Por Roberto Montes López
El origen
En un principio, el preludio era una sucesión de improvisados acordes para probar el instrumento (laúd u órgano) o para dar el tono o tonos de afinación a los cantantes (como ocurría en Italia en el siglo XV) sobre todo en la música religiosa, en los ambientes relacionados con las capillas eclesiásticas.
Estos sonidos particulares, que precedían a una obra más extensa o a un grupo de obras, no adquirieron el rango de forma musical instrumental hasta que el preludio apareció, especificado como tal, inserto en las piezas para órgano de la tablatura de Adam Ilebourgh (en 1448). Así, vemos que los preludios más antiguos conservados proceden de este siglo XV.
A partir del XVI se compusieron preludios improvisados relacionados con una obra u obras en términos de tonalidad y posición (previa) a tal conjunto, pero cien años después ya empezó a separarse de ese uso introductorio, adquiriendo entidad propia. El preludio libre o «a la francesa» es un tipo de pieza independiente que posee, a partir de una mínima notación, un desarrollado carácter improvisatorio (como ocurre en las piezas para clave de Couperin, Lebègue o Marchand).
Preludio y fuga
Es el barroco siglo XVII el que asiste al prolífico matrimonio entre el preludio y la «fuga». Este nuevo género, el celebérrimo de «Preludio y fuga», que goza de una precisa y rigurosa construcción compositiva, combina la introducción libre, recreativa y clásica del preludio con una sección posterior plena de concisión, regularidad y didáctica, la fuga en sí misma, que servía de epílogo o de contraste con respecto a la primera parte.
El siglo XVIII dejó de lado la forma del preludio, volviendo a aparecer en el romanticismo indisolublemente unido a la fuga, con los homenajes «bachianos» de Félix Mendelssohn («Preludios y fugas para órgano, opus 37»), Franz Liszt («Fantasía y fuga para órgano sobre el nombre B.A.C.H.), Johannes Brahms («Dos Preludios y Fugas para órgano») o César Franck («Preludio, aria y final para piano»), que miraban al maestro barroco alemán con admiración, imitación y virtuosismo.
El preludio romántico
El preludio suele aparecer en fecundas colecciones, como los «24 Preludios, opus 28» de Fréderic Chopin, de la mano de grandes pianistas y compositores como los maestros franceses Claude Debussy, Gabriel Fauré, Eric Satie o Olivier Messiaen, sin olvidar al ruso Serguéi Rachmaninov. Tales autores brindan la oportunidad de recrear en esta forma tan libre paisajes, atmósferas y sensaciones (muchas veces extramusicales) a través de la búsqueda de una expresión musical evocadora.
No podemos olvidar una idea que, seguro, nos ronda en la cabeza a la hora de pensar en el preludio es su traslado a la forma orquestal o sinfónica, germinada en el siglo XIX. Es una composición de estilo libre concebida para orquesta (como el «Preludio a la siesta de un fauno» de Debussy) o una especie de poema sinfónico («Los Preludios» de Franz Liszt») que puede retomar ese primigenio uso introductorio del siglo XV para convertirse en la obertura de una ópera («Preludio» de «Tristán e Isolda» de Richard Wagner).