Por Joaquín Martín de Sagarmínaga
Fotos Palau: Amparo Ruiz
Renato Bruson, el gran cantante italiano nacido en Padua en 1936, es seguramente el exponente último de una larga estirpe de barítonos nacidos en aquel país transalpino que, ahí es nada, sabían cantar. Los De Luca y Stracciari, los Tagliabue y Taddei. De ahí el carácter epigonal de su arte, y uno de los aspectos que lo hace tan emocionante. Bruson canta hoy como nadie de su cuerda, con perfecto control técnico del «fiato», señorío en las maneras y en el porte (igual que anda, atravesando con parsimonia todo lo largo del escenario, así canta). Sus efectos vocales son sobrios; su nobleza, oro viejo. Hay algo de solitario, de impenetrable casi, en un personaje que nunca pierde la compostura y la dignidad. Pero además de todo esto -que no es poco-, entra en la piel de los personajes gradualmente, estudiándolos al detalle hasta llegar a absorber toda su médula, para luego encarnarlos con toda la autoridad que sólo poseen los grandes intérpretes. ¡Qué diferencia con tantos otros cantantes -y de éstos hay legión-, que sólo son Macbeth, Yago, Boccanegra o Falstaff en el programa de mano!.
Bruson es uno de los pocos cantantes de las últimas décadas (y aquí no sólo cabe hablar de barítonos), cuya calidad artística ha experimentado un impulso casi repentino a partir, más o menos, de 1977, la fecha del concierto lírico «Las Grandes Voces en la Arena de Verona», con Freni, Kabaivanska, Gianni Raimondi, etc… ¿Qué hay detrás de ésto que, quizá, es sólo repentino aparentemente?
En efecto, ese es el final de un proceso gradual de crecimiento, de maduración y evolución de la voz, condicionado por la propia personalidad del artista. Al no estar desbordado de trabajo, como les ocurre hoy a tantos colegas jóvenes, podía ir absorbiendo lentamente la sustancia de los papeles que debía interpretar, ir observando la forma de trabajar de otros colegas, especialmente de algunos de los más ilustres, como Titto Gobbi o Boris Christoff. Yo los observaba e iba aprendiendo de ellos, también fuera de los escenarios. Para estudiar el rol de Simon Boccanegra, estuve una semana recibiendo, en su propia casa, los consejos de uno de los grandes intérpretes que ha habido en este papel: Tito Gobbi.
Hoy es todo, indudablemente, mucho más rápido.
No es, desde luego, el caso de Bruson, quien debutó en Spoleto en 1962, hace más de treinta y cinco años, en el papel del Conde de Luna de «El trovador» (pronto arrinconado por la dificultad y escasa idoneidad). Todavía tiene firmados numerosos compromisos con algunos de los teatros más importantes del orbe, habiendo inaugurado, por ejemplo, dos temporadas seguidas de La Scala de Milán, con «Nabucco» y «Macbeth», respectivamente. Este rol -el correspondiente al gran personaje de Shakespeare-, lo cantó por vez primera en Italia en la lejana fecha de marzo de 1975, aunque el debut absoluto del mismo se remontaba a la aún mucho más lejana fecha de 1967, en la que era un perfecto desconocido que fue a cantarlo nada menos que a Sudáfrica -en Johannesburgo y Pretoria, concretamente- y, constituye, sin duda, una de sus creaciones predilectas.
Si hablamos de maduración, he de decir que yo nunca estoy completamente satisfecho con los resultados que obtengo; pienso que siempre se puede rendir más. Es malo estar completamente satisfecho, pensar que se ha llegado ya al tope. Por eso repaso siempre mentalmente los problemas que he tenido durante la representación, pienso en nuevos matices que añadir al rol, en detalles que enriquezcan la escena…
Retrospectivamente, Renato Bruson ha hecho famoso el nombre de su maestra de canto, Elena Fava Ceriati, quien lo fuera durante años en el Conservatorio de Padua. Ella fue la persona (el barítono recalca que, virtualmente, la «única» persona) que le ayudó a poner los primeros cimientos en este arduo proceso que fue la búsqueda de sí mismo para alguien que, en un principio, no había pensado ni remotamente en dedicarse al canto.
Sí. Elena Fava era una cantante o, mejor dicho, había sido cantante en sus años de juventud y, francamente, se lo debo todo. Ella fue maestra, amiga, madre…, incluso me ayudó económicamente en los años más duros. Me aportó una confianza en mí que yo mismo no tenía, cuando, como querían mis padres, pensaba en dedicarme a un oficio más seguro que el de ser barítono de ópera (su caso recuerda mucho al de la gran soprano Raina Kabaivanska, nacida en Sofía, quien en tiempos muy duros fue a Italia a estudiar canto y su maestra, la centenaria Zita Fumagalli-Riva le daba muchas veces dinero para que pudiera comprar un bocadillo. Le cuento la historia y me dice no conocerla. Apostilla lacónico: «Pero mi maestra no vivió tanto tiempo».
En aquellos primeros años, le pedían con mucha frecuencia que cantase Donizetti, sus óperas más inusuales, el «Réquiem», etc. Le pregunto si no temía una suerte de encasillamiento, de miedo a que se dijera (como de hecho ocurría): «Bruson va bien para Donizetti, pero en lo demás interesa menos».
