Por Isabel Mª Ayala Herrera
(Artículo publicado en el número 71 de la revista Melómano)
El autor
De todos los contemporáneos de Beethoven, sin lugar a dudas, el más sobresaliente fue Franz Schubert (Liechtenthal, suburbio de Viena, 1797- Viena, 1828).
A pesar de su fulgurante vida, más breve si cabe que la de Mozart, es uno de los compositores más infatigables y productivos que la historia ha dado. Su existencia modesta, apacible y sin demasiadas estridencias pasó un tanto desapercibida para la sociedad austriaca de su tiempo, en la que poco a poco consiguió hacerse un hueco, siempre a la sombra de Beethoven. Duodécimo hijo de un párroco maestro de escuela, pronto demostró su gran talento y dotes hacia la música ingresando en el coro de la Capilla Imperial en 1808 como niño cantor y en Konvikt, un internado para cantantes de la corte, en cuya orquesta tocaba el violín. Allí recibió lecciones de órgano y piano con Ruzicka, y de bajo continuo y contrapunto con Salieri, compositor imperial. Tras el cambio de voz, estudió magisterio, trabajando como maestro suplente hasta 1817 en la escuela de su padre. Pero la composición lo absorbía por completo y decidió aparcar la docencia para trabajar con tranquilidad de forma independiente. Sumido en la pobreza a causa del asfixiante ambiente intelectual de la capital, consiguió publicar algunos lieder gracias a su círculo de amigos entre los que se hallaban intelectuales y artistas como Schober, Schwind, Grillparzer o Vogl. En 1823 comienza su enfermedad. Tres años después es reconocido por instituciones serias y, en marzo de 1827, acompaña el féretro de Beethoven. No obstante, sólo la generación siguiente descubriría en Schubert a su ideal.
Aunque la fama y reconocimiento del músico se deben fundamentalmente a su inconmensurable aportación al lied alemán (escribió más de seiscientas canciones), Schubert fue también excepcional en los demás géneros, con obras que a veces pasan desapercibidas para el aficionado: música instrumental (sinfonías, música de cámara, sonatas, oberturas, música incidental), obra religiosa, ópera, etc. El viraje hacia la valoración de la música instrumental schubertiana ha enfatizado su carácter de puente de unión entre Clasicismo y Romanticismo, adquiriendo una mayor importancia la amplitud de las melodías y las armonías evocadoras dentro de moldes formales tradicionales. Un aspecto curioso, pero a la vez reflejo de su personalidad, es la gran cantidad de obra que dejó incompleta (aproximadamente unas 120 composiciones) entre la que destaca su magistral Sinfonía Nº 8 «Inacabada». En cuanto a su evolución estilística, A. Einstein sostiene que resulta imposible diferenciar una fase preparatoria de otra de culminación o madurez ya que, al mismo tiempo, fue aprendiz y maestro desde el principio hasta el final. De hecho, muchas de las canciones y movimientos instrumentales tendrían que incluirse en la sección de preparación mientras que algunas de sus últimas obras deberían aparecer bajo la rúbrica de preparación o imperfección.
Schubert y la sinfonía
La única sinfonía que Schubert completó en sus diez años postreros, tras un torrente de producciones de juventud, fue La Grande. Junto a la Novena de Beethoven y la Sinfonía Fantástica de Berlioz, constituye uno de los pináculos de la tercera década del XIX, aunque supone una tentativa radicalmente distinta a las mencionadas por su mayor apego a la tradición. Tanto es así que B. Newbould la ha llamado «la última gran sinfonía del Clasicismo». Por ello, la obra se ha convertido un foco de saber ineludible sobre Schubert desde los años setenta. La frase de Schumann que reproducíamos al principio, es portada por la musicología reciente como un estandarte, multiplicándose así los estudios centrados en el análisis de la partitura autógrafa que intentan dar orientaciones de cara a su interpretación musical.
