Por Joaquín Martín de Sagarmínaga
No mienten quienes afirman que la Staatsoper, el orgulloso edificio de la Ópera Nacional situado en plena circunvalación de la ciudad, es como el símbolo musical de Viena y está muy próxima al corazón de millares de vieneses. Tan cerca que, aunque muchos ciudadanos de esta bella capital acudan a ella raramente (o, incluso, no hayan acudido nunca) sienten como algo propio la proyección internacional de sus espectáculos, la reverberación del magno edificio, el brillo social de sus salones, terrazas y bailes. Por ello, no es demasiado aventurado afirmar que cada hostelero o conductor de tranvía vienés, preocupado por el uso que en lo lírico reciben sus muchos chelines de contribuyente, opine sobre el teatro de sus amores con análoga pasión a la que el ciudadano medio de los países latinos dedica a los destinos de su club futbolístico o selección nacional.
Y no es para menos, algo a menudo constatable por quienes, allí extranjeros, hemos anhelado con frecuencia los espectáculos que en la Staatsoper tienen lugar, puesto que la historia lírica de la Ópera del Estado de Viena (como capítulo importante, por descontado, dentro del acontecer musical de la ciudad) es una de las más fecundas y ricas de las que en Europa se tenga noticia. La construcción de la entonces llamada Ópera Imperial se efectuó entre 1861 y 1868, siendo sus artífices los arquitectos August de Sicarburgs y Eduard van der Null, a partir de unos solares cedidos por la administración municipal en la zona de la Ringstrasse (literalmente Calle del Anillo), donde vendrán a confluir buen número de edificios significativos, de fisonomía ecléctica, como son el Parlamento, el Ayuntamiento, la Universidad o el propio Burgtheater. En algún sitio se afirma que, tras ver consumada la obra, uno de sus constructores se suicidó porque la misma no se correspondía con sus planteamientos ni deseos.
Sí ha respondido, en unos casos más y otros, con los anhelos de un innumerable puñado de melómanos de muy diversas épocas, por la calidad y variedad de su renovada oferta lírica. Resulta elocuente la simple mención de algunos de sus directores musicales, entre los que cabe destacar nombres de la envergadura de Gustav Mahler, Franz Schalk, Richard Strauss, Felix Weingartner, Clemens Krauss, Herbert von Karajan, Lorin Maazel o Claudio Abbado (que en algunos casos zanjaron expeditivamente su relación contractual con un teatro que, por un lado, supo atraerlos hacia su órbita e incluso mimarlos y, por otro – como veremos luego un poco-, vigiló cada uno de sus pasos y les pidió imposibles).
Posiblemente no exista, dentro de su historia, un período más conmovedor que el de aquellas funciones post-bélicas que sucedieron al último disparo efectuado durante la conflagración europea del 14. Era la época de los «monstruos sagrados», de las Selma Kurtz, Maria Jeritza o Lotte Lehmann. Con el tono de voz un poco velado por la emoción el gran novelista Stefan Zweig nos ha legado un retrato irrepetible de estas jornadas vividas por él en primera persona. «Jamás olvidaré las funciones de ópera de aquellos días de terrible penuria -la cita es de George R. Marek-. Uno caminaba a tientas entre calles oscuras; había que reducir la iluminación por falta de carbón. Por un billete para la galería se pagaba una suma que años antes hubiera alcanzado para el abono de una temporada en un palco de lujo. Nadie sabía si sería posible continuar con las representaciones durante la semana siguiente, pues la devaluación podía ser aún mayor y quizá no entregaran más carbón. Los hombres de la Filarmónica eran como sombras grises, con sus trajes de etiqueta raídos, pálidos y demacrados por la privaciones, como fantasmas en una sala que también se había tornado fantasmal. Pero entonces, el director levantaba la batuta, se alzaba el telón y todo era glorioso como antes. Cada cantante, cada músico, daba lo mejor de sí; pues todos pensaban que quizá era aquella la última vez que actuaran en el teatro que amaban».
