Por Helena S. Kriúkova
Laserna (1715-1816) fue uno de los autores españoles más prolijos de la segunda mitad del siglo XVIII. Llegó a escribir alrededor de ochenta sainetes, cien comedias y un Concierto para dos trompas. A partir de 1779, ocupó la plaza, creada especialmente para él, de compositor de compañía en uno de los teatros madrileños. Durante muchos años escribió varias funciones semanales; hoy en día, se conocen más de ochocientas tonadillas escénicas suyas.
Parece ser que la primera tonadilla escénica – término introducido por Subirá- Una mesonera y un arriero, del compositor y flautista catalán Luis Misón, fue estrenada en Madrid en el año 1757, cien años después del estreno de la primera zarzuela. Si la tonadilla consistía en una breve canción acompañada de guitarra y se intercalaba entre los actos de la comedia, la tonadilla escénica tenía argumento propio, acompañamiento orquestal y llegó a durar de veinte a treinta minutos. En Francia, por ejemplo, las compañías de teatro de feria -compuestas inicialmente por acróbatas, comedores de sables y de fuego, por domadores, marionetistas, bailarines, y rivales, junto con el teatro italiano, del monopolio ejercido por la Comédie Française desde 1680- fueron añadiendo a sus espectáculos pantomimas acompañadas de melodías populares y, más tarde, comedías con diálogos y canciones intercaladas. Al principio del siglo XVIII apareció en sus carteles la palabra vaudeville, que en el siglo XV designaba un espectáculo con canciones, danzas y acrobacias, y que a partir del siglo XIX daría paso a la llamada comedia ligera de Scribe y de Labiche.
La tonadilla escénica alcanzó su plenitud con las obras del catalán Pablo Esteve y del navarro Blas de Laserna, coincidiendo en el tiempo con la inauguración de los primeros cafés con música, o taproom concerts, en Inglaterra. Los espectáculos representados en los años setenta del siglo XVIII dentro de las tabernas urbanas inglesas se convertirían en la segunda mitad del siglo XIX -en Inglaterra, Francia, Alemania y Estados Unidos- en el género conocido por music-hall, revista de variedades, variety show o vaudeville show. En cuanto a la tonadilla escénica, desapareció de los teatros españoles en el segundo decenio del siglo XIX; hasta el siglo XX, llegaron aproximadamente dos mil obras manuscritas.
Mientras tanto, en los años ochenta y noventa del siglo XVIII, la cartelera del Teatro del Príncipe (inaugurado como corrala en 1583, convertido en Coliseo en 1745 y llamado Teatro Español en 1849) podría parecernos hoy extrañamente heterogénea por incluir desde las tragedias de Corneille y Racine -introducidas por el marqués de Grimaldi y el conde de Aranda- hasta las obras de carácter religioso, muy de moda, como, por ejemplo, La mujer más penitente y espanto de caridad; la venerable hermana Mariana de Jesús, hija de la venerable Orden Tercera de la Penitencia de N.P. San Francisco de la ciudad de Toledo, de un tal José Lobera, así como comedias de magia y dramas históricos.
Aunque la distribución interior del edificio teatral siguió siendo aquella propia de las corralas -los aposentos, la cazuela, el patio (de butacas) y las lunetas- y el personaje de Julio César aparecía llevando una peluca empolvada, una casaca y la espada del siglo XVIII, los desgastados decorados habían sido renovados, la orquesta fue mejorada, aumentó el precio de las entradas y el público maleducado era reprimido por la policía. Y fue cuando en las Listas de las Compañías habían aparecido nombres de pintores- decoradores- maquinistas: Felipe Fontana, los hermanos italianos Tadei, Alejandro González Velázquez, Jean Blanchard y Francesco Lucini, entre otros.
