Texto: Sofía M. Gascón
Ilustración: Iciar L. Yllera
Yo no creo en dioses ni profetas, mitos ni poemas. Creer es cosa de críos. Creemos lo que haga falta creer cuando es preciso. Cuando lo necesitamos para sobrevivir. El humano ha resultado ser ese crío insolente que de todo pregunta el porqué. Pero hay sitios, hay cosas, hay veces que ni lo más razonable y maravilloso del mundo tiene un sentido.
Como ahora, como aquí, en el desierto. Donde nada estorba, hace ruido o contamina. Donde la nada abunda y el todo se desborda en un mar vacío de aguas pero inundado de olas. Y aún huele a sal. Una aurora dorada colorea el cielo de naranja en un anochecer en el que el tiempo se estanca. No quiere irse, ni quiere que él se vaya. Quiere tenerlo todo aunque ello implique no ganar nada.
Una ruina limpia de escombros en la que ha desaparecido todo menos el polvo. Aquí, nace Gea y descansa el olvido. Aquí, en el centro de la tierra, en medio de su ombligo.
Una ciudad desecha, un camino sin bordes ni fronteras. Un lugar, al que bajan las estrellas para encontrarse con el viento y la tormenta. Y todo se llena de grano, te haces antiguo y cuando todo se va, algo en ti también se ha ido. Todo salvo ese goteo espeso que cae inclemente sin hacer casi ruido, eso que zumba a lo lejos, ese latido.
Y ahora soy yo esa cría odiosa, que no puede parar de preguntarse: ¿a qué suena el desierto? ¿A qué suena el olvido? ¿A qué suena el mundo cuando te has perdido?
Ahí está. Se oye muy tenue, se percibe muy hondo bajo la arena. La tierra duerme. Oigo su ronquido. Y hay veces en las que la escucho romperse por dentro. Hay otras, en las que llora, cobarde, tras una palmera porque no quiere que nadie la vea.
Aquí en el desierto nadie habla, hay demasiado que escuchar tras ese arrollador silencio que retumba a lo lejos. El palpitar de la tierra. Un tambor suena con un redoble de preguntas para las que ninguno tenemos respuesta. Y golpe tras golpe, le suplica al cielo una ofrenda. Quiere que el tiempo no se mueva, que el anochecer se estanque y que aparezca la luna vieja. Que tiemble, que baile, que cante. Que haga vibrar su cuerpo redondo y brillante, que sueñen juntos hasta que todo se acabe.
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