La identificación del pueblo austríaco con su majestuosa Ópera Nacional quedó sobradamente probada, por si aún cupiese duda, después de finalizar la segunda guerra mundial, durante la que había quedado derruida merced a los bombardeos aéreos. Su reconstrucción fue juzgada asunto de máximo interés nacional. Durante el interregno las funciones continuaron ofreciéndose en el Teatro an der Wien (el mismo en el que Mozart estrenara «La flauta mágica»), se construyó un edificio nuevo sobre el mismo suelo, y su actividad fue reemprendida con normalidad, a partir de 1955, tras el montaje del «Fidelio» beethoveniano que confirió lustre a la esperada reapertura (dirigido por el Dr. Karl Böhm y protagonizado por Martha Mödl). En dicho coliseo se habían estrenado obras emblemáticas que, a partir de entonces, han formado parte del tejido orgánico que constituye la historia de la música. Baste citar como significativas las «premières» de «Ariadna en Naxos» (en su versión definitiva) o «La mujer sin sombra», ambas de Richard Strauss.
«La era Karajan»
Uno de los períodos más brillantes de la Staatsoper fueron los ocho largos años en que, a partir de 1956, se hizo cargo de su dirección artística Herbert von Karajan. Por supuesto, como si éste llevara la discordia allá donde fuera, el caso es que la era Karajan fue también uno de los períodos más controvertidos de la institución porque, en definitiva, su valoración dependió en gran parte de la opinión que se tuviera sobre los diversos aspectos de la multiforme personalidad del propio Karajan, señor y tirano absoluto en los dominios de la Ópera Nacional (director de la casa, director de la orquesta, director de la escena en muchas ocasiones). Tirano quizá, pero, ¿absoluto?. Durante sus mandatos existieron varios codirectores, muchas decisiones rectoras recaían de hecho sobre las espaldas de otras personas, pero no se sabe cómo unos y otros se las ingeniaron para rivalizar entre sí, para no convivir nunca en armonía; si Karajan al final fue devorado por la propia máquina institucional de coloso que gobernaba, por las críticas de políticos, de personajes y personajillos del mundo musical vienés, lo cierto es que él siempre aspiró, con muy pocas dudas, a obtener tal dominio.
En ocasiones Karajan insistía sobre su renuencia a hacerse cargo de la dirección de la Ópera de Viena, una institución que en 1956 tenía bastantes problemas económicos y complicaciones administrativas. Pero el entonces ministro de Hacienda, Reinhard Kamitz, ofreció poner a su disposición unos recursos financieros fabulosos, no muy diferentes de las condiciones que el propio maestro pedía. Y Karajan, naturalmente, aceptó. El crítico Franz Endler ha resumido las reformas de Karajan en Viena de la siguiente manera: «implantó una estrecha colaboración con La Scala de Milán, introdujo la utilización de la lengua original (otros teatros operísticos seguirían pronto su ejemplo), se preocupó de llevar a cabo toda una serie de estrenos, atrajo invitados de renombre al teatro (…)». Conviene, en efecto, tener en cuenta que durante la era Karajan vieron la luz espectáculos fabulosos -ello sin contar las múltiples producciones consagradas a Wagner-, como «Asesinato en la Catedral», de Ildebrando Pizzetti, con el gran barítono Hans Hotter y dirección escénica de la legendaria Margarethe Wallmann, «La mujer sin sombra», de Richard Strauss, con Leonye Rysanek, Christa Ludwig, Jess Thomas y Walter Berry, «El caballero de la rosa», del mismo autor, con Schwarzkopf, Jurinac, Rothenberger, Edelmann y Kunz (de la que, colocando sus cámaras en la Staatsoper mientras las representaciones tenían lugar, Paul Czinner filmó en 1962, a instancias de Karajan, la célebre película) o, ya tardíamente, el «»Boris Godunov» de Mussorgski, con cantantes de primerísima fila, como Nicolai Ghiaurov o Sena Jurinac, esta última ídolo de la Ópera Vienesa hasta edad bastante avanzada. También favoreció de modo especial la ópera italiana: las Freni o Price, los Pavarotti o Carreras le deben mucho. Casi todas las óperas, o muchas de ellas fueron aligeradas -otros dirían, no sin razón, afligidas- por algún corte. Pero ni siquiera en una época como la nuestra, en que la revisión a la baja de la figura karajaniana parece trazada con brutales perfiles, cabe escatimar que producciones, elencos, elementos estables y la propia dirección orquestal eran en ocasiones portentosos. Paralelamente, el día a día, con sus murmullos y sus zancadillas, la cotidianidad de las pequeñas intrigas de corte, es lo que, tal vez, Karajan no pudo soportar de forma indefinida, además de que la omnipresente rutina vienesa -dicho en el mejor sentido- se le colaba por los propios instersticios del teatro cuyas puertas habían sido para tantos, aunque no para él, tan difíciles de franquear. Finalmente, el músico abandonó Viena airadamente, en medio de vivas polémicas. En adelante, sólo la Filarmónica de Berlín y los Festivales de Salzburgo parecerán ocupar su mente.
