Por José Luis García del Busto
Si Beethoven había hecho crecer a la orquesta, numéricamente y en cuanto a consideración como vehículo idóneo para la manifestación de los más hondos estados expresivos, si Berlioz había tenido sueños de gigantismo e intuiciones formidables de «colorido» sonoro, la línea del poema sinfónico lisztiano insistió en aumentos numéricos y en utilizaciones de instrumentos atípicos, aconsejadas por criterios tímbricos y por necesidades «descriptivas». En cuanto al campo teatral -la ópera-, la orquesta tiene en Richard Wagner a su principal valedor. Wagner partió de la gran orquesta meyerbeeriana, pero pronto la personalizó y acabó poco menos que perfilando una orquesta sinfónica a su medida. Así, procuró la construcción de variantes de los instrumentos de metal: trompetas, trombones y, muy especialmente, las tubas (se habla de tubas wagnerianas). Ello respondía a su afán innovador, a su voluntad de magnificar el papel de la orquesta en la música teatral, a su gusto por subrayar el carácter expresivo de la tímbrica, pero también al hecho de la disposición del «teatro de ópera ideal» que para sus dramas líricos se construyó en Bayreuth: en efecto, el foso de Bayreuth, con la orquesta techada y oculta a los espectadores, tamizaba y mitigaba el sonido de manera que permitía aumentar los instrumentos más poderosos -los metales, la percusión- y, sobre todo, tocarlos con mayor firmeza en el ataque y experimentar más cómodamente con ellos…
En el siglo transcurrido entre la madurez del Barroco y la explosión del Romanticismo la evolución de la orquesta había sido enorme: una auténtica transformación. Pero, después de Berlioz, el instrumento orquesta evoluciona poco: desde luego, mucho menos que la música que se escribe para él. La orquesta acoge ampliaciones, variantes…, pero, en muchas ocasiones, necesitadas por un compositor para una obra y sin que tal uso se instituya después. La base, el esqueleto, es el mismo. Se ensayan a menudo «toques de color»: así, el arpa, ya utilizada por Mendelssohn en la obertura de Atalia y por Berlioz en su Sinfonía fantástica, es requerida intensamente por Wagner, quien prescribe 6 arpas para el foso de El oro del Rhin; la celesta, genialmente utilizada por Chaikovski en Cascanueces, es incorporada muchas veces después; en fin, los instrumentos de percusión multiplican y diversifican sus presencias…
En el final del sinfonismo romántico encontramos las gigantescas orquestas de Bruckner y Mahler, que son casos bien distintos: el primero, perseguidor del ideal wagneriano en cuanto a la sustancia de su música, también se acoge a lo que podríamos denominar «orquesta wagneriana», con robustas formaciones de metales que condicionan la cantidad -que no la cualidad- de los demás instrumentos; por el contrario, el gigantismo sonoro y expresivo de Gustav Mahler afecta a la cantidad y a la cualidad. Muchos podrían ser los ejemplos, pero baste apuntar los usos del fliscorno o cornetín en la Sinfonía nº 3, el martillo y yunque -o lo que venga a sustituirlos- en la Sexta, la guitarra y mandolina en la Séptima, cencerros, cascabeles…, por no apuntar hacia usos instrumentales de la voz humana: con evidente exageración, aun con base de verdad, Aubert y Landowski, en su pequeño tratado «La orquesta» (1951) afirman que Mahler no duda en requerir coros infantiles para duplicar las campanas (alusión a la Tercera Sinfonía). Contemporáneo de Mahler, pero llamado a adentrarse más en el siglo XX, el maestro bávaro Richard Strauss insiste en la utilización de orquestas masivas para sus grandes poemas sinfónicos, y requiere toques «descriptivos», como la máquina de viento en Don Quixote, o recupera viejos instrumentos para lograr efectos expresivos o líricos especiales, como sucede en la Sinfonía doméstica con el oboe de amor.
