Por Carlos Tarín
La producción de cada artista suele estar estrechamente emparentada con su biografía, y así había sido también en Beethoven desde su «Primera Sinfonía»: un compositor ya «mayor» -treinta años-, en una etapa de plenitud, deja ver el mundo haydniano con transparencia, aunque le aporta el sello donde ya esboza su figura. La «Segunda» coincide con la crisis de Heiligenstadt, pero la angustia no llega a alcanzar la obra; la «Tercera», como es bien conocido, permea las esperanzas postrevolucionarias de Beethoven y su frustración al ver a Napoleón coronarse emperador; la «Cuarta» trasluce el ardor vital que le augura su feliz relación con Teresa von Brunswick. La «Quinta»… es su vida, es su lucha contra su destino, que le golpea duramente donde más le afecta -desde el contundente y definitorio motivo inicial en la tonalidad de la sinfonía, Do menor-, pero al que hace oídos sordos y finalmente encara -triunfal Do mayor postrero-. Es también el de la superación de su amor frustrado por Teresa, por la que interrumpió la sinfonía para dar paso a la más luminosa «Cuarta».
El nacimiento de la sinfonía no está suficientemente documentado, e incluso algunos estudiosos dejan constancia de la aparición de su obsesivo motivo ya en las obras de juventud. Sin embargo no será hasta 1803 cuando se encuentren pruebas del primer boceto, que se terminará en 1808, el año en que también concluye la Sexta, estrenándose juntas, e incluso llegando a aparecer con inversa numeración (resultando, pues, «la Pastoral», «Quinta»).
I
. No creemos que sean muchos los que recuerden cuándo escucharon por primera vez el conocido tema inicial que abre e identifica la sinfonía; para la mayoría no sólo se relaciona con Beethoven, sino con el mundo sinfónico o, más popularmente, con la música clásica en general. Su sencilla estructura bate con la suficiente fuerza como para centrar nuestra atención en un primer momento, y conseguir, eclosionándola, mantener y acentuar este interés durante toda la obra.
Aunque de una manera no muy agradecida Beethoven negara aprendizaje alguno de su pupilaje con Haydn, es su modelo estructural -el más extendido en la época, antes que el mozartiano, de reconocimiento no tan amplio- el que sigue el músico, desde su plantilla orquestal -que aumentará en el movimiento final con trombones, flautín y contrafagot-, a esa idea característica de desarrollar al límite un motivo o tema, si bien es verdad que Beethoven sobrepasa la forma que le es dada, la ensancha y consolida.
La «Quinta», sobre todo, es un ejemplo de unidad en todos los sentidos: en primer lugar por el concepto rítmico que invade todo, capitalizado por el famoso motivo que impregna la sinfonía, algo que más adelante dará lugar al carácter cíclico de la forma sonata, añadiendo con ello otro factor que la simple unidad armónica. Por otro lado, Beethoven demuestra esta idea y además añade un concepto del equilibrio que asombraría a quienes pensaron que ésta era una sinfonía anárquica: sirva como ejemplo el primer movimiento, cuyas secciones (Exposición-Desarrollo-Reexposición-Coda) tienen 124, 124 125 y 129 compases respectivamente.
El tema se expone en «fortissimo» y al unísono en cuerda y clarinetes en Do menor. A partir de aquí, será el encadenamiento motívico el que forme el substrato melódico de este primer y ensombrecedor tema. Puede que fuese solo recurso formal o acaso un expresivo juego de tensiones internas -e incluso personales- lo que mueve a presentar el tema en forma descendente, para ser contestado una y otra vez ascendentemente desde el registro más bajo -viola, luego violonchelos y contrabajos- en bizarro desafío a la dirección adversa del destino. Pronto los violines, voz acreditada de la orquesta, también cambiarán el sentido de la propuesta (tanto de la secuencia como de la conclusión), a la vez que se suprime la blanca a la que abocaban las tres corcheas, con lo que el ritmo melódico aumenta y la tracción también. La dirección varía ligeramente el motivo, para volver a caer en forma de arpegio de tónica y dominante; por último, el vértigo de tan impetuoso inicio se detiene sobre la dominante del segundo tema.
Sobre la sinfonía, como sobre el mismo compositor, pesa el mito de la inventiva sin paliativos y esfuerzo, y sus salidas de tono, tanto en la vida como en la estructura formal de su obra, se explicaban por la voluntad de un genio que nada tenía que explicar, y al que todo finalmente le cuadraba; sin embargo, numerosos bocetos precedieron al arrollador motivo para que, aprovechando su simplicidad, desplegase toda su fuerza cen-trífuga y no se agotase en un infructuoso ejercicio académico (la antedicha distribución uniforme de compases de las secciones no puede ser casual).