Viena tuvo otro director de gran talla con el advenimiento del superdotado franco-americano Lorin Maazel, pero el reinado de éste fue mucho más corto, aunque no menos polémico. Su rectoría duró desde 1982 hasta 1984, casi tres años, finalizando antes de vencer su propio contrato. Para Norman Lebrecht el principal fallo de Maazel fue no saber atraerse al «establishment» del teatro y de la ciudad, en especial a la influyente crítica musical personificada en los santones de «Die Presse». Se creó muchos enemigos innecesarios, no supo dar jabón a políticos influyentes e, incluso, llegó a verse afectado por una más o menos abierta campaña de antisemitismo, él que no es propiamente el judío errante. El descontento que dejó tras su paso por Viena llenó montañas de editoriales periodísticos. Claudio Abbado, milanés, su sucesor un par de años más tarde tras un ínterin no menos polémico, no tuvo tampoco mucha mejor suerte. El viejo Saturno continuaba su canibalismo filial, siendo las víctimas sus hijos más amados (algo que parece congénito a la Ópera del Estado).
Reflexiones y un recuerdo
Conviene, llegados a este punto, añadir algo sobre el funcionamiento de la Ópera Nacional. La institución que a los vieneses reporta mayor orgullo es la Filarmónica de Viena, enorme plantilla orquestal doble o triple dotada de más de doscientos músicos de excepcional nivel técnico, pronta a atender simultáneamente los compromisos adquiridos en el foso de la Staatsoper y en las salas de concierto. Además, aunque menos conocidos que su hermana instrumental, cabe reputar como excelente al Coro de la Ópera y al cuerpo de baile.
Un factor importante, que convierte a Viena en una inmensa factoría destinada a crear espectáculos operísticos, y que no tiene parangón con el funcionamiento de ninguna otra ciudad del continente, es el hecho de que la Staatsoper (igual que hace la Volksoper con sus producciones en lengua vernácula), ofrezca cada día al público un título lírico diferente -con un número que bordea los cincuenta anuales-, dentro de un sistema rotatorio de producciones que, aunque criticado por algunos por mor de la siempre aireada «routine», constituye el sistema ideal para el turista que durante una semana puede presenciar hasta cinco espectáculos diferentes. Tal factor enlaza con la cotidianidad que allí tiene el hecho lírico, contrastante con los ribetes de elitismo que aún acompañan a la ópera en muchas manifestaciones ofrecidas en nuestro país.
