Prepárese, sin pudor, a disfrutar, emocionarse, sentir e incluso probablemente a liberar alguna que otra lagrimita con uno de los títulos más hermosos, trágicos, conmovedores y complejos del repertorio lírico italiano; quizá, junto con La Traviata, el más popular. ¡Emoción a flor de piel! La fuerza dramática de La Bohème, con un melodramático libreto elaborado por Giuseppe Giacosa y Luigi Illica a partir de la novela Scènes de la vie de bohème de Henri Mürger; la vigencia de los caracteres de sus arquetípicos protagonistas (los amores paralelos y contrastados entre la bordadora Mimì y el poeta Rodolfo; entre la zalamera Musetta y el pintor Marcello), así como la maestría y adecuación musical al libreto que vierte Giacomo Puccini (Lucca, 1858-Bruselas, 1924) en su más célebre título operístico, convierten a La Bohème, ciertamente, en una de las indiscutibles obras cumbres del género.
Estrenada en el Teatro Regio de Turín el 1 de febrero de 1896 (coliseo en el que tres años antes Puccini había obtenido su primer gran éxito con Manon Lescaut), La Bohème significó, además de la consolidación de Puccini como estrella indiscutible del firmamento lírico italiano, el cenit del movimiento verista, preconizado por compositores como Boito y Ponchielli y asentado como postulado estético a finales del siglo pasado por Pietro Mascagni en Cavalleria rusticana, Umberto Giordano en Mala vita y Ruggero Leoncavallo en Pagliacci.
En La Bohème, que cronológicamente figura como cuarta entre las doce óperas que compuso Puccini -luego llegarían Tosca (1900); Madame Butterfly (1904); La fanciulla del West (1910); La rondine (1917); las tres que integran Il tríttico (1918), y, finalmente, Turandot, que dejó inacabada y sería completada por su amigo Franco Alfano-, no existen héroes ni personajes arrebatadores. Únicamente gente corriente y moliente que se desenvuelve en marcos tan convencionales como una buhardilla (actos I y IV), el café parisiense Momus (Acto II), o un barrio periférico de la capital gala (Acto III).
Aunque desde los primeros momentos de la ópera la amorosa Mimì está definida por el mismo final trágico -la muerte- que sus también desventuradas e ilustrísimas colegas Eurídice, Violeta, Isolda, Tosca, Carmen, Cio-Cio-San, Salud, Mélisande, Liù o Salomé, nuestra protagonista es una sencilla y ñoña bordadora (a pesar de lo que pudiera hacer pensar el ‘Non vado sempre a messa‘) sin otro rasgo caracterizador que su lenta y progresiva tisis. Su amado Rodolfo tampoco se puede decir que sea un Lohengrin o un Sigfrido: es un vulgar poeta sin éxito de entre los muchos que pululan por el Barrio Latino, un muerto de hambre que se ve obligado a incendiar sus propios escritos para alimentar una estufa que se antoja insuficiente para calentar a la moribunda Mimì. Tampoco su amigo el pintor Marcello ha corrido mejor suerte en la vida. ‘Pintor de brocha gorda’ le dice su querida y casquivana Musetta en la muy señora bronca que sostienen al final del tercer acto. ‘Víbora’ le responde el pintor.
Salvo el rol del filósofo Colline, al que Puccini encomendó la bella aria del Acto IV ‘Vecchia zimarra‘ y de las dos parejas protagonistas (la misma duplicidad que en el Così… mozartiano), las personalidades de los restantes intérpretes están escasamente desarrolladas; dramática y musicalmente. Por iniciativa del propio Puccini, los libretistas Illiaca y Giacosa eliminaron la relevancia que en el original de Mürger desempeña el personaje del músico Schaunard (cuarto de los amigos bohemios), que, sin embargo, sí se encuentra amplia y hábilmente desarrollado en la ‘otra’ La Bohème: la compuesta a partir de la misma novela de Mürger por Leoncavallo, estrenada en Venecia quince meses después -el 5 de mayo de 1897- de la de Puccini.
Los demás personajes (Benoît, Alcindoro, Parpignol…) carecen de especial relieve vocal o escénico y su presencia está limitada a momentos episódicos. El coro desempeña un destacado papel en el brillante segundo acto. Nótense las vecindades -musicales y también ‘ambientales’- entre el coro infantil ‘Parpignol!, Parpignol!‘ y el de ‘pilluelos’ del primer acto de la Carmen de Bizet (‘Avec la garde montante‘) o el del Werther massenetiano (‘Noêl‘, Acto I).
