Por Jordi Casanovas
Lawrence Foster (Los Angeles, 1941) es el director titular de la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña (OBC), cargo al que accedió en 1995, tras una carrera internacional que le ha llevado a la máxima responsabilidad artística de la Sinfónica de Houston, la Orquesta de Montecarlo, la Orquesta de Cámara de Lausana y la Sinfónica de Jerusalén. Director asimismo del Festival de Aspen y del Festival Georges Enescu de Bucarest, su trayectoria está marcada por hitos operísticos como la recuperación y grabación del Oedipe de Enescu y la inauguración en 1986 de la nueva ópera de Los Angeles con un Otello protagonizado por Plácido Domingo.
¿Cuál es su opinión sobre la situación actual de la OBC, y hacia dónde se encamina bajo su dirección?
Muchas personas tendrían seguramente respuestas diferentes a esta pregunta, y acaso sea yo el menos indicado para contestar. Como ocurre a menudo con las formaciones americanas, no siempre somos profetas en nuestra tierra. Recuerdo haber sido interrogado al respecto cuando vine por primera vez a Barcelona, y entonces consideré que la OBC era una reunión de músicos muy buenos, pero todavía no un conjunto homogéneo. Desde luego, hay días buenos y malos, pero creo que en las mejores ocasiones la orquesta se comporta ahora como una formación muy homogénea de virtuosos, de alta calidad musical; es, en definitiva, una excelente orquesta, très belle, como dicen los franceses. La prueba es el nivel de los solistas que acceden a tocar con nosotros y se muestran encantados de volver otras veces, por la calidad de la música que tienen la oportunidad de realizar.
Pese a las dificultades políticas o administrativas que ocasionalmente haya tenido que afrontar, lo cierto es que siempre he podido desarrollar mi tarea en una atmósfera totalmente positiva. Espero tener la oportunidad de seguir trabajando para conseguir el reconocimiento internacional de la orquesta, un salto que no hemos realizado tan rápidamente como me habría gustado. Quiero anunciar, en este sentido, que para enero del 2002 hemos previsto la realización de una importante gira por los Estados Unidos, durante la que tocaremos en el Carnegie Hall, en Washington y en otros estados, con el pianista Christian Zacharias acompañándonos como solista. Entre las obras que interpretaremos se cuenta el Concierto para orquesta de Roberto Gerhard, uno de los mayores maestros catalanes del siglo XX.
Ha mencionado la existencia de ocasionales dificultades políticas o administrativas a que ha debido hacer frente. ¿Cuál ha de ser, en su opinión, la relación entre el mundo de la música y el de la política?
Lo mejor que los políticos pueden hacer es situar en las posiciones de responsabilidad de la administración cultural a personas que dispongan de la confianza de las instituciones musicales, y otorgar a éstas el marco financiero necesario para realizar su programación y aplicar sus ideas artísticas con el mínimo de interferencias y haciéndoles sugerencias constructivas de tipo general. Los políticos, ante todo, deben regirse por principios de interés público, y en función de ello han de contribuir a incrementar la calidad y el prestigio de estas instituciones, sin olvidar nunca, al mismo tiempo, la necesidad crucial de educar culturalmente a las nuevas generaciones. Igualmente tienen que garantizar que los precios de las entradas sean razonables para que todos los sectores sociales tengan acceso a la música.
Entre las nuevas generaciones y los músicos clásicos parece haber, no obstante, unas dificultades de comunicación que no acaban de resolverse.
Ciertamente, y por ello es muy importante realizar una acción educativa ya desde los primeros años de la infancia. No se trata sólo de que las escuelas acudan a los conciertos, sino también al revés, que los músicos se hagan presentes en el mundo escolar. Paralelamente se debe trabajar a fondo para explicar al público la música que se le ofrece. Próximamente intentaré comenzar algo nuevo en este sentido. Se trataría de organizar debates tras algunos conciertos para permitir al público que, de una manera totalmente informal, intercambie puntos de vista sobre lo que han escuchado con el director, los solistas y acaso también con algunos miembros de la orquesta, les interroguen sobre el significado que las obras tienen para ellos y sobre los problemas de interpretación, y expongan las eventuales dificultades de comunicación que han experimentado y cómo podrían soslayarse.
¿Cómo valora la situación de la música en Europa por comparación con los Estados Unidos?
En los Estados Unidos no hay prácticamente apoyo económico del gobierno a las artes, sino sólo privado. Y este apoyo privado se combina habitualmente con un enorme sentido de responsabilidad cívica por parte de las organizaciones artísticas, que en las mejores circunstancias son muy productivas y eficientes. Frente a ello, en Europa el grado de apoyo a la cultura depende excesivamente de la voluntad política de los gobiernos. Y en este sentido observo cada vez más, a medida que pasan los años, una degeneración progresiva de dicha voluntad política. Para la Metropolitan Opera House, por ejemplo, es totalmente indiferente que Hillary Clinton sea elegida al Senado por Nueva York, o que lo sea Giuliani. En cambio, las consecuencias de cualquier eventual cambio en la identidad del responsable cultural del gobierno son enormes para la ópera de Berlín. No estoy lo suficientemente familiarizado con la situación española como para emitir un juicio sobre ella, pero en Barcelona, aunque algunas veces se observan detalles molestos aquí y allá, he encontrado una sensibilidad y una dedicación reales e intensos por parte del alcalde hacia las instituciones artísticas y musicales.