Frente a esta evolución de la orquesta por acumulación, el genio de Debussy no vino a proponer una nueva orquesta, pero revolucionó la orquestación, de manera que, con los instrumentos tradicionales, propuso un novísimo sonido orquestal. No se trataba de multiplicar los instrumentos en pos de una masa sonora más poderosa de volumen, más compacta, sino, por el contrario, de individualizarlos y personalizarlos con claridad, de adelgazar las texturas y procurar una mayor delectación en los timbres, así como una mayor explotación de sus posibilidades propiamente musicales. La extremada novedad del tratamiento orquestal que supone el Preludio a la siesta de un fauno se consigue con la más «vulgar» y modesta de las plantillas orquestales: 3 flautas, 3 oboes, 2 clarinetes, 2 fagotes, 4 trompas, percusión normal, 2 arpas y cuerda. Ravel aprende bien la lección, pero añade, al proceso de clarificación, de individualización, de personalización tímbrica de la orquesta debussysta, el ingenio de mil y un hallazgos, efectos basados en mezcolanzas insólitas, propios solamente de un maestro, casi diríamos un mago de la instrumentación. Los ejemplos que cabría dar para argumentar la aportación de la orquesta raveliana serían numerosos, pero acaso baste recordar ese hito llamado Bolero, exhibición de música hecha con un solo breve tema (y una derivación del mismo), que se repite invariablemente durante más de un cuarto de hora, sin modular hasta los instantes finales, pero construyendo un tenso y rico curso musical merced a la variada sucesión de timbres y a la progresiva densificación de la materia sonora: nunca el trabajo de orquestación había sido tan identificable con el de composición.
Flautas, oboes, clarinetes, fagotes, trompas, trompetas, trombones, tubas, timbales, percusión y cuerda… Esta es una conjunción de instrumentos con las que se puede hacer la mayoría del sinfonismo clásico-romántico, aunque habría que exceptuar un buen puñado de partituras que exigen algún instrumento ajeno a esta plantilla base. Sin embargo, esas, y no más, son las exigencias instrumentales de La consagración de la primavera de Stravinski: el aspecto «visual» de la orquesta de Le Sacremavera puede engañar, pero este aspecto imponente enseguida se repara en que tiene más que ver con el número de instrumentistas (especialmente crecido en cuanto a la percusión) que con la condición de los propios instrumentos. Una vez más, un paso grande en la evolución de la moderna orquesta se lleva a cabo no por cambio de instrumentos ni por adición de otros nuevos, sino por novedades profundas en cuanto al tratamiento de cada uno de esos instrumentos, de sus combinaciones por familias, de sus posibilidades de fusión con otros, etc. Casi había sido más «nueva» la orquesta de Petruchka, con la importante presencia del piano sumido en el conjunto… Durante toda su carrera, Stravinski investigó, y tanto propuso orquestaciones no ya nuevas, sino específicas de una sola obra -véase la orquesta de la Sinfonía de los Salmos, con dos pianos, sin violines…-, como se plegó a componer para orquesta de cuerda, para orquesta de formación clásica, para pequeña orquesta tipo concerto grosso, para jazz band… Bien entrado el siglo XX, no había puertas para las audacias. Pero había quedado palmariamente claro que las posibilidades de la gran orquesta eran ilimitadas no tanto porque a la orquesta se pudiera incorporar cualquier instrumento, incluso cualquier «ruido», sino porque ilimitadas son las ocurrencias de los grandes creadores musicales.
Ya cerca de nuestros días, las variantes orquestales son innumerables, y van desde la simple incorporación de timbres nuevos (mil y un instrumentos de percusión, a menudo tomados de culturas «exóticas», la voz humana utilizada como mero timbre o, por poner un ejemplo bien concreto, las Ondas Martenot utilizadas por Messiaen) o propuestas más trascendentes, como puedan ser la utilización de las cuerdas en divisi o la distribución de la gran orquesta en grupos espacialmente separados, uso del que es ejemplo pionero los Gruppen de Stockhausen.