Por Joaquín Martín de Sagarmínaga
Usted proviene de Bourgas, en el Este de Bulgaria, y al principio cantaba como mezzo, en coros, no tenía un duro…
Para mí el comienzo no fue fácil. Llegué a Italia en 1958. Comencé en seguida a estudiar y descubrí que debía recomenzar mis estudios ya que, la llamada «escuela búlgara», no me servía. Por fortuna, nunca he tenido la presunción de pensar: «yo tengo la razón y los demás no la tienen». Más bien he sido una persona que a menudo se ha dicho a sí misma lo contrario. En cuanto me dijeron: «así no se canta», fui en seguida a Milán, y en La Scala, segunda galería -de pie, porque económicamente era una miserable-, con una beca que duraba sólo seis meses, vi como se cantaba allí «Otello», con Del Monaco y Rysanek. También vi una «Francesca da Rimini» con la Olivero y Del Monaco. Yo comprendía que no cantaba bien y, por eso, hube de recomenzar desde el principio mis estudios. Por fortuna, encontré pronto a una maestra como Zita Fumagalli-Riva, una vieja, y tomé parte en un concurso para jóvenes celebrado en Regio-Emilia, el «Concorso Avanti». La cosa más curiosa es que se presentó también Pavarotti. El ganó el primer premio masculino y yo el femenino (no lo recordaba hasta que me lo comentó él, que decía que yo era entonces una bella muchacha). Después gané otro concurso en Vercelli. Entonces existían tantos empresarios modestos y tantos pequeños teatros. Me contrataron en seguida e hice toda esta ronda de teatros. Debuté en Vercelli y canté luego en Trento, en Bolzano, Sanremo, Mantua. Pequeños teatros y temporadas breves que hacían un gran papel.
Después pensé en el concurso organizado por La Scala para cantantes jóvenes. Se lo dijé a mi maestra y me repondió: «es difícil, se necesitan recomendaciones.» Pero para mí aquello era una cuestión vital, porque me jugaba retornar o no a Bulgaria…, «morir» o «vivir». Siempre me he opuesto a la falta de libertad, que en Bulgaria me ahogaba, y por eso finalmente decidí presentarme al concurso de La Scala. Recuerdo que canté el aria del espejo de «Thaïs», de Massenet, y me venían muy bien los «pianissimi» sobre el «Si» bemol y el «Si» natural. En la comisión estaba el maestro Votto. De pronto se levantó y dijo: «esta joven maravillosa, si así lo decide, por mí mañana cantaría en La Scala». Esto fue, quizá, en el 59. Y yo empecé a estudiar en la escuela del teatro con el maestro Gavazzeni, y con un bravo regista llamado Frigerio (no es el Enzo Frigerio actual). Verdaderamente, era una escuela muy válida. Después de dos o tres meses, me llamó el maestro Votto y me dio dos hojas de música, diciendo, «tú eres música, ¿no?, pues canta esto a primera vista». Y yo empecé a cantarlo; era el aria de salida de Agnese de «Beatrice di Tenda». El maestro Votto dijo: «dentro de cuatro días tienes que saberte esta parte y venir a ensayarla». Me puse a trabajar con un óptimo pianista y en cuatro días la aprendí. El quinto estaba en el escenario de La Scala ensayando esta ópera con la Sutherland. ¡No me daba cuenta de lo que hacía, ni de que estaba en La Scala, ni de quién era, realmente, la Sutherland! ¡Fue fácil! -dice humorísticamente-.
Las cosas empezaron a clarificarse a partir de 1964, fecha en la que cabe situar su primer gran salto. Hemos dividido su carrera en tres partes. La primera desde el arranque al 64, en el que, sabáticamente, deja de cantar y, sabiamente, se dedica a reestructurar su organización vocal.