Usted ha explicado que se sintió atraído por la dirección orquestal ya desde una edad muy temprana. ¿Puede recordar cómo sucedió?
En efecto, se trató, tal como reza el título de la conocida película, de un fenómeno de «atracción fatal». Para mi familia, de origen rumano, era natural que yo recibiera educación musical y tocase un instrumento. A los seis años comencé a estudiar piano, pero no me gustaba. Cuando contaba doce, fui con un grupo del internado en que me habían ingresado por problemas familiares a un concierto de la Filarmónica de Los Ángeles; era mi primer concierto, me quedé absolutamente impresionado por la orquesta y supe de inmediato que aquello era lo que quería hacer. No tenía nada que ver con la búsqueda del poder, esto es una idea estúpida. Fue la súbita comprensión por mi parte de que podría realmente hacer música a través de los instrumentos de una orquesta, y la voluntad de conseguirlo ya no me abandonó nunca. Desde los 13 a los 38 años disfruté del privilegio increíble de estudiar y practicar cuanto me fue necesario con los más grandes músicos del momento, principalmente en Los Ángeles, que en los años 50 y 60 era el centro de educación musical más importante del mundo, porque buena parte de los artistas exiliados de Europa se habían refugiado allí.
¿En qué proporción se dirigen sus preferencias al trabajo sinfónico y al operístico?
Mitad y mitad. Si durante un largo período no hago ópera, noto a faltar la excitación del trabajo teatral. Y a la inversa, si me dedico mucho al teatro, acabo añorando la posibilidad de hacer música sin tener que preocuparme por la salud y la disposición temperamental de los principales protagonistas de las obras. Creo que la clave para hacer buena música es frecuentar los dos géneros. Bruno Walter explicaba que la razón del glorioso sonido de la Filarmónica de Viena era que, noche tras noche, los instrumentistas habían aprendido a cantar y a respirar como los mayores cantantes del mundo. No hay que olvidar que la música viene del canto, de la voz.
¿Y qué puede explicar sobre sus gustos en cuanto a compositores?
Hay, desde luego, una serie de compositores que no interpreto nunca por diferentes razones, y que incluyo en tres categorías. A la primera pertenecen los que me gustan pero que prefiero no dirigir porque no estoy seguro de hacerlo muy bien. Aquí se sitúan, por ejemplo, los belcantistas, un género operístico que me encanta, pero que siento que no puedo dirigir con tan buenos resultados como algunos especialistas en el género. En un segundo grupo situaría a los músicos que no me gustan, como la mayoría de los denominados soviéticos. Y tengo un problema con Bruckner, un autor, por otra parte, con gran audiencia y cuya interpretación es muy importante para una orquesta. Sin embargo, no estoy convencido en lo más íntimo de la integridad estructural de sus sinfonías. Por eso no lo dirijo, aunque lo estudié a fondo con mi profesor Karl Böhm, uno de los grandes directores de Bruckner. Y la tercera categoría de autores que no interpreto es la de los minimalistas. A Glass, por ejemplo, ni lo soporto ni lo entiendo. Cuando escuché su Concierto para violín, que tocaba Guidon Kremer, recuerdo haber pensado que era como un acompañamiento belcantista sin melodía. Considero que el minimalismo es un intento de popularizar la música contemporánea a cualquier precio, como reacción frente a la época en que la música se hizo tan compleja y difícil que la mayoría de las audiencias se apartaron de ella. Sin embargo, cabe esperar del público que haga un esfuerzo para escuchar una pieza de música nueva, como lo hacen para intentar entender una obra plástica moderna. La diferencia, por supuesto, es que si un cuadro moderno no nos gusta abandonamos la sala de exposición en dos segundos, pero en el caso de un concierto hemos de esperar sentados a que acabe la interpretación.
¿Qué opina sobre el hecho de que las orquestas tradicionales hayan ido abandonando el campo de la música barroca a los especialistas en música antigua?
Es un sinsentido absoluto, y en muchas partes del mundo la obsesión por la interpretación con instrumentos originales está ya pasada de moda. Desde luego, esta escuela ha aportado mucho al conocimiento de los autores antiguos, a su práctica interpretativa y a su enseñanza, y ha dado lugar a excelentes versiones que yo también aprecio. Pero rechazo el fascismo de tantos críticos y músicos que sostienen que todo el progreso técnico y el desarrollo emocional de los últimos siglos debería detenerse, y que la música del barroco debe pasar a ser propiedad exclusiva de un limitado número de especialistas que definirían la única manera posible de interpretarla. Es un fenómeno casi equivalente al de la «Música degenerada», una dictadura inaceptable.
Hay muchas maneras de tener una experiencia artística. La música de Bach se puede apreciar tan adecuadamente en una versión de jazz, en una producción romántica gigantesca o en una maravillosa interpretación así llamada auténtica. Yo creo que el alma humana es absolutamente incapaz de comprender la música según el contexto en que fue creada hace 300 años, después haber sido sometida al shock de Hiroshima y Nagasaki. Hemos de hacer todo lo posible por respetar el contexto y los deseos de los compositores, pero no escolásticamente, y permitir a los músicos que apliquen de una manera desinhibida su visión de estas obras. ¿Quién podría considerar como no totalmente satisfactoria la experiencia artística de escuchar a Glenn Gould o Andras Schiff tocar la música de Bach en pianos modernos?