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Vicente Martín y Soler, o la Caprichosa Fortuna
Por Andrés Moreno Mengíbar
(Artículo publicado en el número 74 -marzo de 2003- de la revista Melómano)
Parece que, al fin, va llegando la hora para la recuperación del repertorio operístico español en su lugar natural, es decir, en los teatros. Por mucho que la tradicionalmente atrasada Musicología española intente recuperar el paso perdido mediante investigaciones, análisis y ediciones críticas, de nada serviría todo ello si, al final, todo ese acervo musical no acabase por llegar al público a través de representaciones o, cuanto menos, ejecuciones en versión de concierto. La mayor parte de los países europeos hace ya décadas que iniciaron ese camino de recuperación de su memoria musical, pero en España aún quedaba esa asignatura pendiente. Afortunadamente, los principales teatros españoles parecen haber desarrollado en los tiempos más recientes esa sensibilidad tan imprescindible, sacando a la luz más de una grata sorpresa que acaba por echar por tierra los tradicionales tópicos sobre la ausencia de una ópera española. Baste recordar las recuperaciones realizadas o programadas por el Teatro Real (Margarita la tornera, de Chapí; Merlín, de Albéniz; las próximas Ildegonda, de Arrieta o La Dolores, de Bretón), el Gran Teatro del Liceo (La Fattucchiera, de Cuyàs; Els Pirineus, de Pedrell) o el Teatro de la Zarzuela (La púrpura de la rosa, de Torrejón y Velasco; Le Revenant, de Gomis). Todas estas iniciativas se insertan en un marco más amplio de nueva sensibilidad hacia el conocimiento del repertorio lírico menos trillado de nuestra tradición histórica, con un interés que incluso desborda nuestras fronteras, como lo demuestra la reciente interpretación en San Petersburgo de Glaura y Cariolano, de José Lidón (1792) o la programación en el Festival de Wexford de María del Carmen, de Granados. Por su parte, el Festival de Granada ultima para su edición 2003 la interpretación de Il califfo di Bagdad, de Manuel García. De manera complementaria, la industria discográfica se empieza también a hacer eco de este renovado interés por ampliar los repertorios más conocidos, arriegándose a grabar producciones de enorme interés. Es el caso, por ejemplo, de la grabación de La Dolores, cosechadora de un premio Grammy, o de Merlín. Muy próximas a hacer su aparición en el mercado están las grabaciones de Margarita la tornera, de La Fattucchiera o de Henry Clifford, de Albéniz.
Un lugar remarcable en todos estos acontecimientos debe reservarse para el madrileño Teatro de la Zarzuela. Con un criterio digno de elogio por su buen sentido, desde que la apertura del Teatro Real “liberó” al coliseo de la calle Jovellanos de la programación operística, se ha optado por complementar la oferta lírica madrileña mediante una programación centrada en el repertorio español. Junto al género que le da nombre, la dirección del teatro ha abordado una interesantísima y meritísima labor de recuperación de ese enorme archivo histórico del pasado musical español ofrecido, además, en producciones con los medios y la calidad artística que hasta ahora se le habían hurtado en beneficio de la ópera más tradicional. Si interesantes han sido las propuestas de años anteriores, aún más lo es la del presente 2003: en el mes de abril se recuperará San Antonio de la Florida, de Albéniz (en programa complementado por Goyescas, de Granados), y en el mes en que estamos tendrá lugar un acontecimiento largamente esperado por quienes siempre hemos suspirado por ver sobre las tablas algunas de las creaciones de nuestro pasado: la producción de La capricciosa corretta, de Vicente Martín y Soler y con texto nada menos que de Lorenzo Da Ponte, un espectáculo que previamente se ha paseado por Lausanne y Burdeos. Una gran noticia, sin duda, y uno de los acontecimientos musicales del año.
