Por José Luis García del Busto
En la Italia del paso entre los siglos XVI y XVII, la de los Gabrieli, por ejemplo, se denominaban concerti ecclesiastici a algunos motetes corales con acompañamiento de órgano; poco después, en Alemania, Heinrich Schütz publica (1636) sus Kleine geistliche concerten (Pequeños conciertos espirituales), bajo la misma idea de música coral religiosa con un papel previsto para el órgano. He ahí la «concertación»: lucha o contraste entre las voces por un lado y el órgano por otro. Pronto el concepto de «concierto» haría fortuna dentro de la música puramente instrumental, entonces en auge, hasta el punto de que se lo apropiaría en exclusiva. Son los finales del siglo XVII y, en paralelo a las sonate da chiesa y da camera, florecen los concerti da chiesa (con formas musicales abstractas y procedimientos contrapuntísticos) y da camera (cuyos movimientos se basan en danzas, como en la suite). Es el concierto «moderno», el concepto del que vamos a tratar aquí, bien que solamente en su primer tramo: el concerto grosso.
El concerto grosso nace en la esplendorosa Italia barroca de finales del siglo XVII: Alessandro Stradella y Giovanni Lorenzo Gregori son los pioneros en la propuesta formal. En efecto, las obras que integran la interesante colección de Sinfonías-Sonatas de Stradella no son, en rigor, ni sinfonías ni sonatas, sino tempranos concertos grossos. Y Gregori fue, al parecer, quien primeramente utilizó la denominación al publicar, en 1698, su conjunto de Concerti grossi a più stromenti. Unos años más y los admirables 12 Concerti grossi, op. 6 de Arcangelo Corelli, publicados en 1714, vendrían a fijar definitivamente el término, el dispositivo instrumental y la forma musical, esto es, el género. Una vez hemos dado con el modelo más unánimemente reconocido, recapitulemos y concretemos lo que el concerto grosso es. En lo instrumental, la oposición, contraste o incluso lucha a que alude el título (recordemos la etimología de «concierto») viene dada por la utilización de un grupo instrumental con papel especialmente destacado (el concertino o soli) que se «enfrenta» al grueso instrumental (el tutti o ripieno, es decir, «relleno»). En lo formal, el concerto grosso se desmarca de la suite y de la sonata da camera, o sea, de los movimientos de danza, para optar por páginas de lo que podríamos denominar «música pura», sin otras connotaciones o funcionalidades ajenas a la mera especulación sonora y organizativa, y se establece muy habitualmente en tres movimientos, con la consabida sucesión allegro-lento-allegro que es contrastante y, por lo tanto, variada, «entretenida».
La edad de oro del concerto grosso es corta o, dicho de otro modo, su evolución hacia el concierto clásico, para solista y orquesta (sellado por Mozart) es rápida: el concertino o soli, pasará de ser un «grupo escogido» a ser un único solista para el que se escribe con acendrado virtuosismo. El tutti dejará de ser un ripieno para progresar hacia un papel coprotagonista, de contertulio, diríamos, pues el concepto de «oposición» instrumental irá progresivamente cediendo ante el de «diálogo». La forma se extenderá, a lo largo y a lo hondo -como la de la sonata- y, así, el procedimiento de «desarrollo», prácticamente ausente en el repertorio del concerto grosso, será característico del modernísimo concierto…, pero, como tantas otras cosas, el modelo y sobre todo el espíritu del concerto grosso reaparecieron en pleno siglo XX, naturalmente en la etapa de los retornos o Neoclasicismo. Obras de Stravinski y de Bartók, no digamos de Hindemith, se hacen eco del concerto grosso, forma que reaparece, incluso a veces como título, en partituras de Krenek, Copland, Piston, Barber, Vaughan Williams, Bloch… En la etapa neoclasicista de la música española, presidida por el Concerto de Falla -que no se atiene al juego instrumental prototípico del concerto grosso- encontramos mucha proximidad a esta concepción instrumental y formal en la tempranísima Sinfonietta de Ernesto Halffter, tras la que compositores como Bacarisse o Bal y Gay escribieron concertos grossos, como más tarde lo haría Julián Orbón y, ya en nuestros días, Cervelló o Villa Rojo, entre otros. Si nos limitamos a observar el «espíritu», es decir, la idea de nutrir el discurso musical mediante la concertación entre un bloque instrumental de papel destacado (concertino) y la orquesta trabajada como bloque (tutti), los ejemplos de obras recientes, españolas y universales, se podrían multiplicar indefinidamente. Así pues, el concerto grosso no sólo vive sino que, aunque su aspecto externo haya cambiado mucho, cabe decir que goza de buena salud.