Otra de las características que hacen tan singular a este teatro es su magnífica acústica, así como la sensación de intimidad que crea en muchos oyentes. Es una acústica que mima las voces, que las hace fluir blandamente, que ayuda a extraer de ellas sus mejores resonancias, y todo eso a despecho de la amplitud del recinto (un fenómeno parangonable al Liceo de Barcelona). Además, como en el propio gran teatro catalán, con sus pisos cuarto y quinto, las mejores localidades son las centrales de «Stehplatz» de último piso, las más cercanas a la bóveda superior del coliseo, aunque uno tenga que sentarse en el suelo o permanecer de pie. Sólo cuestan el equivalente a doscientas pesetas en chelines austríacos. «¡Qué injustas, socialmente hablando, son las leyes de la acústica!», que diría un conocedor con posibles. Si se tiene en cuenta que las butacas de patio, algunas algo «sordas», cuestan aproximadamente veinticinco mil pesetas, habrá que concluir que merecen la pena las colas, iniciadas a veces (según el mayor o menor reclamo del cartel) con varias noches de antelación.
Normalmente la cola para obtener estas preciadas entradas que salen a la venta el mismo día, se inicia el mismo día o, a lo sumo, la noche anterior. Los postulantes se apuntan en una lista numerada, abierta por los primeros en llegar, y durante diversos momentos del día van cantándose los números. Después de sacadas en taquilla las entradas se aguarda en la escalera mientras la cola va avanzando a través de todos los pisos. Luego hay que pegarse una carrerilla para acceder a los mejores puestos, reservándolos en las barandillas con pañuelos o jerseys ya que, obviamente, dado su paupérrimo precio, los tickets no son numerados.
Estas son algunas de las claves del éxito de la Ópera del Estado de Viena. Sin embargo, estaríamos mintiendo si asegurásemos que el nivel actual de la Staatsoper -elevado, en cualquier caso, en días de crisis vocal innegable-, es el mismo que el de aquellos tiempos nostálgicos, que confunden sus contornos con la línea misma del cielo: los dorados tiempos de los Mahler, Strauss, Roller, Reinhardt, Gutheil-Schöder, Lehmann o Mayr. Hoy, o lo que es casi lo mismo, en el pasado cercano, las grandes estrellas de Viena se llaman Gruberova, Domingo, Pavarotti, Carreras, Bruson, Ramey, Baltsa, Varady o Zampieri, ello sin olvidarnos del capítulo de algunos jóvenes españoles que se han afianzado allí, como Carlos Álvarez, Manuel Lanza o Miguel Ángel Zapater. La orquesta, en ocasiones algo exhausta por la acumulación de trabajo, sigue manteniendo un buen tono en los últimos años, con directores «sudacorcheas» al frente, sin contar el lustre y fundamento que, de vez en cuando, aportan batutas asiduas como las de Muti, Metha, Stein, Hager, Gielen o Campanella.
Entre tantas noches allí vividas caben muchos recuerdos personales. Destaco solamente uno: la «Tosca» de Raina Kabaivanska y Luciano Pavarotti del 9 de marzo de 1987. Una noche brillante, en modo alguno de rutina vienesa. La función, además, era una «première». El añejo montaje creado por Margarethe Wallmann, el mismo que representó uno de los grandes triunfos de Maria Callas en esta gran ópera de Puccini, y sabíamos que esta era la última vez que se reponía. Los secundarios eran de lujo, y el director, un jovencísimo Tiziano Severini -pronto considerado un experto en las lides puccinianas-, fue continuamente a más en el transcurso de la representación. Raina Kabaivanska estuvo memorable en frases como «Dio mi perdona. Egli vede ch’io piango!», que probablemente nunca he oído decir a nadie igual. Pavarotti, variado y elocuente como en pocas ocasiones, singularmente afortunado en momentos como el «Adiós a la vida» o el «Amaro sol per te». Entre ambos, tan distintos, hay química. Pero como no hay cielo azul que no empañe alguna nube y, de hecho, sabemos que la perfección no existe, Scarpia fue un gastado, rutinario, igual a sí mismo Ingvar Wixell. Finalizado el segundo acto, una anciana señora -hay que suponer que clienta de toda la vida de las localidades de pie del «Parterre Stehplatz», tenía el pulgar derecho vuelto hacía abajo, como los Césares, y, como ellos, sentenció audiblemente:
«Wixell, nicht!»