Armónicamente, el tema se expone desde una ambigüedad tonal consciente, en donde se juega durante los primeros cinco compases de presentación con la posibilidad de una tónica en Do menor o en Mi bemol mayor, ya que la idea aparece enunciada al unísono sobre dos notas comunes a ambos acordes (Sol y Mi bemol). Igual sucede con la dominante, de la que sólo aparecen Fa y Re, posibles candidatas tanto a séptima de dominante de Sol mayor como a Si bemol mayor, de manera que la reconstrucción armónica no se empieza a clarificar hasta la aparición de Do como nota pedal en el violonchelo.
El segundo tema, en el relativo mayor Mi bemol, es también de sencilla factu-ra, lírico y cantable, aunque violonchelos y contrabajos no olvidan el motivo impulsor que impele la obra, y que consigue que no pierda esa energía contenida, ese inquie-tante nervio interior. Todavía Beethoven estructura los temas en la disposición clásica de pregunta y respuesta, aunque la distribución de las ocho negras que lo forman se torne irregular (Si-Mi-Re-Mi-Fa-Mi, Do-Si), como ratifica el motivo principal en la cuerda grave. El antecedente será expuesto tres veces (por violines, clarinetes y flautas), mientras el consecuente evoluciona formando una extensión de la frase que culminará en un «fortissimo», coincidiendo con una idea secundaria, que preludia el episodio codal de la exposición. Ésta se limitará a retomar con entereza el tema capital sobre Mi bemol, que permitirá primero volver al comienzo (si el director respeta la repetición), y luego llevará al desarrollo.
Aunque se suele considerar éste como patrimonio exclusivo del primer tema, no es del todo cierto. Porque el simple motivo que une significativamente ambos temas principales, asignado a las trompas, no sólo se relaciona directamente con el principal, sino que su contorno melódico incluye las notas estructurales del segundo, de manera que justificaría plenamente su papel bisagra. Atendiendo a esto, Beethoven lo vuelve a traer al desarrollo, compartiendo cartel -y expuesto de forma bien diferenciada- con el principal. Y es más, protagonizará uno de los pasajes más valorados de la sección: la fragmentación del motivo, que primero se expone mutilado en las maderas sin la blanca final, siendo contestado antifonalmente por la cuerda con otras dos blancas, manteniéndose así durante catorce compases, a partir de los cuales el diálogo se reduce a una sola blanca durante dieciocho, en un continuo «diminuendo». A partir de aquí, el transicional motivo, que parecía agotado, renace en «fortissimo», volviendo otra vez al balanceo antifonal de una sola blanca; y de nuevo Beethoven juega al despiste, porque cuando nos da a entender su vuelta, en realidad retoma el principal -tal es su parecido-. Sin embargo, el otro ha vuelto a cumplir con su papel de eficaz intermediario.
Aunque con ello parece comenzar la reexposición, no será hasta la reaparición inmediata del tema en la altura, y sobre todo en la tonalidad original, cuando deba considerarse iniciada la misma. Ésta debería ser literal, según los cánones de la época; pero no. El oboe inicia un casi imperceptible canto de notas largas, cuyo ritmo melódico se va acortando hasta finalizar en la famosa fermata, tras la semicadencia que lleva el movimiento de la tónica a la dominante. El referido enlace al segundo tema, que Beethoven respeta en el tono principal de Do menor, es realizado esta vez por los fagotes, en vez de las trompas. Esto no supone sólo una controversia analítica, sino en todo caso, interpretativa: prácticamente todas las grabaciones hacen recaer nuevamente en las trompas tan emblemático motivo, si exceptuamos las de ciertos historicistas, como Gardiner. Este hecho -al igual que algunos otros- ha servido para enfatizar la figura del músico de Bonn como gran arquitecto de formas y no tan buen orquestador. Turina, por ejemplo, considera este cambio tímbrico «algo grotesco», y los directores, aunque no lo dicen, deben considerar algo parecido al no respetarlo. Para Tovey se debe a la imposibilidad de las limitadas trompas para cambiar a Mi bemol, y por ello considera que no hay razón alguna para que sustituyan a los fagotes como en la exposición, gracias a que los modernos instrumentos lo permiten.
