
Cuando hablamos de la producción sinfónica de autores románticos y postrománticos, es inevitable hacer mención a la “maldición” inherente al nueve, presagio casi indiscutible de que un trágico final podría estar cerca. Cuenta la leyenda que Mahler, llevado por la superstición, nunca quiso numerar de esta manera a la que, por orden lógico y cronológico, hubiera sido su novena sinfonía, que no es otra sino la celebérrima La Canción de la Tierra. Ya por esta creencia o porque La Canción de la Tierra puede englobarse en el género del lied sinfónico, lo cierto es que la décima de sus grandes obras sinfónicas pasó a convertirse en la novena sinfonía, siendo, curiosamente, la última que el compositor llegaría a culminar, ya que falleció en plena composición de su décima sinfonía.
Por Lucía Martín-Maestro Verbo
Debido al hecho de que esta sinfonía fue el último trabajo que Mahler terminó, es habitualmente considerada como su despedida. Así, la Sinfonía núm. 9 en Re menor ha sido descrita como un canto elegíaco y de redención hacia la muerte, tal vez como un presagio de su propia desaparición. Esta sinfonía desvela todas las significaciones culturales y musicales de Mahler y, junto a la inacabada décima y La Canción de la Tierra forman lo que ha venido a llamarse el tríptico de la muerte. Los movimientos extremos son más profundos y líricos, pero los centrales, más vivos y de aires populares, han sido tachados por algunos críticos a lo largo de la historia como vulgares. No obstante, esa alusión a la música más popular podría ser considerada como una ironía. El lenguaje de esta obra contrasta con sus anteriores obras orquestales, de corte mucho más grandiosas y exaltadas. Sin embargo, aquí nos encontraremos ante una obra mucho más introspectiva, una de recogimiento. Es más, podría considerarse que con esta obra se cierra un ciclo en la historia de la música: pone fin al Romanticismo y a la hegemonía de la sinfonía como género orquestal predominante.
El proceso compositivo
Dos años antes de comenzar la sinfonía, en 1907, la vida de Mahler dio un giro cuando este renunció a su puesto de director artístico en la Ópera de Viena, después de haber ocupado el cargo durante diez años. Ese mismo año firmaría un contrato con la Metropolitan Ópera de Nueva York, donde debutaría el día de año nuevo de 1908 dirigiendo Tristán e Isolda de Wagner. En julio de ese mismo año, mientras disfrutaban de unas vacaciones en Maiernigg, su hija María fallecería con tan solo 4 años a causa de la escarlatina y, apenas pocos días más tarde, el médico de la familia le diagnosticaría a Gustav la enfermedad cardiaca que terminaría acabando con su vida.
Al siguiente verano del fallecimiento de su hija, Mahler se negaría a volver a la villa de Maiernigg, por lo que Alma consiguió una casa en Alt-Schluderbach, situada a unos 3 kilómetros de Toblach (actual Italia). Allí, se haría construir una cabaña de madera que le mantendría aislado para culminar sus composiciones. Así, durante los tres siguientes veranos, Mahler completó su Canción a la Tierra y su Sinfonía núm. 9 y, además, comenzaría la composición de la décima. Precisamente, estos trabajos fueron escritos en un momento en el que Mahler estaba obsesionado con la idea de la muerte, y es fácilmente perceptible en su música cuán profundamente afectado y preocupado estaba por este tema.
A pesar de que Mahler comenzó a componer esta sinfonía en 1908, no sería hasta 1910 cuando termine su orquestación a su regreso a Nueva York, donde era el director de la Orquesta Filarmónica. En 1909, Mahler había firmado un contrato con la citada orquesta, que se encontraba en un nivel bastante deplorable, e hizo un trabajo tan intenso con ella que consiguió que se convirtiera en una de las agrupaciones más importantes de la ciudad, ofreciendo grandes ciclos de conciertos en 1910. La actividad concertística de Mahler, a pesar de su enfermedad, sería muy intensa, y le llevaría a empuñar la batuta en ciudades como París, Roma o Múnich, donde estrenaría su Sinfonía núm. 8. En mayo de ese mismo año, su esposa Alma conocería al gran arquitecto Walter Gropius, con quien iniciaría un intenso romance. El alcance de este amorío llegó a ser tal que Gustav interceptó una carta en la que Gropius le pedía a Alma que abandonara a su marido y se casara con él. Esta relación extramarital afectaría profundamente a Mahler e influiría en el resultado final de su novena sinfonía. Finalmente, Alma decidió quedarse con su moribundo esposo, con quien regresaría a Europa en febrero de 1911. Gustav Mahler moriría el 18 de mayo de ese mismo año debido a una infección en los tejidos del corazón.