Encasillado, propiamente, no me sentía -responde-, porque aquellas óperas que cantaba, como «Caterina Cornaro», «Los mártires», etc., además de las únicas de su autor que entonces eran famosas, «La favorita» y «Lucia», me gustaban e iban bien con mi voz. Es cierto que entonces se me identificaba con esos roles donizettianos y que participé con docenas de reposiciones en lo que dio en llamarse la «Donizetti-Renaissance», antes de evolucionar, como le he dicho, hacia los grandes papeles verdianos.
En efecto, Verdi seguirá a Donizetti de una manera natural en los destinos artísticos brusonianos. Y, de hecho, es con este gran compositor nacido en Busseto con quien hoy más se le identifica. Para ello, durante los últimos lustros, ha venido operándose una mutación en sus facultades vocales cuya lentitud es la única garantía de su autenticidad. Aquella voz que en los inicios era clara, ha ganado en colorido, en incisividad, en personalidad. Aquella voz que parecía algo seca ha adquirido -de manera algo insólita, porque esto no es frecuente-, una cierta pastosidad, sobre todo en el «medium». Por último, virtualmente ya en los años noventa, ha venido a añadir un nuevo cambio a los anteriores: una voz que antes no era grande ha conquistado un volumen respetable -aunque algunos sigan sin admitirlo-. El timbre esta mucho más concentrado, más granulado, el peso específico de los sonidos aparece hoy más denso, todo ello a despecho de alguna nota aislada de excesivo vibrato que antes no existía. Le pregunto por sus roles verdianos favoritos, sabiendo de antemano que «Macbeth» ocupa un puesto especial entre ellos.
Si atendemos a la ópera que más veces he cantado, el rol buscado sería, desde luego, «Macbeth». También me siento muy afín a un personaje como Simon Boccanegra, como el propio Sir John Falstaff… Pero el papel que más me atrae, por su multiplicidad de perspectivas, es el Yago de «Otello». Es fascinante cómo este hombre, que es aparentemente tan leal, tiene dos caras, una cuando está en presencia de Otello y otra cuando está solo. Es realmente difícil dar con ambos tonos, mostrar estos dos Yagos.
Nuestro barítono practica un tipo de canto sabiamente apoyado, con sonoridades muy cubiertas y sombreadas, lo que hoy lo convierte en una especie en vías de extinción. Se le ha comparado con ilustres predecesores, desde De Luca (quizá por la flexibilidad y el partido que sacaba a un material en origen no especialmente deslumbrante), hasta Tagliabue (por la homogeneidad lograda en toda la gama). Pero tal vez, precisamente por la forma de cubrir esos sonidos, especialmente en el «pasaje», por la sobriedad y contención de las maneras, y no menos por nuestro deseo de buscarle una filiación aún más recóndita, le proponemos a otro antecesor, lejano en el tiempo, pero que bien pudiera estar con él en línea directa: Giuseppe Danise.
Hablando ahora de la formación del gusto, del estilo… También refina mucho a un cantante el recital. Bruson dio muchos recitales en los años ochenta con el pianista Craig Sheppard. La base de los mismos eran obras de Carissimi o Gluck, de Mozart o Beethoven, y también canciones de salón del «Ottocento», de autores como Tosti.
Ya no canto con Craig Sheppard, porque él se dedica sólo al «concertismo», pero el recital de canciones es algo que he hecho siempre y que sigo haciendo en la actualidad. Arias antiguas de Scarlatti o de Gluck, cantatas de Carissimi, canciones de Beethoven o de Mozart (siempre las compuestas en italiano), y también obras de Liszt, como la transcripción de los Sonetos de Petrarca. Pienso que todo esto es muy formativo, y excelente para la voz. En la actualidad siempre vuelvo a éllas; me sirven como tónico cuando tengo la voz más cansada o endurecida. En cuanto a Paolo Tosti…, es un compositor al que admiro. Compuso una gran cantidad de canciones, no sólo en italiano, también en francés y en inglés, puesto que vivió en Londres (donde fue profesor de canto de la familia real británica).
Hablamos un poco del tema de las grabaciones. En su caso las hay fantásticas: «Luisa Miller» (DG), «La traviata» (EMI), ambos «Ballo in maschera» (DG) y (DECCA), respectivamente, que recomendamos de forma encarecida. Tengo la impresión, de todas maneras, de que en los últimos años está más interesado, por su mayor independencia, en pequeñas casas con las que ha colaborado, como «Capriccio», que en las grandes multinacionales.
Cuando cantaba para las grandes multinacionales del disco pocas veces podía elegir. Y siempre lo hacía porque me llamaban los directores musicales, no las casas. En el caso del «Rigoletto» de Sony fue Riccardo Muti quien me llamó, no la Sony. Actualmente la política consiste en imponer gracias al disco a una serie de cantantes jóvenes que, no digamos nombres, pero pocos años después puede que hayan desaparecido del mapa. Entonces llaman a otros. Por todo eso yo no amo demasiado los estudios de grabación. Amo el «live», ya que, a pesar de las imperfecciones que pueda tener tal o cual interpretación, en ella está el «alma». Con «Capriccio» he hecho grabaciones como las de aquellos conciertos del Suntory Hall de Tokyo (fue el 23 de enero de 1989), con Lucia Aliberti y Peter Dvorsky.