De Valencia a Nápoles
De las muchas injusticias en que ha incurrido nuestra incurable tendencia a la desmemoria, quizá una de las mayores sea la cometida con Vicente Martín y Soler. Tras pasar una vida de éxitos y entre el favor de algunas de las cortes culturalmente más refinadas de la Europa del siglo XVIII (Nápoles, Viena, San Petersburgo), en un giro de la caprichosa fortuna (De utriusque variae fortuna, que diría Petrarca, con quien lo comparó Lorenzo Da Ponte) pasó a habitar tan sólo en el miserable espacio de una nota a pie de página en los libros sobre Mozart, cuando se aclaraba el sentido de la expresión de Leporello “Bravi, cosa rara” en el quinto cuadro del segundo acto de Don Giovanni. Triste destino para quien en su momento pudo superar en fervor del público vienés al propio Mozart. Desde su muerte en 1806 y hasta finales del siglo XX, su memoria quedó como un fantasma, como una referencia erudita, y su música callada para siempre. Algún artículo aislado acá y allá (el pionero de R. A. Mooser en 1936, otro de U. Prota en 1960, los de R. Jesson, H. Rosenthal y D. Winton en 1972, los de R. Alier en 1981 y años siguientes, otro de Genoveva Gálvez en 1987, el dossier de Scherzo de 1990) y las primeras representaciones modernas de sus obras en España (L’Arbore di Diana en el Principal de Valencia en 1983 o Una cosa rara en el Liceo en 1991), esto es todo lo quedó de su recuerdo a los casi doscientos años del fallecimiento del que sin duda ha sido uno de los compositores con mayor talento de nuestra Historia. Puede que la reciente biografía escrita por Giuseppe Matteis y Gianni Marata (Vicente Martín y Soler, Valencia, Institución Alfonso el Magnánimo, 2001), la iniciativa de Teatro de la Zarzuela, el interés demostrado por John Eliot Gardiner por grabar L’Arbore di Diana y el proyecto del sevillano Teatro de la Maestranza para representar Il tutore burlato sean el inicio de la definitiva aclaración de cuentas con este valenciano cosmopolita y universal como pocos.
Nuestro compositor nació en Valencia el 18 de junio de 1754, hijo del cantante Francisco Javier Martín y de Magdalena Soler. Muy poco se sabe de sus primeros veinte años de existencia. Es seguro que sirvió en la Catedral de Valencia como infantillo de coro entre 1760 y 1764 y parece algo más fabulada su ocupación como organista en Alicante. Algo más de luz comienza a asomar en su biografía a partir de 1775, año en que lo encontramos en Madrid trabajando para alguna de las compañías líricas de los teatros de la capital. En ese año se estrena en la Granja de San Ildefonso la que probablemente sea su primera ópera, Il tutore burlato, obra que tres años más tarde sería adaptada en formato zarzuela y representada en Madrid bajo el título de La Madrileña, o el tutor burlado. En estos años capitalinos estableció sólidas relaciones con artistas italianos y se casó con Oliva Masini, a la vez que obtenía el favor del Príncipe de Asturias, el futuro Carlos IV, que le otorgó el título de Maestro de Capilla y le facilitó una generosa pensión para trasladarse a Nápoles, la Meca de todo operista de la época.