Si hay un episodio conocido y casi «rocambolesco» en la historia de la sinfonía, es el de La Grande. Según las investigaciones de Reed, Schubert compuso la obra en los veranos de 1825 y 26, aunque posteriormente la revisó en Marzo de 1828, como reza en la primera página del autógrafo. Tras el fallido ensayo que tuvo lugar en la Gesellschaft der Misikfreunde (Comisión de Amigos de la Música) y las constantes quejas de los músicos ante la dificultad y longitud de la partitura, el compositor la llevó a su casa sin conseguir estrenarla en vida. A finales de 1838 y principios de 1839, Schumann visitó la tumba de Schubert y a su hermano Ferdinand. Fue en casa de éste donde descubrió la sinfonía en medio de una inmensa pila de manuscritos y papeles desordenados. Gracias a la iniciativa de ambos, la obra se envió a los conciertos Gewandhaus de Leipzig, donde tuvo lugar la première bajo la dirección de Mendelssohn el 21 de Marzo de ese mismo año, «reconociéndose merecidamente su verdadero valor».
La partitura fue repetida en varias ocasiones y no tardó en ser acogida por otras orquestas –aunque no con la misma intensidad-. En concreto, la Filarmónica de Viena interpretó a finales de 1839 los dos primeros movimientos, insertando entre los mismos un aria de Lucia di Lammermoor de Donizetti, seguramente por sus amplias dimensiones. A este respecto, ha sido muy comentada la famosa «crítica» de Schumann que hace referencia a la «duración divina» de la obra, comparada incluso a «una gruesa novela de Jean Paul en cuatro volúmenes». Sin embargo, estas frases no fueron empleadas por el compositor alemán en un sentido peyorativo pues existen movimimientos en las sinfonías de Beethoven que son superiores en el número de compases. El mismo autor lanzó una disculpa innecesaria: «¡No sobra ningún compás!».
Estilísticamente, la obra supone un cúmulo de experiencias previas y coetáneas, trasladadas tanto de su propia producción (Sinfonías 6, 7, 8, Octeto en Fa Mayor y Sonata en Do M para piano a cuatro manos) como de otros maestros (ecos de Don Giovanni de Mozart y de la Oda a la Alegría de Beethoven en el Finale). Newbould también advierte una paradoja en cuanto a su carácter: por un lado, la presencia de temas alegres nos recuerda la «expresión de la canción» y de la música popular vienesa, sobre todo en el Scherzo y en el Finale, aunque la partitura es «subliminalmente instrumental». Para lograrlo utiliza una orquestación con maderas a dos, dos trompas, dos trompetas, tres trombones, timbales y cuerda.
La Grande
Contrastando con la fuerza derrochadora y desbordante del Allegro, el Andante con moto (2/4) está escrito en La m (relativo menor de Do M) con un lirismo sutil. Este carácter hace que nos enamoremos de la sinfonía, como afirma Justo Romero, «y la coloquemos entre las preferidas». El tema del oboe se construye sobre una base rítmica, a modo de prefacio, de los cellos y contrabajos y concluye con una corta frase en modo mayor repetida por los clarinetes y oboes. La cuerda dialoga con la madera pero ambas son interrumpidas por las trompas y fagotes que introducen, en notas tenidas, un nuevo episodio en Fa M, mientras que los vientos y la cuerda entonan una melodía transparente y ensoñadora. Los toques de las trompas resuenan como al principio con el episodio de la Introducción, ahora más enérgico que nunca y con diversas variaciones. Se reanuda la marcha imparable hasta que el clímax del movimiento, un acorde de séptima disminuida, cataclismo de gran intensidad, es literalmente barrido por un silencio dramático de compás y medio que detiene todo en un «flash de iluminación». Comienza un pizzicato callado, que cambia la armonía hacia una nueva dirección. Los cellos y oboes protagonizan este episodio que concluirá en La M. Las insinuaciones son ahora menos elocuentes: el suave y apacible segundo grupo temático se dispone en una textura a tres partes, con un libre movimiento de contrapuntos y pizzicatos. Poco a poco todo se irá desvaneciendo, apareciendo en la coda el tema inicial cuya frase conclusiva sonará por vez primera en menor, a lo que se une el paro del pulso de marcha que sustentaba todo este Andante con moto.
