueden ser interpretados de forma aislada, su unión es tan cerrada, en opinión de Thompson, que el separarlos parece tan dudoso como separar los movimientos sinfónicos ya que cada uno presenta aspectos diferentes del mismo sujeto. No obstante, en general carece de los puntos fijos que pueden reconocerse en la descripción de una sinfonía como la conformidad con patrones tradicionales, aunque el “nebuloso Debussy” se vuelve aquí más delimitado con un plan firmemente trazado. El aparente cambio de estilo al que anteriormente aludíamos está presente en una línea y color más definidos, el carácter más robusto y la textura más densa y polifónica, hallándose su precedente conceptual en Sirenas, perteneciente al tríptico sinfónico Nocturnos con coro femenino (solo vocalizaciones). Thompson afirma que los logros técnicos conseguidos aquí no serán sobrepasados en su obra posterior. La partitura, dedicada al publicista Jacques Durand, cuenta con una orquestación amplia (sobre todo en la sección de percusión), distribuida de forma desigual en los movimientos, siendo el último de ellos el más dotado: flautín, 2 flautas, 2 oboes, corno inglés, 2 clarinetes, 3 fagotes, 1 contrafagot, 4 trompas, 3 trompetas, cornetas, 3 trombones, tuba, sección de percusión (cajas, címbalos, tam-tam, triángulo, glockenspiel o celesta), 2 arpas y cuerda. Todos estos ingredientes hacen que visualicemos, como si se tratara de una inquietante película, los caprichos marítimos.
Amanece… El primer esbozo, titulado Del alba al mediodía en el mar, nos despierta con intriga en un aumento gradual de intensidad y de sonoridad. A modo de primer movimiento sinfónico, según Tranchefort, se estructura de forma tripartita: una introducción lenta, dos secciones centrales y coda. Un mosaico de fragmentos melódicos prácticamente yuxtapuestos constituyen la superficie espumosa del mar, todavía tranquilo. Como apertura, casi desvelando un misterio, se impone un escalonamiento de quintas huecas de las que brotarán los diferentes temas. El tema cíclico aparecerá después en una trompeta con sordina, con sabor modal, sufriendo varias transformaciones. Un “Moderato, no lento, con ritmo muy flexible”, se inicia con la salida del sol en las trompas con sordina con un arabesco que se irá glosando en la flauta, oboe… La segunda sección, más movida, refleja la suavidad de las olas en los chelos y posteriormente en las trompas, mientras que el tema cíclico hace su reaparición en la trompeta. Tras un período de inmovilidad se sucede la coda, con un tema solemne derivado del cíclico que hará su aparición en el último esbozo. Los instrumentos de metal dan la bienvenida al sol de mediodía junto con los brillantes címbalos en un deslumbrante acorde sostenido.
Nos adentramos ahora en un “mundo de diáfana fantasía”, próxima al trance, pero evanescente y fugitiva. R. Morgan analiza el comienzo de Juego de olas y concluye que Debussy consigue una única sonoridad estática de fondo, es decir, utiliza la base de un mismo acorde mantenido, pero la superficie es, en todo momento, dinámica. En el inicio, un solo acorde es dispuesto en una orquestación con efectos tímbricos sutiles y diferentes gradaciones dinámicas: patrones de quintas ascendentes y descendentes, arpegios de carillón y arpas. Es como el mar: “permanentemente cambiante pero siempre el mismo”, en palabras de Kramer. El procedimiento compositivo que utiliza aquí el autor es el de la yuxtaposición de partículas melódicas en lugar del desarrollo motívico, de tal manera que, como escribía Barraqué -uno de los principales analistas de la presente obra- esta “pulverización sonora” hace que “el tiempo musical se convierta en casi imperceptible”. No hay aquí temas pues, sino pequeñas moléculas, aunque podemos percibir el paso entre una sección preliminar y el verdadero desarrollo (“bastante animado”). Tras varios episodios en 3/4, se produce una cesura que “superpone las fusas de un mar centelleante a un motivo gracioso y ligero del clarinete” (Tranchefort), comenzando el “desarrollo” de los diseños precedentes. La trompa introduce la novedad con un elemento animado, preludiando la luminosidad posterior. Finaliza el esbozo con un “vals ebrio”, sobre pedal, desvaneciéndose todo en un transparente Mi mayor.