Ocho años, entre 1777 y 1785, pasaría Vicente en la corte borbónica partenopea, años en que consolidó su formación y cimentó su fama como compositor. En este sentido, sería crucial su relación con Charles Lepicq, coreógrafo del Teatro San Carlo que lo contrató y le abrió las puertas a una feliz relación con la familia real napolitana. Sus primeras composiciones napolitanas serían en 1778 ballets que, como Li Novelli Sposi Persiani o Le inutili precauzioni (sobre el argumento de El barbero de Sevilla), le granjearon pronta fama. Ésta se acrecentó aún más con la música compuesta para la gran mascarada pública Il Viaggio del Gran Signore alla Mecca y el insólito Concierto de los Cañones (ambas obras de 1778), una composición orquestal en la que intervenían diversos cañones auténticos disparados por el Rey y su familia, con tanto gusto por parte de éstos que Vicente consiguió el ansiado privilegio de abrir el siguiente Carnaval con una nueva ópera, Ifigenia in Aulide, estrenada en el San Carlo en enero de 1779. Nuevos ballets (Il ratto delle Sabine) y óperas (Ipermestra) consolidaron su fama en los años siguientes, hasta el punto de que a la altura de 1781 estaba en disposición de elegir entre ofertas de varias cortes italianas para componer para sus teatros. Optó por Turín, donde dio a conocer Andromaca, una ópera que alcanzó la insólita cifra de 22 representaciones seguidas. Mientras tanto, otras óperas suyas sonaban ya en Lucca, Florencia y Padua. Durante los siguientes cuatro años fue dando a luz éxito tras éxito, como L’amore geloso (1782), In amor ci vuol destrezza (1782), Vologeso (1783), La Dora Festeggiante (1783), el ballet Cristiano II rè di Danimarca (Venecia, 1783), el oratorio Philistaei a Jonatha Dispersi (1784) o las óperas Le burle per amore (1784) y La Vedova Spiritosa (Parma, 1785). Su nombre sonaba ya entre aplausos en los mejores teatros italianos y su fama pasaba ya los Alpes. Estando en Venecia, en el otoño de 1785, le llegó una atractiva oferta de Doña Isabel Parreño, Marquesa del Llano y esposa del embajador español en la corte austríaca, para desplazarse a Viena, ciudad en la que la ópera italiana era la reina incontestable de los gustos imperiales y del favor de sus habitantes. Y allí que se desplazó quien por entonces ya era conocido como Martini lo Spagnuolo.
Los años dorados
Vicente llegó a una Viena que, en el terreno operístico, estaba entregada sin resistencia al género italiano. Un verdadero “lobby” italiano controlaba la vida operística de la corte, desde el superintendente del Burgtheater, el Conde Orsini-Rosenberg, al compositor preferido del Emperador, Antonio Salieri, pasando por el Poeta Cesáreo, el abate Casti, proveedor oficial de libretos. Como procedente de Italia y con su currículo italiano, Martín y Soler pudo encajar bien en tal panorama, si bien al principio tendría que luchar contra las reticencias del grupo de los italianos a compartir con nadie más el pastel de las producciones operísticas cortesanas. El valenciano, no obstante, contaba con la protección de la embajadora española quien, merced a su buena relación con el Emperador, logró que éste le encargase a Lorenzo Da Ponte un libreto para Vicente. He aquí, pues, el que quizá sea el momento providencial en la vida profesional de nuestro compositor, su encuentro con ese “pequeño Casanova” que fue Emmanuel Conegliano, más conocido por Lorenzo Da Ponte. Por similitud de caracteres (gusto por los desafíos, concepción lúdica de la existencia, vena aventurera, afición por el género femenino) y por otros aspectos que les unieron (ambos eran extranjeros en una corte extraña), una auténtica chispa surgió entre ambos. Da Ponte siempre llevó en su memoria los más afectuosos recuerdos de Martini (a quien equiparaba con Mozart en méritos artísticos), mientras que el valenciano pudo contar por arrebatadores éxitos sus colaboraciones con el disoluto abate. Los tres años vieneses serían, pues, los momentos de mayor gloria para el antiguo infantillo de coro.
El 4 de septiembre de 1786, con sólo dos o tres semanas para su composición, se estrenaba Il burbero di buon core. Cedamos el teclado a Da Ponte. “La ópera se representó y desde el principio hasta el final fue aplaudida. Se observó que muchos espectadores, y entre ellos el Emperador, aplaudían algunas veces incluso hasta a los recitativos. (…) Por la mañana me fui corriendo a Palacio. En cuanto entré en su aposento, el príncipe me dijo con gran júbilo. “¡Bravo Da Ponte! Me gustan tanto la música como las palabras.(…) Idos a casa: animaos y dadnos otra ópera con música de Martín. Hay que trabajar el hierro mientras esté caliente”. Una oportunidad como aquella no podía ser desaprovechada por quienes luchaban por hacerse con un nombre y un lugar en el intrincado mundo de la ópera vienesa de entonces. Da Ponte escogió un tema español entresacado de una comedia de Vélez de Guevara y finalizó el libreto en un mes, el mismo tiempo que le llevó a Martín ponerle música. Desde el momento en que los materiales llegaron a la compañía para los ensayos comenzaron las confabulaciones del partido contrario (Casti, Salieri, Orsini) para echar por tierra el estreno, debiendo intervenir personalmente en todo ello el Emperador. Finalmente, el 17 de noviembre de 1786 se estrenó Una cosa rara, ossia Belleza ed Onestà, el más grande éxito en toda la vida profesional de libretista y compositor. El vestuario a la española había sido financiado por la embajadora y una verdadera fiebre por lo español se desplegó por la corte, “especialmente las mujeres, que no querían ver otra cosa que no fuese la Cosa rara y vestirse de la misma forma que las intérpretes (…) Hubiéramos podido tener más aventuras amorosas que todos los caballeros de la Mesa Redonda en veinte años. (…) El Españolito se lo pasaba divinamente con todo esto y bien que se aprovechó de la situación” (Da Ponte).