Yo había trabajado en Bulgaria durante dos años, cuando estaban de moda los grandes coros militares. Y cantaba vestida de militar, sola entre tantos hombres jóvenes, que estaban todos enamorados de mí (lo dice, por supuesto, con un poco de guasa). Sumando ésto llevo ya 44 años de carrera como cantante. Y ahora os explico por qué dejé de cantar. Cuando fui al Metropolitan, en 1962, y canté «Payasos», con Bergonzi y Merrill (a finales de ese mismo año lo hice con Bergonzi y Sereni, en programa doble con una «Cavalleria Rusticana» con Simionato y Tucker). Acababa de hacer también «Otello» en el Covent Garden. Ahí se ve la diferencia entre el pasado y hoy. En el pasado había viejos directores de orquesta que entendían de voces, eran capaces de captar el talento, aun en ciernes, donde había artistas. Y tenían el coraje de contratarte e introducirte en seguida en La Scala, en el Covent Garden o en el Met, aunque todavía no tuvieras un nombre. Actualmente esto es imposible porque, para empezar, la gente que te escucha no entiende nada. En todo caso entienden la perfección absoluta y si oyen a alguien que es perfecto, dicen: «¡Oh, qué bien!», pero no comprenden, oyendo a un cantante más normal, si dentro hay un artista; no saben evaluar la calidad del material, del instinto. Esto es muy importante, a la gente hay que dejarle que cante, incluso que gallee, para ver si dentro de ella hay algo, si existe ese instinto.
Háblenos ahora del segundo gran salto adelante, que nos interesa incluso más. El otro gran salto, el que la llevará a alcanzar un grado casi supremo como artista, se produce al final de la década de los setenta, más o menos cuando tiene el primer encuentro con el crítico Rodolfo Celletti.
«Ecco!» Mi maestra, la Fumagalli, era una gran profesora de canto y como persona era excepcional. Ahora bien, como muchos cantantes no estaba intelectualmente a la misma altura. Era un poco inconsciente en cosas que hacía. Para mí poseía la verdadera técnica, pero no conseguía explicarla. Decía (como yo digo ahora a los jóvenes): «bostezo…, «muy mórbido», pero sin explicar tampoco por qué ni cómo debía conducirse el «fiato». También bajo el aspecto fisiológico uno tiene necesidad de saber qué cosas ocurren. Probablemente yo he cantado con una voz natural. Después, Celletti me hizo una entrevista en mi casa y nos enamoramos un poco, porque yo era bastante divertida, y fue él quien me tuvo que decir: «usted tiene un defecto en la respiración y debe corregirlo». Y yo dije: «Bien». Tenía que hacer «Fausta» de Donizetti y empecé al punto a tomar lecciones con él. Y él fue quien de verdad me enseñó el mecanismo de la respiración y ese cantar «oscuro». Realmente éste no es el término justo (se refiere al «arrotondamento del suono», el modo de sombrear ciertos sonidos, cuáles hay que cubrir -y cuánto- y cuáles aclarar), pero «alla maschera», «sulla morbidezza», «Sull’aria». Él tuvo una parte muy importante en este proceso de maduración.
Hoy sigue incorporando nuevos roles. En la última década, que es de las más fructíferas, podía haberse limitado a cantar Tosca, Butterfly y otros papeles de gran arraigo popular. Pero, de pronto, sorprende a todos incorporando roles muy alejados de su vocalidad y, para colmo, de una tremenda dificultad: desde la propia «Fausta» de Donizetti hasta «Capriccio» de Strauss, «Il giro di vite» de Britten (en italiano e inglés), «El caso Makropoulos» de Janácek, la mezzo en «Jenufa», del mismo autor, «La Voz Humana» de Poulenc…
Siempre ha ido un poco a contracorriente. Ahora se habla bastante mal, generalmente, de Herbert von Karajan. Usted, sin embargo, no habla tan mal -ni mucho menos-, pese a haber tenido sus diferencias con él.
Hay que tener en cuenta los motivos políticos. En Alemania existe todavía ese tremendo complejo del nazismo, un complejo que casi puede arruinar a un pueblo. Es terrible. Karajan podía ser «filonazi» pero era un gran artista. De rodillas y basta.
