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El Cid, de Jules Massenet
Por Ramón María Serrera
Si en los compositores y libretistas románticos el tema hispano y el periodo medieval siempre ejercieron una irresistible seducción, la influencia de la emperatriz Eugenia de Montijo en la corte de Napoleón III (1853-1870) no hizo más que potenciar en París esta «moda española» y este interés por la imagen folklórica y exótica que nuestro país proyectaba hacia el exterior. La Sinfonía Española de Eduard Lalo, la España de Emmanuel Chabrier, la ópera Carmen de Georges Bizet y, unos años después, también la Iberia de Claude Debussy o La Hora Española de Maurice Ravel son muestras representativas de esta atracción por el tema español. Jules Massenet (1842-1912) no fue, ni mucho menos, una excepción. De los casi treinta títulos que integran su amplia producción lírica, se inspiran en tema hispano o en fuente literaria española, aparte de Le Cid (1885), su poco conocida Don César de Bazán (1872), La Navarraise (1894), Chéru-bin (1905), Don Quichotte (1910) y Amadis, estrenada con carácter póstumo en Montecarlo en 1922 e inspirada en nuestro Amadís de Gaula.
Originalmente, el libreto de Le Cid, cuya autoría se debe a Edouard Blau y Louis Gallet, principalmente a este último, fue escrito en 1873 para Georges Bizet, que se ocupó de trabajar en la partitura por los mismos años en que componía Carmen. Sin embargo, diversas contingencias (entre ellas el incendio del Teatro de la Ópera el 29 de octubre de 1873) dieron lugar a que nunca fuera representada. Bizet terminó abandonándola para concentrarse en la obra de la cigarrera y en L’Arlésienne. Once años después, en 1884, el editor Hartmann obtuvo la autorización para usar el libreto y se lo confió a Massenet, quien, tras las oportunas adaptaciones argumentales de Adolphe-Philippe D’Ennery, acometió la elaboración de la nueva partitura entre el 4 de noviembre de 1884 y el 13 de abril de 1885, fecha en que estuvo definitivamente concluida.
En su formato definitivo de cuatro actos y diez cuadros, Le Cid fue representada por primera vez en el Teatro de la Ópera de París el 30 de noviembre de 1885. El estreno fue triunfal. La acogida del publico fue calurosa y varios números tuvieron que ser visados. En marzo de 1886 sería escenificada de nuevo en la misma sede estando presente Giuseppe Verdi y en 1890 se representó en La Scala de Milán y en el Argentina de Roma, alcanzando igualmente una entusiasta acogida de público y crítica. Curiosamente, unos años más tarde Claude Debussy retomaría el tema de El Cid componiendo dos actos de una ópera titulada Rodrigue et Chimène, que nunca llegaría a terminar. El tema heroico de Le Cid, su formato de «grand’opéra» de grandilocuencia meyerbeeriana, la historicista teatralidad escénica de su argumento, su deslumbrante cuadro final, el amplio despliegue coreográfico que requiere su extenso ballet teñido de exótico colorido español, el protagonismo del foso, su embriagadora melodía, la seducción de su larga y envolvente fraseología orquestal (la famosa «phrase massenétique») y la inspiración de algunos de sus más conocidos números la convirtieron por esos años en uno de los títulos más celebrados del autor, con cien representaciones en París hasta el año 1900, quedando inexplicablemente en nuestro siglo fuera del repertorio habitual de todos los grandes coliseos líricos.