El dramatismo final del tríptico está consiguido plenamente en el Diálogo del viento y del mar. Concebido en forma de rondó, usual en los últimos movimientos sinfónicos, el estribillo representa el viento mientras que las dos estrofas encarnan el océano, en una lucha de fuerzas antagónicas, donde el concepto de lo sublime y de la violencia de la naturaleza se pone de manifiesto. Es más, algunos han interpretado este final como la evocación de un naufragio. El tema del viento es cantado majestuosamente por las maderas, siguiéndole sucesivas apariciones del tema cíclico “entrecortado por la tempestad”. Continúa la tranquilidad del estribillo y una segunda estrofa caracterizada por la “metamorfosis rítmica del tema cíclico”. La coda, tras la última aparición del viento, recuerda y combina material anterior, concluyendo la obra con un “trino exacerbado” de metales estrepitosos y seco golpe de metal, en una orquestación llena. Finalmente, contra todo pronóstico, el aire vence al agua.
En una ocasión previa a la segunda audición de los esbozos, Debussy escribió a Durand lo siguiente: “Aquí estoy de nuevo con mi viejo amigo, el mar; siempre está bello. Es realmente el elemento de la naturaleza que hace estar mejor que en el lugar de uno. Sin embargo, la gente no lo respeta suficientemente… No debería estar permitido bañarse en él a esos cuerpos deformados por una vida de trabajo diario: esto es suficiente para hacer que los peces lloren. En el mar debería haber sólo sirenas y como supones, ¿aquellos estimables seres consentirían regresar a las aguas frecuentadas por tan baja compañía?”. Sus palabras, atemporales, cobran plena vigencia en un mundo donde el hombre se empeña en vencer las fuerzas naturales, quedando impasible tras su destrucción. ¿Acaso la música podría redimirlo?
Grabaciones:
- Obra orquestal de Debussy y Ravel. Jean Martinon. Orquesta Nacional de l´Ortf y Orquesta Sinfónica de París. EMI Classics. Ref. 7243 575526 2 2
- RAVEL: Integral de las obras orquestales Coro y Orquesta Sinfónica de Londres. Claudio Abbado Deutsche Grammophon 469 354-2
- RAVEL: La mer, etc. Orquesta Sinfónica de Montreal Charles Dutoit. Decca. 460 217-2
Glosario:
Arpegio: Término derivado de la técnica del arpa consistente en la ejecución sucesiva pero continuada de las notas de un acorde.
Pedal: Nota mantenida sobre la que se suceden distintos acordes o melodías, ejerciendo de polo de atracción de la tonalidad de la pieza o pasaje.
Desarrollo motívico: Procedimiento compositivo distinto a la yuxtaposición consistente en explotar un motivo rítmica, melódica, armónica, tímbrica o texturalmente para crear nuevo material compositivo. Este trabajo del material musical fue una constante del período Clásico-Romántico.
Forma abierta: Estructura sin repeticiones y sin verdadera unidad temática.
Escala de tonos enteros: Aquella escala que divide la ocatava en seis partes iguales, distando entre sus sonidos un tono (do-re-mi-fa#-sol#-la#-do), confiriendo una sonoridad “enigmática”. Aunque Debussy no fue el primero en introducirla en la música occidental (contando con precedentes como Liszt), sí fue el que la utilizó de forma sistemática.
Modos: Escalas o sistemas de organización sonora cuya peculiaridad sonora radica en la distinta ubicación de los tonos y semitonos. A diferencia del sistema tonal, no existe una red de relaciones jerárquicas entre los grados de la escala o funciones perfectamente delimitadas. Hasta la implantación de la tonalidad en el siglo XVII, la música occidental se basaba en una serie de modos de los que se primaron dos, dando lugar al mayor y menor). A finales del XIX, algunos compositores se vieron fascinados por la música modal, como alternativa a la armonía tonal y rescataron algunos de estos modos “medievales” (dórico, frigio, lidio, mixolidio, eólico, etc.) y otros exóticos o procedentes del folklore de su país.
Trino: Ornamento melódico consistente en la alternancia rápida de una nota dada y la conjunta superior.