Por Carlos Tarín
El autor confunde conscientemente al héroe de su sinfonía consigo mismo «Mis dos sinfonías agotan el contenido de mi vida hasta hoy», refiriéndose a la Primera y a la Segunda. Pero estas ideas que seguirá desarrollando -piénsese de qué manera tan impresionante en la Octava y no menos emotivamente en la Novena- aquí descubren su lado más evidente: su propia supervivencia, la que no daba lugar a dudas, la que se originaba a través de una obra ciclópea, que no dejara indiferentes a los auditores, y no sólo en masa orquestal o extensión, sino en atrevimientos armónicos, estructurales o dinámicos. Aunque no fuera para los de su tiempo: «Sé que no se me reconocerá como compositor. Esto se hará sobre mi tumba».
La gran diferencia entre esta sinfonía y las mencionadas es que aquí la plantea como una especie de ejercicio retórico, y en aquéllas la muerte casi puede tocarla. Esto no es nuevo para él; recordemos que las maravillosas Canciones para los niños muertos, basadas en los poemas y vivencias de Rückert, fueron tratadas así, aunque la muerte de su hija unos años después le hicieran creer que había sido premonitorio. Igual que ahora casi intuye su propia muerte, aunque desde un planteamiento todavía lejano. Es por ello, y por su sinfonismo temprano, por lo que a veces sentimos un distanciamiento emotivo que no es posible luego.
Curiosamente, otra muerte culminará la sinfonía: la de su admirado Hans von Bülow. Antes de ser sinfonía, Mahler la había planteado como una marcha fúnebre (Totenfeier, «Fiesta fúnebre», septiembre de 1888), tomando tan encontrado título de una celebración lituana, donde al muerto se le concede un último banquete para que haga más llevadero su nuevo destino. Luego pensó que podía constituir una sinfonía y la presentó a quien él creía uno de los grandes talentos musicales de su época: Hans von Bülow. Pero la reacción no fue la esperada, ya que Bülow se fue tapando los oídos a medida que Mahler interpretaba al piano lo que había escrito hasta entonces, lapidándolo finalmente con la famosa frase «comparado con su obra, el Tristán es una sinfonía de Haydn»; y añadió: «si esto es música, yo no sé música». Poco más se puede decir para hundir a un compositor. Sin embargo, Mahler era perseverante y tuvo ánimo para terminarla. La solución para el impresionante final se la dio el mismo Bülow. Mahler asistiría a una ceremonia religiosa por su alma, y durante la misma, el coro infantil interpretó una oda sobre versos de Klopstock («¡Resucitarás, sí resucitarás!»). En ese momento vio claro el final de su sinfonía. Es conocida la teoría de Theodor Reik, que insiste en que Mahler parecía haber visto además en este hecho una forma de «vengarse» del despecho bülowiano: esta sinfonía triunfaría no sólo a pesar de él, sino gracias a su muerte. Mahler terminaría el movimiento a finales de 1894, estrenándose un año después en Berlín por el propio autor, que debido a uno de sus terribles ataques de migraña a punto de estuvo de no terminarla, cayendo redondo al concluirla.
I. Allegro maestoso
Luego llega una transición que se inicia al unísono, fortissimo, sobre escalas jadeantes inspiradas en el irregular ritmo inicial.
Dos compases más allá, otro motivo cromáticamente ascendente (que alcanzará entidad propia después) nos conduce, también dos compases adelante, al ritmo percusivo que dará fin al pasaje: parece que Mahler siempre quiere anticiparse a su destino, algo que confirma el triste enunciado de la siguiente idea.
Empero, hablamos de un luchador, con una fe que mueve montañas de sentimiento y música: así lo demuestra un luminoso pasaje en Mi mayor, que podríamos considerar como segundo tema debido a que, aunque conserva el inquietante motivo mencionado en la cuerda baja, su factura y su optimismo, unido al consiguiente cambio de modo, le aportan un carácter bien distinto a todo lo anterior. Líricos violines acompasados por las épicas trompas serán los encargados de exponerlo con solemne esperanza.
