Por Miguel P. Martín
La fecha del 25 de abril de 1926 ha quedado ya como una de las más señaladas de la historia de la ópera del siglo XX. La función de aquella noche en el Teatro alla Scala de Milán, el templo de los templos del arte lírico, tuvo sin duda un significado muy especial para quienes asistieron a ella, porque se estrenaba la última ópera -póstuma, además- de uno de los más queridos y admirados compositores de la época: Giacomo Puccini. El autor había muerto apenas un año y medio antes -el 29 de noviembre de 1924-, y su última herencia artística subía por fin al escenario, después de que el compositor Franco Alfano hubiera completado la inconclusa partitura que el maestro de Luca había dejado. Rosa Raisa (Turandot), María Zamboni (Liu), el tenor español Miguel Fleta (Calaf) y Carlo Walter (Timur) encabezaban el reparto de aquella histórica jornada. En el podio se encontraba Arturo Toscanini. La representación discurrió normalmente. En el tercer acto, después de la escena de la muerte de uno de los personajes, Liu, Toscanini detuvo a la orquesta; tomó la partitura de Puccini en sus manos, y pronunció una ya celebérrima frase. «Aquí termina la ópera, porque en este punto murió el maestro».
Aquella fecha, sin embargo, no fue sólo la del estreno de la ópera póstuma de Giacomo Puccini, sino el fin de una era. Todavía habrían de llegar obras maestras del género como «Lulú», de Alban Berg; «Cappriccio», de Strauss; «Peter Grimes», de Britten; «The rake’s progress», de Stravinski; o «Moisés y Aarón», de Schönberg, por citar sólo unos ejemplos. Pero Puccini fue el último gran nombre de la ópera que podríamos denominar «tradicional». Él fue el último representante de esa raza de compositores que durante cerca de dos siglos convirtieron Italia en el centro de la ópera mundial.
La historia de Turandot, la fría y cruel princesa china, llegó a Puccini de una forma casi casual. Puccini buscaba temas después del estreno de «Il trittico». Entre otras alternativas, Renato Simoni le sugirió una obra de Carlo Gozzi, y pronto el tema sedujo a Puccini. Su creación fue lenta, porque el compositor buscaba crear una ópera «única y original». En una carta a su amigo y colaborador Giuseppe Adami (autor, junto con el propio Simoni, del libreto), escrita seis meses antes de su muerte, le confesaba: «Pienso, hora a hora, minuto a minuto, en «Turandot», y toda la música que he escrito hasta ahora me parece una pequeña burla y ya no me gusta».
Aunque no era la primera vez que Puccini viajaba musicalmente a Oriente (ahí está su «Madama Butterfly»), el compositor realizó en «Turandot» un mucho más elaborado trabajo de adaptación, y llegó a incluir motivos chinos auténticos en la partitura. También la riqueza armónica que presenta la ópera supone un paso adelante en su producción, con el empleo de maneras compositivas mucho más modernas que en el resto de sus obras, e incluso con la utilización de modos ajenos a la música europea. Todo ello sin desdoro del fascinante dramatismo que destilaron siempre sus obras (Puccini fue uno de los compositores con mayor pulso dramático y con mayor instinto teatral de la historia de la ópera); con unos extraordinarios contrastes líricos, casi siempre puestos en la boca de Liu, un personaje por el que seguramente sentía Puccini una especial simpatía. Y con el excepcional hallazgo musical y narrativo de los tres grotescos y singulares personajes de Ping, Pang y Pong, impregnados del espíritu de la Commedia dell’Arte.
«Turandot» se desarrolla en Pekín, en la China Imperial. Allí reina el terror porque Turandot, la hija del Emperador Altoum, ha decidido que sólo se casará con aquel Príncipe que consiga resolver los tres enigmas que ella le proponga. En caso contrario, la pena para el pretendiente es la muerte, y ya son varios los Príncipes que han dejado la vida a pies de la Princesa. En ese Pekín aparece Timur, un anciano rey tártaro depuesto, a quien acompaña su joven y fiel esclava Liu. Allí se encuentran con Calaf, hijo de Timur, a quien su padre creía muerto, y por quien Liu siente un secreto amor. Los tres ocultan su identidad. Al ver a Turandot, despierta en Calaf una repentina pasión y decide optar a su mano; tratan de persuadirle Timur, Liu y los tres cortesanos -Ping, Pang y Pong-, pero es en vano. Sometido a la prueba de la Princesa, Calaf resuelve los tres enigmas en medio de una gran algarabía popular. Pero Turandot, vencida, no quiere cumplir su promesa, a pesar de la insistencia de su padre. Calaf, entonces, le ofrece una alternativa. Si antes del amanecer ella consigue saber su nombre, él morirá. Si no, se casarán. Turandot ordena que nadie duerma en Pekín esa noche y que toda la ciudad intente descubrir el nombre. Liu es llevada ante Turandot y, temiendo revelar el nombre de Calaf bajo tortura, se clava un puñal. Horrorizado, el Príncipe reprocha a Turandot su crueldad y luego la besa apasionadamente. El beso deshace el hielo que envuelve a la Princesa, y se da cuenta de que está enamorada de Calaf, con quien, finalmente, accede a casarse.