Si bien su juventud le acerca al modelo de aventurero, alocado de mente e interesante de espíritu, fue uno de esos hombres que no persigue la aventura por su postura entregada, sino que es perseguido por ella debido a su volumen de exigencias y a la necesidad de ser siempre un ganador.
Aquello que quería, al menos por un tiempo en que la música era todavía pasión, lo consiguió de pleno. Se era wagneriano o antiwagneriano como fascista o comunista, jugadas que salieron mal a la larga.
Escoger el blanco o el negro como únicos colores es carecer de matices, aproximarse a la ideología del fanatismo, cosa que orillan, cuando no se sumergen en ella, muchas obras (óperas) de Ricardo Wagner.
Pero la intoxicación de teosofía religiosa no disminuye un ápice la fundamentalidad de una música magnífica, que aunque fuese epígono de una época -como afirma Debussy en una frase ya famosa- no deja de constituir un hallazgo no agotado.
Aunque su carrera literaria no permita prever lo amplio de su formación, lo cierto es que Wagner es uno de los no muchos compositores que necesita de la cultura como alimento para su propia música. Es seguramente esta tendencia obsesiva la que le hace derivar hacia un todo, en el que se reconoce como sumo hacedor de un pangermanismo altivo y una autoidolatría mimada, para la que conseguiría el templo de Bayreuth. La leyenda y el mito habían dado sus frutos y, al propio compositor, le debía ser difícil discernir entre deseo, invención y realidad.
En su codicia de lectura, una obra hace especial mella en él: la Mitología alemana de Jakob Grimm, y es esta combinación de lo difuso y lo inconcreto la que configurará por fin su pensamiento de pretendido visionario.
Aquello que caminaba por el «sendero de la luz» en su primera época -me refiero hasta que recala en Dresde en 1842, con treinta años ya cumplidos- se sumerge en lo que él mismo denomina «restos de una época desaparecida», llegando a una singular conexión entre lo sensitivo y lo irracional.
Pero si hemos de hacer una defensa sincera de su arte, baste decir que el nacionalismo nazi, que eligió el mito Sigfrido, ni dio ni restó valores a una música que gracias al equilibrio terminó fracasando como contenido ideológico.
Tannhäuser y el torneo de canto del Wartburg, éste es el título completo de la ópera que se estrenó en Dresde en 1845, y que quince años más tarde, revisada para la denominada «versión de París», se reestrenaría en la Ciudad Luz.
Una canción alemana del siglo XVI es el germen de la ópera que contó con un principio informador exhaustivo -desde un cuento de los hermanos Grimm hasta una narración de Tieck, desde escritos de Bechstein y Heine a narraciones de Eisenach o Hoffmann- para explicar el difícil conflicto entre el amor espiritual y el carnal.
Los hechos históricos se confunden con la leyenda, saltan en el tiempo, se enmarañan perdiendo cualidades simbólicas. Wagner jamás se encontraría satisfecho con su éxito, únicamente musical por apoyarse en las más ricas melodías. Las pretensiones del maestro eran sobre todo ideológicas y literarias.
Hasta 1891, ocho años después de la muerte del artista, Tannhäuser no sería representada en Bayreuth.
La diferencia entre versiones radica sobre todo en la «gran bacanal» (ballet) del primer acto, y la refundición de la escena entre Venus y el caballero -en la que sólo permanecen intactas las tres estrofas del canto de amor de Tannhäuser- recreadas para la aparición francesa.
Ante los deseos personales de Napoleón III, Wagner, sumergido en su Tristán, quiso actualizar su lenguaje musical para hacer por fin justicia al clima de horror requerido en el Venusberg.
La expresión sexual exacerbada podría por fin combinarse con la alternativa ascética de la condición de peregrino, siendo el depravado París, paradójicamente, la ciudad que vivió por primera vez esta experiencia.
Alemania no vio con buenos ojos los contactos liberales del compositor del que Baudelaire fue su mejor valedor en la prensa; pero a pesar de las arrepentidas afirmaciones por carta de Wagner, no creyendo en sus óperas en francés, Tannhäuser fue traducida por Charles Truinet, apoyado en un bosquejo en prosa del propio compositor.
Si el éxito interior fue suficiente en ciertas instancias intelectuales, hubo un escándalo formal por la interpretación pésima. Tannhäuser no volvería a París hasta 1895.