El pasaje termina con la vuelta al primer tema (Do menor), esta vez sin la cabecera, aunque con el mismo carácter dramático. Se trata de una especie de repetición, aunque con muchas novedades, como que el tema que le sigue ahora se presenta en disminución y es brevemente desarrollado; o la aparición de una marcha imparable, de resonancias wagnerianas (en La bemol mayor, sobre la estructura rítmico-melódica dominante), que también se va diluyendo y apagando, hasta terminar en un motivo netamente fúnebre, de naturaleza beethoveniana, precedido de un distinguible ostinato en los bajos, formado por tres negras y un tresillo de corcheas, cuyo movimiento es cromáticamente descendente. descendente.
De nuevo, y en este ambiente lóbrego, aparece el segundo tema, ahora en Do mayor, una esperanza surgida cuando todo parecía disolverse. Un arpegio del arpa y la madera inician un breve pasaje de nostálgica naturaleza pastoril (rematado por un melancólico dibujo en el corno), mientras que el oboe inicia un motivo que también volverá. Como de puntillas, surgirá una bellísima melodía en los clarinetes elevada escalonadamente por el arpa, a la que las trompas no podrán evitar responder con un canto hermano.
Un nuevo y meditativo cántico, de largo aliento en corno y clarinete bajo, se va encrespando con la llegada de los violines, con el fondo incansable de las entrecortadas escalas iniciales. Vuelve, reelaborado, el tema incisivo del comienzo en violines, que nos lleva nuevamente hacia la «marcha wagneriana», esta vez en Re mayor, como también el motivo cromático ascendente de la transición que sirvió de ritmo a la «marcha fúnebre» y, como entonces, con idéntico bajo.
Este pasaje nos lleva por última vez al segundo tema, ahora en las flautas y en Fa M, contrapunteado por el arpa y sostenido inquietamente por un trémolo de cuerda, todo ello evolucionando hasta llegar de manera expectante a una recapitulación violenta del primer tema, con el que podríamos considerar abierto el Desarrollo (Mi bemol menor).
La verdad es que no hay acuerdo sobre dónde pueda comenzar éste, pero nos parece que merece señalarse aquí, por la recuperación espectacular del tema capital del movimiento, sobre una gran articulación y una ardua elaboración de los siguientes motivos de la exposición. Efectivamente, retorna sobre todo aquella continuación de la primera idea, que advertimos que se adueñaría del desarrollo, junto a otros motivos como el de las escalas (diríamos más su ritmo apuntillado y angustioso), el del corno -que ahora asumen trompetas y trombones-, la «marcha wagneriana» y el motivo cromático ascendente. Pero sobre todo señalamos ahora la aparición por vez primera de lo que será el germen postrero de O glaube, núcleo cardinal en el final de la sinfonía, expuesto por el corno como un gemido. Asimismo, unos compases más allá, también se presenta el tema del Dies Irae (los cuatro iniciales) en las trompas, un motivo que será esclarecedor cuando hablemos del Juicio Final. Se cierra esta sección, tras levantisco pasaje, con una coincidencia de todos los instrumentos en un ritmo percusivo que cae sobre Do menor (en realidad en la obsesiva quinta vacía), desde donde entramos en la Reexposición. Ésta se producirá sin apenas novedades, con una abreviada presentación de los temas, seguida de una coda, finalizando en una escala cromática descendente al unísono que cae previsiblemente sobre la tónica, repetida tres veces, cada vez más inaudible.
Aquí recomienda Mahler una pausa de cinco minutos, porque lo que viene a continuación -dice- no tiene nada que ver con lo anterior, y supone casi una injerencia: tras esta atmósfera densa, el segundo movimiento es la obligada referencia a los «länders», a los valses, al mundo de la infancia y adolescencia; y así todo en él será previsible, desde un ritmo perfectamente regular y una melodía amena, hasta una periodización canónica regular.
II. Andante moderato
Un grazioso y anacrúsico tema (A) es expuesto por el violín y seguido del acompañamiento de su sección, si bien es verdad que aunque el inicio corresponde alas restantes cuerdas que, tras el inicio a cargo de los violines, el resto de la cuerda se encargará de finalizar la idea, en esa típica melodía de timbres que aquí se esboza. Luego invertirá su dibujo, finalizando con un característico motivo de tres corcheas, que reaparecerá en las sucesivas transformaciones, siempre con carácter conclusivo.