La coda supone un aumento de la tensión, producida, de un lado, por el forcejeo nuevamente antifonal de viento y cuerda, que coincide con una progresiva ascensión de las dinámicas y, por otro lado, debido al ascenso gradual de la nota tónica aguda (Do), que sube a Re bemol y finalmente a Mi. No tendrá que esforzarse el auditor, porque el motivo es repetido insistentemente, y los cambios son ostensibles. El carácter rítmico que desde un principio dejaba ver el tema es acentuado ahora por los timbales. Dos últimas vueltas de tuerca constructiva: aparecen unas escalas a las que violas y violonchelos acompañan con un contracanto derivado del motivo principal y que se mueve por terceras descendentes; le sigue un tema que pudiera parecer nuevo, pero que a la vez se deriva de una expansión del principal.
II
. Para el «Andante» Beethoven se salta nuevamente las reglas y nos lleva a la tonalidad de La bemol mayor, una arriesgada relación mediática, algo lejana de los tonos más próximos a Do. Adopta la forma de un particular tema con variaciones, que constituye el argumen-to estructural del movimiento. El tema es ceremoniosamente expuesto por violas y violonchelos, en ritmo galantemente apunti-llado, dispuesto en tres seccio-nes. Pero desde el tercer compás nos aparecen las tres corcheas y una negra características del tema unificador de la sinfonía. La primera termina en una reflexiva cadencia en la que se desdobla el acorde de tónica, para caer una tercera menor baja, repitiéndose en eco dos veces más, la última en la madera. Y lo que era cola, Beethoven lo convierte ahora en cabeza, eliminando el puntillo, dando lugar a la intensa y breve sección si-guien-te (cuyo final se vuelve a repetir tres veces). La tercera parte del tema (clarinetes y fagotes) tendrá igualmente un comien-zo ana-crúsico de indudable parecido con el de apertura, y aunque se iniciará en «pianissimo», no tardará en romper en un inespe-rado alarde de fuerza. En la última sección, oboes, trompas y trom-petas despliegan todo su poder («sempre ff») para exponer triun-falmente el motivo, sobre unos tresillos en la cuerda que resque-brajan la uniformidad del marcial canto. La cuerda repetirá tres veces la cabecera del tema (común a las tres secciones), y con un suave cromatismo, ascenderá hasta la primera varia-ción.
Ésta se caracterizará por una ornamentación y regularización rítmica de la melodía, así como por la injerencia de una nota pedal en el clarinete; la segunda sección permanecerá exactamente igual, y la tercera se verá incrementada con el ritmo acusado primero de los violonchelos y luego de la cuerda, así como por la presencia del timbal sobre el motivo de toda la sinfonía. Para la «segunda» variación, Beethoven adorna aún más la melodía (pedales iniciales ahora en flautas, oboes y fagotes). El tema se repite tres veces, la tercera de las cuales se expondrá en violonchelos y contrabajos, mientras que toda la orquesta acompaña en forte. Es éste otro de los erro-res tímbricos que algunos analistas -como Pérez de Arteaga- señalan, ya que en su ejecución en directo el tema se diluye en su acompañamiento. Quizá, al ser una variación, pudiera haber querido Beethoven resaltar el efecto tímbrico, puramente «textural», que provoca toda la orquesta sobre una armonización diferente a la del tema inicial (todo se mueve homofó-nicamente), dando lugar a un intenso ritmo «melódico-armónico», y en el que la acusada ornamentación de la melodía sirviese como atavío para romper el contundente y monolítico avance de toda la orquesta. La segunda sección evoluciona esta vez a partir de la cabe-cera, en una serie de escalas que confluyen y divergen, hasta la llegada ampulosa de la tercera sección, que se realza aún más alargando el final de cada motivo. La variación termina con una de las muestras magistrales beethovenianas de desarro-llo rítmico-melódico: la cabecera del tema se repite (sí, tres veces), la última de los cuales evoluciona a tresillos de semicorcheas y luego consigue aumentar su tensión por fusas, con las que llegamos a la «cuarta» variación. Expuesta en La bemol menor, de respiración entrecortada, siempre nos ha recordado una especie de ceremonioso cortejo renacentista, en su sencilla pero muy efectiva armonización. Las fusas se hacen escalas y, como tales nos llevan a la «quinta» y última variación, expuesta en notas más agudas, con un decidido carácter sinfó-nico y un persistente ritmo de fusas en la cuerda grave. La segunda sección quedará igual y nos conducirá a una Coda («Più mosso»), de apremiante mesura, que tras la inamo-vible segunda sección volverá al tema, desarrollando por última vez la célula inicial hasta trasladarnos contrastada-mente al fin.