Había que seguir trabajando el hierro según la recomendación imperial. A Da Ponte le llovían los encargos y decidió asumir el reto de escribir al mismo tiempos libretos para Salieri (Assur), Mozart (Don Giovanni) y Martín, reto cuya resolución constituye uno de los pasajes más deliciosos de todas las Memorias del abate italiano. L’Arbore di Diana, la ópera de Martín, fue la primera en subir a las tablas, el 1 de octubre de 1787, con un éxito aún más apoteósico que el del año anterior. Por aquel entonces, Martín sólo era superado por Paisiello en el gusto de los vieneses, si atendemos al número de representaciones de sus óperas en el Burgtheater. Según recoge en un artículo C. Höslinger, en 1787 hubo en dicho teatro 37 funciones de óperas de Paisiello frente a las 31 de Martín, las 5 de Salieri y ninguna de Mozart. Dos años más tarde, el valenciano se encumbraba al primer puesto con 42 representaciones, seguido de 28 de Salieri y 11 de Mozart.
Rusia y el olvido
A finales de verano de 1788 alcanzaba un notable éxito en San Petersburgo Una cosa rara. En coincidencia con la renuncia de Sarti, Catalina II le ofreció al valenciano el puesto de compositor de corte, con especial encargo de componer óperas. La oferta era atractiva por cuanto suponía de seguridad económica, así que hasta Rusia que se encaminó nuestro compositor. Su primer encargo sería ponerle música a un texto de la propia Catalina II y que ridiculizaba a la figura rival de Gustavo III de Suecia: en enero de 1789 subía a escena Gorè Bogatyr Kossomètovich, primera de una serie de óperas en ruso (Piesnnolubié, Fedoul c dietmi) que, junto a sus composiciones anteriores más conocidas (representadas a menudo también ruso), cimentaron su posición durante los años siguientes. Allí se reencontró con su viejo amigo Charles Lepicq y reanudó su colaboración en una serie de exitosos ballets (Didone abbandonata, L’Oracolo, Amore e Psiche). No obstante, el retorno de Giuseppe Sarti como Maestro de la Capilla de la Corte ensombreció en 1793 el panorama de Martín y Soler, que optó por aceptar la llamada de su amigo Da Ponte, entonces en Londres. Durante dos años, el valenciano y el veneciano, en el marco del Teatro Haymarket, reanudaron su colaboración, con nuevas creaciones como La capricciosa corretta o L’isola del piacere. El fracaso de esta última y la ruptura entre Martín y Da Ponte (un asunto de faldas, como no podía ser menos) llevarían a nuestro valenciano a hacer de nuevo las maletas hacia la lejana corte rusa en 1796. Los diez años que le restaban de vida los pasaría en San Petersburgo en una sombra cada vez más alargada, dedicado básicamente a la enseñanza en el conservatorio de Smolna y a componer algún que otro ballet para Lepicq (Tancrède, Le retour de Poliorcète) y sólo una ópera más, La Festa del villaggio (1798). Falleció el 30 de enero de 1806. En su lápida del cementerio de Wassili-Ostrof, sus amigos mandaron inscribir estas palabras que bien pueden servir de colofón a esta apresurada retrospectiva: “Admirado en las principales ciudades y cortes de Europa, por su talento como por sus bellas y nobles cualidades morales”.
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