Las trompas inician la siguiente sección (B), con una obstinada repetición de una nota en semicorcheas sobre el ritmo ternario del movimiento (3/8), que contrasta con la sinuosa melodía que presentan los violines, y nuevamente seguirá el resto de la sección. Obsérvese que se mantendrá esta dicotomía durante todo el pasaje: la melodía espressiva que iniciará la flauta y continuará el clarinete, así como después todo el viento, mantendrá una disposición «regular» frente a la que expone la cuerda, que continuará hasta el final con la figuración «chocante» de los tresillos; es más, la nueva entrada de los clarinetes conserva intacta la figuración rítmica de los compases 4 y 5 (A), cuya terminación evolucionará en la madera. El final consiste en una escala cromática descendente y un juego beethoveniano entre el motivo de tres semicorcheas antedicho en la madera aguda y grave, terminando en tres corcheas espaciadas, que se unirá con el inicio (la repetición variada) de A. La principal aportación de este nuevo estribillo será un bellísimo cantabile en los violonchelos bajo la melodía principal adornada.
Tan sólo este hermoso movimiento sufrirá una leve encrespación con una tema nuevo (C) expuesto en los violines. Pero en realidad sigue montado sobre los tresillos anteriores, con el tema melódico esencialmente similar. E incluso el juego beethoveniano, que admirábamos en la Quinta, de ir desproveyendo a estas semicorcheas cada vez de una nota menos -hasta dejarla en una-, dará pie a la última repetición de (A) como final en pizzicato.
III. (Scherzo)
Unos decididos golpes de timbales introducen la bella e insinuante melodía. La orquesta entra con dos burlescos fagotes, a los que se suma pronto el resto de la madera. Los clarinetes, además, se enredan en esperpéntica cantilena, no exenta de ciertos aires orientales (que Mahler reconocía influidos por la tradición bohemia), los cuales definen el tema principal , junto a violines y otros camaradas (como un motivo intenso en el oboe). Es una especie de movimiento ininterrumpido de escalas de semicorcheas, sobre el que se irán moviendo los temas. Diversos esquemas cortos van salpicando la interminable arenga, hasta que el metal (trompetas y trompas, apoyados momentáneamente por los fagotes) irrumpe de forma abrupta en Re mayor a modo de Trío, con un motivo fanfárrico, aunque sin romper el sustrato de las semicorcheas, y sólo consiguiendo que el estentóreo motivo se integre en el tramado; señalemos que de nuevo una cuarta anacrúsica es el arranque del motivo, que guarda a su vez relación con otro expuesto en el Scherzo propiamente dicho por los oboes. Hay una respuesta clara y apuntillada en la madera, y cuando parece disolverse el intento, se vuelve a producir de nuevo una explosión del tema (Mi mayor), que la madera volverá a contestar, traspasando la idea a la trompeta para que oigamos un nuevo tema, de marcado carácter valsístico, que traerá de nuevo toda la sección inicial, ora amable, ora sardónica, que terminará en un estallido final, que anticipará el Juicio Final -aunque no alcanzará su magnificencia ni extremosidad-, encadenándose sin apenas resuello, mediante un golpe de gong chino al cuarto movimiento.
IV. Urlicht
Éste (Urlicht, «Luz primera») se inicia directamente en Re bemol mayor con una clara estructura (A-B-A’), una orquestación ensoñadora y la voz de la contralto entonando «¡Oh, pequeña rosa roja!», cuyo texto pertenece a la colección «El cuerno mágico del muchacho» (Des Knaben Wunderhorn). Estas palabras iniciales mantienen una línea ascendente, que serán repetidas por dos veces en las trompetas, invirtiendo la dirección del arco que han creado: son palabras de aliento y esperanza que parecen encontrar en la voz (aparece por primera vez en una obra sinfónica de Mahler) las respuestas a la sinrazón del mundo y de la muerte. Luego, con la madera, nos sobrecoge un coral sereno, solemne, profundo. Repentinamente, esa sensación coral se rompe por la entrada del clarinete (B) con un definitorio motivo de dos tresillos de corcheas y una negra; bajo su auspicio entrará la voz: Da kam ich… («Iba por un largo sendero»), y luego encontrará en el violín un camino para expresar esa velada alegría esperanzada, que cristalizará en el segundo verso, en exultante La mayor: da kam ein Engelein… («llegó un ángel y quiso hacerme volver»).