Si partimos de las descripciones realizadas por testigos oculares, deberíamos quizá llegar a la conclusión de que los decorados del teatro español del último cuarto del siglo XVIII representaban una especie de fusión entre los modelos acuñados por el teatro del Corral, el teatro italiano «degli apparati» y el teatro barroco. Según todos los indicios, el primero en introducir el modelo del teatro italiano en España fue Giulio Cesare Fontana (1593-1627), quien había construido un «teatro portátil» en Aranjuez (1622). En 1626, Felipe IV -amante del arte dramático y aficionado a visitar de incógnito los Corrales de la Cruz y del Príncipe- invitó a Madrid al ingeniero y arquitecto Cosimo Lotti. El florentino, encargado de los jardines, de las fuentes y de la técnica teatral, construyó un «tablado portátil», rehabilitó una de las salas del Palacio del Buen Retiro convirtiéndola en teatro e implantó la maquinaria italiana y el telón de boca, desconocido hasta entonces en España.
En la Historia del Decorado y de la Escenografía, el siglo XVIII fue un período de transición. Los cantantes han empezado a ser más importantes y mejor considerados que los arquitectos- escenógrafos; la visión del arquitecto estaba dando paso a la primacía de la visión del pintor, y la influencia del teatro italiano fue sustituida paulatinamente por el modelo del teatro francés, – en 1791, había sesenta y dos teatros funcionando en París- los escenarios europeos del siglo XVIII – comienzos del siglo XIX tenían que ser capaces de «ubicar las maravillas más maravillosas», eran grandes, inclinados, con hombros amplios, una escotilla como mínimo y telón de boca tipo guillotina, decorado con una escena mitológica y muchos flecos dorados. Los decorados -realizados en madera, lienzo, cartón, tul y gasa- tenían que representar majestuosas catedrales góticas, fantásticos palacios orientales, boudoirs al estilo rococó, cárceles megalíticas, floridos valles, lúgubres castillos, buques que naufragaban, el Infierno y jardines encantados, campos de batalla y chozas tan lujosas como los palacios. Los pintores- decoradores- ingenieros franceses, austríacos, alemanes y algún que otro italiano (pero ya menos), solían ser grandes inventores -al igual que sus predecesores, los arquitectos- escenógrafos italianos- y portadores de dos títulos superiores, el de Bellas Artes y el de la Escuela de Politécnica. Sus diseños eran eclécticos, decorativos, un tanto fríos, efectistas e incluían todo tipo de transformaciones -cambios rápidos de decorado-. En cuanto a la iluminación, se utilizaban velas y lámparas de Argand, más conocidas como quinquets, que el suizo Aimé Argand empezó a fabricar en 1784 en Inglaterra. Las lámparas, a base de aceite o de petróleo, permitieron aumentar la intensidad luminosa y redujeron considerablemente la cantidad de humo. Parece ser que el primer teatro en utilizar el gas, a partir de 1803, fue el londinense Liceum. Si los críticos teatrales españoles de la segunda mitad del siglo XVIII consideraban la iluminación a base de los quinquets excesivamente cruda para poder conservar la ilusión, o la magia, teatral, el gas ofrecía prácticamente los mismos inconvenientes. Los actores «recibían la luz de abajo hacia arriba», cuestión tachada por los especialistas como «antinatural», la vista del espectador «se fatigaba contemplando aquella luz deslumbrante», más existía un grave peligro de incendios, -a pesar de que un industrial francés, Carteron, había conseguido fabricar una sustancia que hacía incombustibles las telas -. Y fue tan sólo el uso de la electricidad, que entró en la práctica teatral durante la década de los ochenta del siglo XIX, el que permitió resolver por fin uno de los problemas más importantes: regular la iluminación del escenario.
Es el marco histórico, definido de manera muy escueta, en el que «tiene lugar», y en el mismo Teatro del Príncipe, el ensayo general de «la función a beneficio de las señoras María Pulpillo y Joaquina Arteaga», función que se compondrá de tres tonadillas escénicas del maestro Laserna: La dama del mal humor, El caballero y la modista y El viejo desengañado. Se trata, por lo tanto, – en lectura del director y del equipo técnico- artístico- del género conocido como teatro dentro del teatro. Y también, de una especie de pequeña ópera cómica, que, al introducir el «hablado», se acerca a los intermezzi cómicos y a los espectáculos representados a principios del siglo XVIII en los teatrinos de las ferias parisinas.