Gran parte del éxito se debió a la calidad de la fuente literaria en la que se inspiró su argumento, la tragedia homónima de Pierre Corneille Le Cid ou l’Honneur Castillan (1638). Para el chauvinismo galo, el hecho de que su autor fuera uno de los grandes del Teatro Francés no fue un elemento accidental, a pesar de que Corneille había tenido gloriosos referentes literarios hispanos, desde El Poema del Mío Cid al drama de Guillén de Castro Las mocedades del Cid, de veinte años antes (1618). Ambientada en el siglo XI en Burgos, en los campos de batalla y en Granada, en la ópera de Massenet queda magistralmente trazado el dilema en el que se desenvuelven los dos protagonistas, que se debaten entre el amor y el honor familiar, ya que Rodrigo (Rodrigue), para vengar una ofensa inferida a su progenitor, mata en duelo al Conde de Gormaz, padre de su amada Jimena (Chimène), que reclama al Rey que se haga justicia. Pero, antes, Rodrigo es enviado a los campos de batalla para luchar contra los moros. Al final, tras el regreso victorioso del héroe, el Rey decide que sea la propia Jimena la que decida sobre la suerte del amado. Pero cuando El Cid trata de matarse («C’est moi qui me ferai justice»), Jimena lo impide deteniéndole la mano («Arrête»). La amada lo ha perdonado. Es el triunfo del amor sobre el honor familiar. Un final muy del agrado de la sensibilidad romántica ambientado curiosamente en sus dos cuadros finales en el palacio del Rey en Granada, cuando en la fecha en que transcurre la acción faltaban más de tres siglos para que la capital del Darro fuera incorporada definitivamente a la Corona de Castilla. Por lo demás, el duelo entre El Cid y el conde de Gormaz, la tragedia que desencadena la trama argumental en la ópera, proviene de una leyenda tan extendida como infundada que llegó incluso a recoger en su Historia General de España el gran y erudito historiador romántico Modesto Lafuente, coetáneo de Massenet. Pero no pidamos excesiva fidelidad histórica a los autores del libreto cuando todo lo que sabemos de la vida y hazañas del propio Rodrigo Díaz de Vivar (ca. 1043-1099) se mueve siempre entre la verdad histórica y la ficción, entre la realidad y leyenda, entre el personaje de carne y hueso y el mito. La ópera de Massenet no iba a ser, ni mucho menos, una excepción.
A pesar de su temática heroica y de su espectacular despliegue escenográfico, tan del gusto parisino, ante todo y sobre todo Le Cid es, como Manon o como Werther, una hermosa historia de amor. Como en Aida, hay numerosas escenas de masas, con batallas, soldados, cautivos, cortesanos y «desorden pintoresco» sobre la escena, como sugerían expresamente los libretistas; todo ello teñido de cromático y vistoso orientalismo muy medieval y muy «a la morisca». Pero, como en el título verdiano, Le Cid es, en el fondo, una ópera intimista en la que el compositor escruta musicalmente los sentimientos más profundos del alma humana. Por ello nada tiene de extraño que la mejor escena de la ópera sea precisamente la del primer cuadro del acto tercero, en la que Jimena llora por la muerte de su padre y la ruptura de su compromiso amoroso con Rodrigo en una de las arias más hermosas y delicadas escritas jamás para mezzosoprano -o soprano dramática- («Pleurez, pleurez mes yeux!»), a la que sigue el dúo entre Rodrigo y Jimena («O jours de première tendresse»), en el que Massenet, en una de las melodías más sublimes y sensuales de su producción, presenta los contrastados sentimientos de los atormentados amantes.
El «color español» de Le Cid se manifestó particularmente en el ballet del segundo cuadro del segundo acto, que transcurre en la gran plaza de Burgos. Su inclusión resultaba obligada para el público parisino, pero no su extensión (unos veinte minutos) ni la riqueza y variedad regional de sus siete números: Castillane, Andalouse, Aragonaise, Aubade, Catalane, Madrilene y Navarraise. Fue escrito en mayo de 1885 pensando en la bailarina española Rosita Mauri, de la que recibió valiosas sugerencias, con algunos motivos tomados de su anterior título español Don César de Bazán (1872). La verdad es que lo podría haber escrito Arrieta, Chapí o el mismísimo Barbieri.
El Cid, Plácido y Francisco Borrás
La identificación de Plácido Domingo con el personaje que da título a la ópera de Massenet le llevó a encargarle un retrato, caracterizado como nuestro héroe medieval, al gran pintor sevillano Francisco Borrás, Catedrático de Dibujo del Natural en Movimiento de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Hispalense. Los primeros bocetos fueron tomados durante 1985 en la residencia del tenor en una conocida urbanización madrileña. Y el lienzo definitivo, de grandes proporciones (250×180 cm), se realizó en Sevilla en 1986 en el estudio del pintor, próximo a la popular calle Feria. Como «modelo ideal» calificó Borrás a Plácido, que le facilitó su tarea «gracias a su dominio del espacio, su naturalidad personal y su desenvoltura escénica». En actitud heroica, blandiendo su popular «Tizona», con Jimena a sus pies, el lienzo combina el figurativismo más realista (Borrás es un prodigioso retratista) con la alegoría histórica, con la espectral figura de El Cid muerto cabalgando triunfante sobre Babieca en la toma de Valencia en un más difuminado segundo plano de tenues y suaves tonalidades cromáticas. El lienzo fue expuesto en Viena, Madrid y Nueva York, siendo en la actualidad propiedad del tenor madrileño.
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