El Scherzo Allegro vivace (3/4) posee un carácter más terrenal. Regresamos al Do M del principio, tonalidad en la que Schubert forja un movimiento vibrante en forma de sonata, dejando atrás la tradición clásica más que en ningún otro lugar. La primera parte comienza con un dibujo enérgico en la cuerda, a la que responden los metales. Después, brota un pasaje en Sol M en los primeros violines siguiendo un canon irresistible de los cellos. Estos conducen al fortissimo antes de la repetición. Los trombones inician la segunda sección con pesados acordes que contrastan con las melodías de las maderas, todo subrayado por un aire de vals, regresando el ritmo inicial en un suntuoso tutti. En el Trío, anunciado por la llamada de las trompas y el resto de los vientos, no se observa el ingenio contrapuntístico de la Novena de Beethoven, ni tonos de danza; en lugar de esto, las maderas cantan en coro lleno junto a los metales, a lo que se añade la energía y el impulso rítmico del acompañamiento de las cuerdas. Todo es regado con cambios de color y repentinas modulaciones a la vez que el movimiento discurre hasta que escuchamos de nuevo el comienzo del Trío y su amplitud dinámica.
Por el contrario, en el Allegro Vivace (2/4) los recuerdos «atemporales» de la música popular vienesa son llevados, como afirma B. Paumgartner, «hasta el éxtasis dionisiaco». Con sus 1154 compases, constituye uno de los finales más monumentales del repertorio, en opinión de Parouty. En primer lugar, nos sorprende una llamada del tutti, y la respuesta, caracterizada por su «hiperactividad rítmica» y contrastes dinámicos, es protagonizada por las cuerdas sobre el arpegio de la tonalidad principal. Una frase animada por tresillos de corchea en oboes y violines concluye en la dominante (Sol M) y dos compases de silencio. El segundo tema es una melodía graciosa, también sustentada por figuraciones en tresillo, que se repetirá sin transición de ningún tipo en la tonalidad de Si M. Las llamadas con figuraciones de corchea con puntillo y semicorchea conducen al final de la Exposición. Tras un descenso a Mi b, se abre el Desarrollo donde, con frases entresacadas del segundo grupo temático, Schubert consigue evocar fugitivamente a su admirado Beethoven, en concreto, el principio del «Himno a la Alegría», todo ello en «un fluctuante flujo de tonalidades». Una segunda parte anunciada por los timbales, trompas, fagotes y trombones, se basa en un canon sobre el motivo inicial del tema secundario. La Reexposición, en una hazaña armónica, comienza en Mi b M aunque pronto regresará a Do M definitivamente. El trémolo de los cellos preconiza la coda (de 200 compases), que se basa en un ostinado golpe percusivo de cuatro notas repetidas (guiño a Don Giovanni) en una «gigantesca apoteosis» con la que Schubert cierra también, al mismo tiempo, el final de su carrera sinfónica.
Se ha afirmado que La Grande condensa una «floreciente vida romántica» y supone un punto de arranque para experiencias posteriores como la Primera de Brahms o la obra de Bruckner. Aunque para Einstein no sea una expresión tan elocuente de la personalidad de Schubert como la Inacabada, ni destaque por su sentimentalismo retórico o por su heroicidad, esta obra nos sorprende por su «paraíso de pura carpintería musical» y se lanza al futuro anunciando su modernidad. De hecho, suscitó una gran emoción entre los románticos, definida de nuevo por Schumann, su más ferviente defensor, en los siguientes términos: «La sinfonía ha causado entre nosotros un efecto como no lo había causado ninguna otra desde Beethoven. No hay temor de que sea olvidada, de que no sea tenida en cuenta, ¡lleva en sí el germen de la eterna juventud!».