III
. Marcado como «Allegro», en realidad se trata de un «Scherzo», por su ritmo y la inclusión de un «Trio» interior, tampoco explicitado, ejemplo del siempre innovador mundo beethoveniano. La principal novedad consiste en este caso en la continua alternancia de un tema algo sombrío, que asciende con sigilo en la tonalidad principal de Do menor en violonchelos y contrabajos, en forma de amplio arco, dotado también de un inmediato consecuente, repetido primero en los violines y luego en las maderas. No tardará en contrastar con otro de un cierto carácter fanfárrico, basado claramente en el motivo central de la obra, esta vez variado por aumenta-ción (tres negras y una blanca con puntillo, sobre ritmo ternario), también en la tonalidad principal, con unas zigzagueantes armonías de tónica-dominante. Pero no será el único centro armónico: la repetición del motivo se realizará sobre Mi bemol menor; la siguiente recapitulación del primer tema lo será sobre Si bemol menor, luego vuelta a Do menor, continuando inmediatamente en Fa menor, hasta llegar nuevamen-te a Do menor, en donde el tema se desarrolla y nos conduce al «Trio», anticipándonos en él la tonalidad triunfante de Do mayor.
Éste se inicia en los violonchelos y contrabajos, y dará lugar a un episodio fugado, al que responderán violas y fagotes. No parece sino la inversión rítmica del principal (es decir, negra-tres corcheas, repetidas), seguida de grupos de tres negras a una distancia generalmente de terceras, que servirán como contrapunto cuando pase el tema a las violas y posteriormente a los violines. Tras la elaboración y final codal del tema, se repetirá ligeramente variado. Vuelve el «Scherzo» también con ligeros cambios, y esta vez en vez de repetirse se abrirá una coda cuando violines -alternando con los fagotes- evoquen el segundo tema, a los que se sumarán los timbales, que primero distanciarán su batir y luego lo acelerarán. Sobre esta vorágine se nombrará por última vez el primer tema para que, junto a evidentes saltos en los violines, entremos de manera triunfal y sin respiro en el cuarto movimiento.
IV
. No hay duda: el despliegue triádico sobre un brillante Do mayor habla de triunfo y despejan cualquier sombra. La reserva de los trombones para este momento refuerza la brillantez del mismo, algo inaudito para la época; parece ser que es la primera vez que se usan en una sinfonía, si bien en la ópera Gluck y Mozart ya los habían utilizado. Es a esta magnificencia desconocida en la época a lo que seguramente Goethe se refería cuando afirmaba que parecía que la casa podría caerse. El efecto se realza también por la extremosidad de las polaridades que aportan el flautín y el contrafagot, que también se desenfundan ahora. Unas escalas sobre Do mayor (tres) llevan a un encadenamiento de motivos interrumpidos (3+3), que conducirán a un característico motivo complementario en las trompas, todavía sobre la tonalidad principal del movimiento, cuya evolución nos lleva finalmente al segundo tema en Sol mayor: un tresillo y una negra, agrupados en tres células rítmicas, que inmediatamente se repite invertido y luego salta; obsérvese la inclusión nuevamente -como en el primer movimiento- del motivo de la sinfonía en la cuerda grave en, como entonces de forma ascendente. Se completa con otro tema, bien elogiado por su construcción armónica, expuesto por clarinetes, fagotes y violas.
El desarrollo se presenta con una clara apuesta hacia la dominante de La mayor, con un continuo trémolo en los violines que realzan su comienzo. Predomina en la sección el segundo tema y el secundario de éste, con el insistente motivo conductor siempre presente, a los que se añade otro motivo con carácter de contrapunto, que parecerá tener el don de la ubicuidad.
Pero la verdadera sorpresa del movimiento es la aparición del tema por aumentación del tercer movimiento, enunciado por los clarinetes. Es seguramente desconcertante, y redunda en la idea de unidad de la obra, pero la genialidad de Beethoven ya había sido antes empleada por Haydn, el maestro del que se supone que no aprendió nada. La reexposición no presenta más novedad que una prolongación de una veintena de compases en la sección de cierre, para pasar a un último motivo que abre la coda, introducida por el viento y emparentada con la idea secundaria del primer tema. De nuevo otra demostración de destreza rítmica nos lleva al «Presto», que retoma la idea secundaria del segundo tema. En el final hay una auténtica afirmación de Do mayor, tanto en acorde como en el despliegue melódico del primer tema, una auténtica afirmación de su fe, de su lucha, de su victoria final y decidida ante el destino.