El mito de la redención por el amor femenino es una vez más la esencia de una obra wagneriana. Dividida en tres actos: el primero muestra el amor sensual en su más furiosa manifestación. El Venusberg (ubicado cerca de Eisenach) es la gruta de la satisfacción de las pasiones, el eterno femenino condenado religiosamente como devorador, y vencido sólo por la contranatura de la virginidad.
Venus, aunque diosa, cuando desea es débil y, a pesar de haber sido rechazada, volverá en el acto final a tratar de recuperar al hombre amado.
En el segundo acto, Tannhäuser regresa a su ciudad natal reencontrándose con el resto de los caballeros y, de nuevo, con el amor de Elisabeth.
Durante un concurso de canto que debe transcribir la verdadera naturaleza del mejor de los amores, Tannhäuser confiesa su experiencia, que la sociedad no puede perdonar.
Elisabeth le propone, para salvarle, peregrinar de nuevo para suplicar el perdón papal. Entretanto, la pasión, jamás correspondida de Wolfram por la muchacha, vuelve a desconocerse tras su sublime canción. El caballero parte en peregrinaje hacia la Ciudad Eterna.
En el acto final vuelve entre los peregrinos sin haber conseguido ese perdón. La carne es la obsesión cristiana, y el Papa ha asegurado que sería más fácil que floreciera su báculo a que fuera perdonada tan espantosa culpa.
Los deleites de Venus vuelven a la mente del caballero, por lo que aquélla se le aparece esperanzada. Wolfram el amigo, que acaba de ver morir a Elisabeth, pronuncia ese nombre-conjuro por el cual la tentación desaparece, y el caballero expira sobre el féretro de su dama que ha sido traído por el cortejo de nobles. En el mismo momento, un grupo de peregrinos entra en escena cantando con el báculo papal florecido entre sus manos.
Exaltación de amor y muerte, experiencia cristiana amalgamada. Dolor con amor o dolor por amor, así lo confirma nuestra «dolorosa» civilización, en la que no coinciden lo que se ama y lo que se desea. Nuestro descontento, traducido en angustia, nos conduce a un eterno peregrinar sin otro encuentro que el de la bienamada muerte como culminación del proceso «doloroso».
Su amigo, el rey.
Luis II de Wittelsbach (1845-1886) fue Rey de Baviera desde los dieciocho años hasta su misteriosa muerte en el Lago Starnberg, donde apareció ahogado al día siguiente de ser declarado loco y encerrado en el castillo de Berg. Personaje enigmático y complejo donde los haya, es recordado como arquetipo de rey bueno por la mayor parte de los bávaros, si bien el pueblo alemán y la historia consideran sus excentricidades como una constatación de su locura. Dedicó su vida más al arte y la ensoñación que a sus obligaciones como gobernante pero los wagnerianos del mundo entero debemos estarle muy agradecidos ya que sin su ayuda posiblemente Wagner no habría sido Wagner. Apasionado como estaba por los ideales caballerescos de la Edad Media, mandó edificar el Castillo de Neuschwanstein, junto a la pequeña villa de Schwangau, en los Alpes Bávaros, inspirándose en el Wartburg, fortaleza medieval de Eisenach (Turingia). Neuschwanstein es un auténtico castillo de cuentos de hadas, construido entre 1869 y 1886. Todavía en la actualidad se celebra cada año un ciclo de conciertos, durante el mes de septiembre, en su preciosa Sängersaal o Sala de los Cantores, concebida a imagen de aquella en que tuviera lugar el «Torneo de canto del Wartburg». Un poema del siglo XIII acerca de este torneo habría de inspirar a Wagner el «Tannhäuser» tras su primera visita a Eisenach en 1842. Y fue precisamente esta ópera del maestro de Leipzig la que sedujo al todavía entonces Príncipe Heredero de Baviera de tal forma que, inmediatamente después de ser nombrado rey, decidió llamar a Wagner a su lado, liquidar todas sus deudas, que eran muchas, y proporcionarle una pensión anual de 13.600 marcos. Sus ministros intentaron con insistencia apartar al joven rey de la nefasta influencia de las ideas revolucionarias de Wagner y, con la excusa del dispendio económico que suponía su mecenazgo, estuvieron a punto de conseguirlo. Cuerdo o loco, lo cierto es que Luis II fue un amigo fiel del ideólogo de la «Obra de arte total» y, si bien su relación sufrió algunos momentos de tensión, el apoyo del monarca resultó definitivo en más de una ocasión para que Wagner pudiera poner en práctica sus proyectos.