Por Joaquín Martín de Sagarmínaga
Como ya se adelantó, la consolidación de su nombradía fue lenta. Tras una serie de éxitos referidos a novedades de un cierto tono menor, Gioacchino Rossini vino a imponerse con el estreno en 1812 de «La pietra di paragone», que muchos expertos consideran la primera pieza musical importante nacida expresamente para este teatro. Otros triunfos del propio Rossini, de Donizetti o de Bellini -y no fue el menor el estreno de «Norma», obra del último, llevado a cabo en 1831 con un soberbio reparto en el que sobresalió Giuditta Pasta-, contribuyeron a consolidar el prestigio del flamante coliseo. Además de los espectáculos operísticos que le son propios, La Scala albergará también costosos «ballets», actuaciones de grandes virtuosos instrumentales -como Paganini o Liszt-, y será centro indiscutible de eventos de gran brillo social. Stendhal dijo de ella que era como «el salón de la Villa», donde el público acudía a desgranar con delectación el último comentario mordaz, se urdían intrigas políticas o amorosas y los asistentes vibraban con ese fervor que la cámara de Luchino Visconti captó tan certeramente en las primeras escenas de «Senso».
Su majestad el divo
Pero no sólo de estrenos vive el melómano. Sin negar la labor preeminente de tantos compositores, la historia de este teatro está llena de veladas artísticamente memorables a causa de sus intérpretes, fueran éstos cantantes, directores o escenógrafos. El estudioso Carlo Gatti narra con gran emoción (un sentimiento que logra transmitir certeramente a los lectores), el regreso en 1899, tras varios años de ausencia, del coloso Francesco Tamagno para interpretar el «Guillermo Tell» rossiniano, la más incantable de las óperas. Anunciado a última hora, Gatti dice de él: «Tamagno superaba por mucho la consideración y el afecto del público a los más celebrados tenores del teatro lírico de entonces. Faltaba de La Scala desde 1887, el año de su triunfo como protagonista del «Otello» de Verdi. Su voz tonante y su figura gallarda eran la mejor garantía de un nuevo éxito clamoroso en la parte de Arnoldo de la gran ópera rossiniana. El 10 de abril consiguió un óptimo triunfo». Veladas como ésta se cuentan por docenas en la historia de coliseo milanés, afortunadamente para sus abonados.
Fue La Scala también, ciertamente, una de las primeras instituciones en potenciar el papel del director de orquesta, del maestro concertador que dictaba desde el foso las indicaciones que aseguraran que la aventura lírica llegara a buen puerto. Más o menos con el nuevo siglo (en 1896, y con análoga fuerza a la de los propios compositores), el teatro verá brillar el astro coruscante de Arturo Toscanini, responsable de docenas de producciones que en su día causaron sensación y exiliado por propia voluntad a los Estados Unidos durante la época de dominación fascista. Cleofonte Campanini o Leopoldo Mugnone, en los tiempos de juventud toscaniniana, Victor de Sabata durante los años cuarenta y principios de los cincuenta, o los montajes de «Macbeth» o «Simon Boccanegra», debidos al binomio integrado por Giorgio Strehler y Claudio Abbado en los setenta -por no hablar de la etapa de Riccardo Muti, su actual titular-, han dejado también su impronta personal en muchas veladas imborrables.
Constelación de figuras
A estas alturas parece casi superfluo, por obvio, recordar nuevamente que por La Scala milanesa han desfilado siempre los más grandes cantantes, los más solicitados. Baste citar, como recordatorio, los nombres de algunos de especialmente relevantes, como son Rubini, la Patti, Masini, Gayarre, el ya mentado Tamagno o Kaschmann en el siglo pasado; en el nuestro Ruffo, Stracciari, Galeffi, Caruso (aunque aquí cantara mucho mucho menos que en el Metropolitan), Russ, Barrientos, Gigli, Cigna, Pertile, Merli, Stignani o Simionato, por no hablar del lujoso quinteto sobresaliente en los años cincuenta, que incluye a Maria Callas, Renata Tebaldi, Mario del Monaco, Franco Corelli y Giuseppe di Stefano, o de un cuarteto de tenores -los más célebres de nuestro tiempo- que actuará con posterioridad y que, sin duda, el lector ha añadido ya por cuenta propia: Luciano Pavarotti, Alfredo Kraus, Plácido Domingo y José Carreras.
Meca de futuros grandes cantantes y también de grandísimos ilusos, sin auténticas condiciones, La Scala tiene tanto poder de irradiación que no se agota en estas referencias, por fastuosas que de hecho sean. A un tiro de ballesta del teatro está también la legendaria Casa Ricordi (tema central de otro famoso filme), aquella que fundara el violinista Giovanni Ricordi a comienzos del pasado siglo y cuya actividad en el terreno de la edición de partituras corre pareja con el propio devenir del teatro hasta el punto de confundirse muchas veces con él. Son famosas la Piazza del Duomo y la gran galería Vittorio Emmanuelle -que circunda el elegante coliseo-, así como es mítico el Café Biffi -que conserva su nombre en la actualidad, aunque probablemente no todo su sabor- , en su día centro de reuniones y tertulias de todo operófilo que se preciara. Este era el lugar desde el que, según cuentan, nuestro gran tenor Hipólito Lázaro voceó en cierta ocasión con su voz torrencial el nombre del periódico que quería comprar sin tener que acercarse al vendedor, o desde el que el portorriqueño Antonio Paoli, también tenor, observaba pasar a los transeuntes con gesto de desdeñosa superioridad, atrabiliario aspecto y berberisca barba. También, muchos de los primeros discos de 78 revoluciones por minuto, de los primeros que suenan realmente bien, entendámonos, fueron grabados en los inicios de nuestro siglo. En los catálogos, verdadero alarde de coquetería algunas veces -no digamos ya las etiquetas-, no es raro leer: Soprano Celestina Boninsegna, Tenor Giuseppe Anselmi, etc. Y debajo, con orgullo, como sinónimo de elevada calidad: artista del Teatro de La Scala de Milán.
Se dice que en los tiempos recientes La Scala se ha convertido en algo parecido a un teatro experimental, donde no cantan siempre los más consagrados. Plataforma de intereses de los agentes y de personas bien conectadas en el mundo de la política, cabe preguntarse qué gran teatro carece hoy verdaderamente de estas presiones. Sea como fuere La Scala, ofrece todavía una saludable mezcolanza de nuevos y viejos valores, de esperanzas de la lírica y veteranos consagrados. Si es cierto que ya no hay luminarias del calibre de Callas, Tebaldi o Caballé, ni barítonos de la casa como Piero Cappuccilli -un tiempo omnipresente en estrenos y funciones de gala-, en los últimos años el público ha seguido teniendo algunos artistas predilectos, ésos que forman parte de la escueta nómina de privilegiados que asociamos con un determinado teatro. En este sentido, Mirella Freni o Mariella Devia, Samuel Ramey o Renato Bruson, también han sido -y siguen siendo- protagonistas de alcance histórico en la crónica reciente de este gran coliseo.