La última estrofa del poema rechaza la idea de estar sin Dios, e inicia, volviendo a la tonalidad principal del movimiento, una ascensión progresiva (cromática en el bajo) sobre el motivo ascendente inicial, ahora disminuido para significar la elevación anhelante, que busca una luz que sólo Dios puede ofrecerle para poder alcanzar la vida eterna. La subida hacia esa luz se realizará a través de una octava sublime, que irá cayendo reposadamente, hasta volver al motivo inicial ascendente (dos negras-blanca), subrayado con las palabras eternamente, bienaventurada, culminando el pasaje sobre vida con una cadencia femenina sobre Re bemol, que acentúa la sensación de reposo alcanzado y la felicidad implícita.
V.
La vida es un paso hacia la muerte, que sólo tiene sentido en la supervivencia tras el adiós físico. El camino iniciado es irreversible y necesario. Para este paso extremo Mahler recurrirá a una orquesta de proporciones titánicas: más de 110 músicos -que tocarán 130 instrumentos-, y otras tantas voces que compondrán un monumental coro, más una banda de metales interna. Algo que no es desmedido si lo que se quiere pintar es un cuadro sinfónico que recoja en toda su crudeza y virulencia el Juicio Final.
Después comienza un coral sobre las cuatro notas de la secuencia gregoriana Dies Irae iniciado por las maderas agudas, que Mahler lo continuará a su manera, y al que yuxtapondrá en el trombón, continuado por la trompeta, el tema Auferstehn (Resucitarás): notemos aquí que las tres primeras notas de éste son una inversión -ascendente- de las tres iniciales del Dies Irae, y que aparecerán repetidamente juntas: es nuevamente un anticipo a la llamada del Juicio Final -al día de la ira-, que se contrapone a la esperanza -la certeza, la fe- en la resurrección. Las trompas entablan un diálogo con las maderas (que continúan el contrapunto, ahora por tresillos, iniciado por las cuerdas, con carácter evocador), para quedarse luego solas sobre el tema arpegiado y suavemente fanfárrico en Fa mayor, cuya cabecera recuerda al de Auferstehn, hasta que se apaga. Hay algo de súplica en el pasaje que se inicia a continuación, en Si bemol menor, protagonizado por esa llamada descendente del corno junto a la flauta, que servirá más tarde a la implorante melodía de O Glaube (Oh cree), una melodía expuesta sobre un intenso trémolo de los segundos violines con sordina, y una respuesta afirmativa, nuevamente esperanzada, en flautines y oboes (motivo ahora ascendente), dialéctica en la que se implicarán los demás instrumentos.
Mahler repite básicamente el esquema descrito en el párrafo anterior, aunque cambiando la orquestación: de manera tímida, recogida, oímos entonar de nuevo el coral sobre el Dies Irae en la madera (contrafagot) y metal graves, continuando como antes con el tema de Auferstehn. El tema irá creciendo de manera épica, hasta hacerse triunfal (Do mayor, una modulación que antes no se dio), gracias a las trompas y después las trompetas, mientras que los contrapuntos adquieren una entidad mayor.
Poco a poco la actividad va decreciendo hasta que casi se hace casi imperceptible (arpa -fortissimo- y contrabajos -pianissimo- en notas muy graves). El gong chino, timbales, bombo… parece que hacen temblar la tierra, mientras el metal entona un entrecortado arpegio («La tierra tiembla, resuena la última trompeta, comienza la Gran Llamada. Los muertos luchan por salir de sus tumbas, gimiendo y temblando»). Los dibujos que entona la madera no encubren lo siniestro y espectral que tiene el cortejo. No tardará la trompeta en iniciar un tema juguetón e infantil… sobre el tema del Dies Irae en violines y flautas, que luego pasará a toda la madera. Se inicia así una marcha fantasmagórica entonada por la cuerda (martellato, Fa mayor), sobre la cabecera del tema medieval en disminución (negras), con peculiar carácter festivo («Caminarán juntos en una larga comitiva ricos y mendigos, campesinos y reyes, la ecclesia militans con obispos y papas»); la trompeta se une con carácter protagonista, entonando una renovada versión del Auferstehn. Sin embargo, la procesión cada vez adquiere tintes más sombríos, descubriendo así la naturaleza esperpéntica y terrible del desfile.