¡Pero hombre, Raina, esto no lo podemos poner así! Dejémoslo en algo que sí es inobjetable: Karajan amaba la voz, lo que no se puede decir de todos los directores de orquesta. A él le gustaba la Price, le gustaba la Freni… ¿cómo fue su relación discontinua, intermitente, con ese hombre?
(Sonríe). ¿Os he contado mi primer encuentro con Karajan? Yo estaba en La Scala, no recuerdo si en 1963 ó 64, y me dijeron que fuera a Berlín a hacer una audición con el maestro Karajan. Yo había oído hablar de él pero no me daba cuenta, realmente, de quien era, era una cretina, era joven. Y entonces fuimos con Tonini, que era maestro repetidor de La Scala, para que Karajan me hiciera en Berlín una prueba para Payasos. Vino a oírme (¡qué guapo era!, ¡era estupendo, con sus ojos ni siquiera azules, blancos, bellísimos!). Me miró cariñosamente y me dijo: «¡oh, qué elegante!». Entonces yo estaba estudiando el «Réquiem» de Verdi para cantarlo en Bolzano con la Orquesta Haydn, y él me dice: «cante el «Réquiem» -que como sabéis es una de las cosas más difíciles-; le respondo: «no lo sé de memoria». El insiste; Tonini se acerca al piano y comienzo a cantar todo el Réquiem. Después él dice: «bien», y me contrata para los «Payasos» junto con el «Réquiem» de Verdi. No era ninguna tontería. Comenzamos los ensayos en La Scala, teníamos un hermoso montaje escénico y de ahí debía salir también el «film» de la ópera de Leoncavallo. En esto me dijo: «te mueves demasiado, debes estar quieta; lo importante es la cara quieta, una cara que exprese». No me daba cuenta de que él pensaba en la película, y tenía razón, pero yo estaba en el enorme escenario de La Scala donde, en definitiva, debía cantar Payasos. Durante la segunda prueba le dije: «escúcheme maestro, si no le gusta lo que hago me lo dice y en paz». Y me respondió: «no me gusta; te mueves demasiado». Y yo dije: «bueno, pues adiós, yo hago así mi Nedda». Y me fui de la prueba; me fui a casa. Decididamente era una cretina. Después, durante diez años, no me contrató ni me quiso para nada y luego, por pura casualidad, me escuchó «Il Trovatore» en Hamburgo y me cogió (para la misma obra en Viena), pero fue por pura casualidad.
En los personajes que interpreta, completando su trabajo vocal ¿cuál es su forma de construirlos desde el punto de vista teatral, a partir de sus movimientos, de la gestualidad, de la actuación en los instantes en que hay música orquestal pero no canto?
Yo he sido educada en el Conservatorio de Sofía, que era una institución importante porque había varios directores de escena que habían estudiado personalmente con Konstantin Stanislavski, y habían trabajado también en la escuela forjada en Bayreuth. Mi propio profesor había hecho un «collage» entre Stanislavski y la escuela germánica de Bayreuth. Eso me dio una base tremenda, la de pensar siempre con la mente del personaje, y de vivirlo no sólo cuando recita o cuando canta, sino siempre. Es preciso dotar de vida del personaje cuando está en escena y emocionar con sus propias emociones, lo que es muy difícil, y no con las emociones personales. Esta es la base de la escuela de Stanislavski. Mi profesor, que había trabajado en Bayreuth, decía que, como los espacios en la ópera son enormes, si hacemos pequeños gestos como se hace en el teatro de prosa no se advierten, y por tanto nos pedía realizar siempre grandes gestos justificados por el pensamiento del personaje. Yo he crecido allí, me he empapado de esto y después, probablemente, tengo también un sentido personal sobre cómo estar en el escenario. ¿Qué queréis que diga? Me siento incluso más natural sobre el escenario que en la vida.