¿Cómo una ópera con personajes tan poco convincentes pudo imponerse como uno de los títulos preferidos de todos los públicos y épocas? ¿Por qué casi todos queremos más a Mimì que a sus ilustrísimas rivales de escenario? Las respuestas que justifican la vigencia y el éxito de tan decimonónico libreto y de música aparentemente tan empalagosa y reiterativa hay que buscarlas exclusivamente en el hecho musical.
La indudable riqueza melódica de los temas de esta comedia lírica en cuatro actos; la exquisita y magistralmente hilvanada orquestación, en la que Puccini logra incorporar e infiltrar a los protagonistas vocales en la textura orquestal a través de un hábil y bien tejido proceso de vinculaciones de leitmotiv heredero directo de Wagner; la peculiar concisión, equilibrio y unidad entre los diversos actos; el sugestivo poder de evocación de las bellísimas y conmovedoras melodías que pueblan la obra (cuyo inteligente tratamiento logra evitar que lleguen al cargante sentimentalismo de pacotilla al que tan adictos eran otros creadores contemporáneos de Puccini) son algunas de las razones que explican y justifican el privilegiado lugar que siempre ha ocupado La Bohème.
A estos argumentos se añade la presencia de momentos tan afortunados como las arias de Rodolfo y Mimì del primer acto (‘Che gelida manina; ‘Mi chiamano Mimì‘); el delicioso vals de Musetta del Acto II y el memorable Acto III en su integridad. Y es que Puccini consigue en La Bohème que el auditor pierda el control de sus defensas emotivas para quedar entregado a merced de los sentimientos más directos. Quizá ésta sea la virtud más subrayable de Puccini: la franqueza con la que el creador de Lucca se dirige directamente al mundo de los sentidos, vulnerando la frontera de la razón. Es algo que, estableciendo todas las matizaciones y salvando cuantas distancias se quieran, sucede igualmente con Wagner, del que Puccini es un gran deudor.
El estreno de La Bohème se produjo, como ya ha sido señalado, exactamente tres años después que el de Manon Lescaut, el primer gran éxito de Puccini. La representación fue dirigida por un joven pero ya bien conocido director: Arturo Toscanini, que contaba por aquel entonces 28 años. La nueva ópera fue, contra todo pronóstico, fríamente acogida por la crítica, a pesar de que su creador era ya por aquel entonces figura respetada y admirada en los ambientes líricos. ‘El público acogió bien la ópera, pero las críticas del día siguiente fueron malas. Sin embargo, incluso aquella misma noche, en los entreactos, oí susurrar en los pasillos y en los palcos: «¡Pobre Puccini! ¡Esta vez se ha equivocado!, esta obra no vivirá mucho tiempo». Me sentía triste, melancólico, con ganas de llorar… Pasé una noche malísima, y por la mañana recibí el desagradable saludo de los periódicos’, escribió años más tarde el compositor a un amigo a propósito del estreno de la que devendría su más célebre ópera.
Diversas pudieron ser las razones de tan mala acogida. De una parte, parece que el tenor Giovanni Evangelista Gorga no estuvo excesivamente afortunado en su encarnación de Rodolfo. Tampoco el barítono Tieste Wilmant redondeó el personaje de Marcello, al tener que abordarlo en el último momento por indisposición del cantante inicialmente previsto. Por otro lado, el público turinés esperaba una obra de mayor duración (a pesar de estar estructurada en cuatro actos, La Bohème contiene poco más de hora y media de música) y vehemencia dramática.
Durante decenios críticos y público han mantenido, como tantas veces, un pronunciado divorcio respecto a sus respectivas valoraciones de La Bohème. Mientras la conmovedora historia de la bordadora Lucia -‘Mi chiamano Mimì/ ma il mio nome è Lucia‘- y el poeta Rodolfo se imponía en todos los teatros del mundo (en abril de 1897 se representó en Manchester, Londres y Estados Unidos; un año después, en 1898, llegó a España, al Liceu barcelonés), los críticos, siempre tan reticentes, reprochaban a Puccini el reiterado empleo de melodías ‘fáciles’ y ‘pegadizas’, así como ‘su excesivo sentimentalismo’, casi más propio de culebrón televisivo o de novela rosa que de un género del abolengo de la ópera. El tiempo ha demostrado que estaban equivocados. No supieron ver que el último gran creador operístico italiano había destilado en la ya centenaria La Bohème sus mejores y más exquisitas fragancias creadoras. Una vez más, el público, como casi siempre, tuvo razón.