Por Joaquín Turina Gómez
Tarazona nos habló de los primeros románticos, que en música son esencialmente alemanes, con tres grandes nombres propios Weber, Beethoven y Schubert, aunque los tres fueron románticos sin saber que lo eran. Después de este origen alemán el romanticismo llegó al resto de los países occidentales, con más o menos retraso. En este capítulo veremos lo que se define como segunda ola del movimiento o plenitud del romanticismo. Es decir aquellos artistas que lo eran conscientemente, convencidos de que la bondad de sus sueños era suficiente como para creer firmemente en ellos. Los que reivindicaron como propio el calificativo «romántico», que a partir de ese momento perdió la carga irónica de sus comienzos.
Las características más representativas del romanticismo valen para todo el desarrollo del movimiento de modo que no vamos a insistir, veremos mejor como se manifiestan en los grandes representantes musicales; como idea general se puede decir que los sueños románticos se expresan, no en una línea simple, sino en el entramado de las voces y en la novedad armónica. Por eso el compositor romántico pone sus manos en el teclado, que entonces adquirirá un valor a veces menospreciado con demasiada ligereza: el virtuosismo. El artista, sin despreciar las formas establecidas, combate con ardor al academicismo y la rutina. Pero en esa lucha necesita una herramienta y el piano se convierte en un personaje central del romanticismo musical, compañero inseparable del compositor. La esplendorosa explosión de Liszt, la novedad vigorosa de Chopin, la sorprendente creatividad de Schumann -imposibles sin Schubert- no podrían concebirse sin un piano constantemente mejorado.
Federico Chopin (Zelazowa-Wola 1810-París 1849) llamado, con justicia pero con peligro de cursilería, «el poeta del piano» es un artista absoluto que no sólo es capaz de crear un nuevo mundo sonoro, sino que refina los procedimientos armónicos hasta extremos no conocidos. Sus detractores, en cambio, preferían la definición del irlandés John Field: «un talento de alcoba de enfermo». Es posible que Field, creador del género «nocturno», tuviera celos de la fama de los de Chopin. A diferencia de los otros grandes compositores de este momento Chopin se dedica casi en exclusiva al piano, porque sus creaciones orquestales no son sino una forma de arropar al instrumento principal.
Tuvo una existencia muy feliz, sin ninguna dificultad material, lo que a veces ha dado una imagen distorsionada, como si fuera un «dilettante» que hace música para no aburrirse. Nada más lejos de la realidad, Mendelssohn, obligado por un feroz sentido de la autocrítica, trabajaba con denuedo para hacer que sus sinfonías, sus oberturas, sus conciertos y sus oratorios tuvieran un aspecto de facilidad. Le debemos, además, la recuperación de Juan Sebastián Bach para todos los públicos del mundo.
En Franz Liszt (Raiding 1811-Bayreuth 1886) lo primero que aparece como romántico es su peripecia vital. Sus aventuras, sus compromisos sentimentales, su final ordenación de sacerdote, su extraordinario brillo como virtuoso del piano, hacen olvidar a veces sus grandes virtudes creadoras. En el piano supo formar una nueva técnica trascendental. En la orquesta su contribución es decisiva y sus ideas influyeron grandemente en su amigo y yerno Ricardo Wagner. Dio vida a una nueva forma musical, el poema sinfónico, que es una página con claro fundamento en lo literario, en lo pictórico, en lo histórico o en los fenómenos de la naturaleza. La riqueza de Liszt es enorme, y va desde las más profundas concepciones sonoras hasta los brillantes arreglos para piano de obras conocidas. Liszt fue discutido, odiado o idolatrado. Su bondad le llevó a ayudar generosamente a muchos jóvenes músicos, entre los cuales había no pocos talentos extraordinarios.
Y mientras tanto en España, ¿qué pasaba? Para situarnos, si tomamos las fechas extremas de nacimiento y muerte de los grandes compositores románticos que acabamos de ver, tendríamos un extenso periodo que va de 1809 a 1886. Para poner un ejemplo, desde el nacimiento de Larra hasta la publicación de Fortunata y Jacinta, pero estos dos mojones nos pueden llevar a engaño por la extraordinaria longevidad de Liszt, que le hizo asistir a una parte de los mejores triunfos de la siguiente oleada del romanticismo.
En música los españoles no estuvimos a la altura de las circunstancias. Si seguimos la crónica de Carlos Gómez Amat veremos que es un periodo que se caracteriza por los esfuerzos de Monasterio (Potes 1836-Casar de Periedo 1903) y Barbieri (Madrid 1823-1894) para establecer una cierta regularidad en la vida musical, camerística y orquestal; y aunque ambos dieron a conocer obras románticas, sus mejores esfuerzos los dedicaron al clasicismo. De modo que ellos mismos, o los nuevos autores que iban surgiendo, como Miguel Marqués (Palma de Mallorca 1843-1918), estaban un poco anclados en el pasado. El mismo síndrome «clasicófilo», que afecta a todos los pioneros, se puede detectar en los iniciadores de la escuela guitarristica española, que cronológicamente pertenecerían al primer romanticismo centroeuropeo, Fernando Sor (Barcelona 1778-París 1839) y Dionisio Aguado (Madrid 1874-1824).
De esta manera, los únicos románticos de verdad que nos quedan son los pianistas y, sobre todo, los que por una u otra causa tuvieron que salir fuera de España a estudiar: Santiago de Masarnau (Madrid 1805-1880), era amigo personal de Chopin, aunque en sus composiciones parece más bien influido por Weber, y Marcial del Adalid (La Coruña 1826-Lóngora 1881) que, en cambio, demuestra una clara dependencia del compositor polaco.