Un molto ritardando precipita a la madera hacia una caída resbaladiza (escalas cromáticas descendentes interrumpidas por las advertencias espectrales de los trombones) sobre el temblor general de percusión y cuerda. El tema que más tarde se asociará a O Glaube se inicia como un tremendo lamento (< >), desarrollándose en la cuerda (primero violonchelos y luego los violines), mientras la banda, distante y discorde, interrumpe el discurso repetidamente con sus polirritmias. Todo se agita violentamente por última vez, suenan las trompetas apocalípticas con urgencia, y súbitamente se vuelve a Re bemol mayor -despacio (Langsam)-, donde los violonchelos y luego los violines entonan ese canto apaciguador que promete la redención.
Las trompas llaman por última vez, las trompetas nos desconciertan con su premura, con los ecos de sus fanfarrias. Una flauta y un flautín hacen cantar al pájaro -símbolo de naturaleza, de vida- por última vez («Las trompetas del Apocalipsis callan. Ya los muertos han salido de sus tumbas y la tierra permanece en silencioso vacío, tan sólo interrumpido por el canto del pájaro de la muerte; pero incluso éste calla finalmente»).
Comienza así la última parte del tiempo, movimiento, con la entrada de los santos (Sol bemol) en un coral de delicadeza sobrecogedora -nuevo anticipo del Coro Místico de la Octava-, sobre el texto de Klopstock, en el que se va imponiendo el canto de la soprano solista (Aufersteh’n). En medio, un bello pasaje orquestal con la exposición del tema de la Redención (trompas), y de nuevo el coro vuelve a la idea inicial.
Después, la impresionante intervención de la contralto con el famoso pasaje O glaube. El coro de hombres centra el núcleo ideológico de la sinfonía: «Lo que ha nacido debe perecer (aquí la frase desciende sin recelo). ¡Perecer para resucitar!» (el coro entona con énfasis un ascenso que reposa suavemente en Do bemol mayor). Una serena convicción en contralto y coro exaltan a que se pierda el miedo (Hör’ auf zu beben!), clamando en fortissimo y en enérgica homofonía (Re bemol de nuevo) «¡Disponte a vivir!» (Bereite dich zu leben!). Un poco más adelante, en un pasaje doloroso (en La bemol mayor), soprano y contralto se enzarzan en vivo diálogo de entradas canónicas, donde dejan ver claramente que la muerte así ha sido vencida, convergiendo finalmente a partir de «Zum Licht…», cuando se alce el vuelo «hacia la luz que ningún ojo ha visto». El coro insiste en esta idea de elevación («Mit Flügeln…»), sobre el tema capital que ahora señalamos, también en entradas imitativas. Poco a poco todos los elementos se van sumando en un crescendo amplio que termina en forma de coral sobre las palabras que Mahler añadió al texto de Klopstock, y que resumen el sentido de la sinfonía: «Moriré para vivir» (Sterben werd’ ich, um zu leben!), tema en aumentación con respecto al ya presentado anteriormente.
El coro vuelve a repetir la melodía, aún más fuerte, desde la dominante de Mi bemol, un efecto que enfatiza aún más la frase, junto a la retención del tempo, trémolos en timbales y madera, o la misma situación cadencial en que se plantea, todo lo cual conduce finalmente a Mi bemol mayor.
Un coral se levanta sobre la última estrofa, que comienza nuevamente sobre el texto Resucitarás, aunque el tema definitorio lo exponen trompetas y trombones. Las sopranos alcanzan el Si bemol cuando aluden al corazón (Herz) que resucitará en un instante, elevándose la melodía progresivamente, primero sobre was du geschlagen («lo que has sentido»), hasta terminar triunfalmente sobre zu Gott wird es dich tragen! («hacia Dios te llevará»).
A partir de aquí, quedará el tema de la resurrección en las trompas, luego en las maderas, subrayado por arpegios en las arpas, campanas, trémolos en la cuerda o golpes de gong chino en constante crescendo, que pondrán un vivificante punto final a la obra. Visto en conjunto, el tránsito ciclópeo desde el lóbrego y desesperanzado Do menor inicial al brillante y trinitario Mi bemol final completan la visión celular de una sinfonía pensada para sobrevivir.