Por José Luis García del Busto
En el final del sinfonismo romántico encontramos las gigantescas orquestas de Bruckner y Mahler, que son casos bien distintos: el primero, perseguidor del ideal wagneriano en cuanto a la sustancia de su música, también se acoge a lo que podríamos denominar «orquesta wagneriana», con robustas formaciones de metales que condicionan la cantidad -que no la cualidad- de los demás instrumentos; por el contrario, el gigantismo sonoro y expresivo de Gustav Mahler afecta a la cantidad y a la cualidad. Muchos podrían ser los ejemplos, pero baste apuntar los usos del fliscorno o cornetín en la Sinfonía nº 3, el martillo y yunque -o lo que venga a sustituirlos- en la Sexta, la guitarra y mandolina en la Séptima, cencerros, cascabeles…, por no apuntar hacia usos instrumentales de la voz humana: con evidente exageración, aun con base de verdad, Aubert y Landowski, en su pequeño tratado «La orquesta» (1951) afirman que Mahler no duda en requerir coros infantiles para duplicar las campanas (alusión a la Tercera Sinfonía). Contemporáneo de Mahler, pero llamado a adentrarse más en el siglo XX, el maestro bávaro Richard Strauss insiste en la utilización de orquestas masivas para sus grandes poemas sinfónicos, y requiere toques «descriptivos», como la máquina de viento en Don Quixote, o recupera viejos instrumentos para lograr efectos expresivos o líricos especiales, como sucede en la Sinfonía doméstica con el oboe de amor.
Flautas, oboes, clarinetes, fagotes, trompas, trompetas, trombones, tubas, timbales, percusión y cuerda… Esta es una conjunción de instrumentos con las que se puede hacer la mayoría del sinfonismo clásico-romántico, aunque habría que exceptuar un buen puñado de partituras que exigen algún instrumento ajeno a esta plantilla base. Sin embargo, esas, y no más, son las exigencias instrumentales de La consagración de la primavera de Stravinski: el aspecto «visual» de la orquesta de Le Sacremavera puede engañar, pero este aspecto imponente enseguida se repara en que tiene más que ver con el número de instrumentistas (especialmente crecido en cuanto a la percusión) que con la condición de los propios instrumentos. Una vez más, un paso grande en la evolución de la moderna orquesta se lleva a cabo no por cambio de instrumentos ni por adición de otros nuevos, sino por novedades profundas en cuanto al tratamiento de cada uno de esos instrumentos, de sus combinaciones por familias, de sus posibilidades de fusión con otros, etc. Casi había sido más «nueva» la orquesta de Petruchka, con la importante presencia del piano sumido en el conjunto… Durante toda su carrera, Stravinski investigó, y tanto propuso orquestaciones no ya nuevas, sino específicas de una sola obra -véase la orquesta de la Sinfonía de los Salmos, con dos pianos, sin violines…-, como se plegó a componer para orquesta de cuerda, para orquesta de formación clásica, para pequeña orquesta tipo concerto grosso, para jazz band… Bien entrado el siglo XX, no había puertas para las audacias. Pero había quedado palmariamente claro que las posibilidades de la gran orquesta eran ilimitadas no tanto porque a la orquesta se pudiera incorporar cualquier instrumento, incluso cualquier «ruido», sino porque ilimitadas son las ocurrencias de los grandes creadores musicales.