Finalmente, el estreno de su novena sinfonía tendría lugar en Viena tan solo trece meses después del fallecimiento del compositor, el 26 de junio de 1912, bajo la batuta de Bruno Walter.
Orquestación
La instrumentación consta de orquesta de cuerdas, dos arpas, cuatro flautas, un pícolo, cuatro oboes y un corno inglés, tres clarinetes en Mi bemol y un clarinete bajo, cuatro fagotes y un contrafagot, cuatro trompas, tres trompetas, tres trombones, una tuba, timbales, platillos, un bombo, caja, triángulo y campanas tubulares. La duración es de aproximadamente ochenta minutos.
Andante comodo
El primer movimiento de la sinfonía está construido, como no podría ser de otra manera, en forma de sonata, aunque con toda la extensión que se puede esperar de un allegro de sonata mahleriana. Una de las características más llamativa del mismo es que es en tempo lento, algo que no ocurría en una sinfonía de primer orden desde Haydn. Sin embargo, nos encontramos ante una nueva clase de tempo lento, complejo, cargado de fuerza y dramatismo, y que, por todo ello, se comporta perfectamente como un primer movimiento de sinfonía y no como un andante al uso. Es cierto que no toda la totalidad de la sección mantiene la misma velocidad, por supuesto que encontraremos pasajes más ágiles, pero sin duda predominará un aire andante.
Ya desde la introducción, Mahler despliega y presenta todo el material temático. Aparece aquí por primera vez el motivo de tres notas por parte de las arpas que se irá repitiendo a lo largo de todo ese tiempo. Además asistiremos a un guiño a su anterior sinfonía, La Canción de la Tierra, con un motivo de dos notas descendentes que en la misma forman la palabra ewig. Los violines son los primeros en presentar el tema principal, sobre una base de ritmo de marcha lenta, sincopado, que simboliza la llamada del destino. El tema irá apareciendo sucesivamente, aunque siempre transformado, hasta que la intervención de los trombones da paso al segundo tema. Ambos materiales temáticos se irán sucediendo hasta llegar al primer punto álgido, donde cierra la exposición. El desarrollo comenzará de nuevo con el tema principal, hasta la aparición de un tempo de vals lento y desfigurado, que se verá interrumpido por unas impetuosas fanfarrias que nos llevarán hasta un clímax cuyo fin será abrupto, como si la orquesta se derrumbara, quedando en un murmullo. El segundo tema vuelve a hacer su aparición, aunque atravesado por sombrías disonancias, de donde surgirá ese tema del vals, que conducirá la música hacia un nuevo clímax. La reexposición es iniciada por una marcha por parte de los trombones y timbales, que bien recuerda a una marcha fúnebre. Escucharemos los dos temas principales de forma resumida, para llegar a la decadente coda, que es introducida por un solo de flauta. Vuelven de nuevo a aparecer materiales temáticos reconocibles, para cerrar el movimiento con las dos notas descendentes de ewig.
El propio Alban Berg llegó a decir que “el movimiento está basado en una premonición de su propia muerte, a la que constantemente recurre… por esto es que los pasajes más sosegados van seguidos de tremendos clímax que parecen erupciones de volcán”. Y no le falta razón, ya que el movimiento completo está organizado en torno a grandes crescendi, cada uno más largo y disruptivo que el anterior. De hecho, el devastador y demoníaco penúltimo clímax lleva la indicación “Mit höchster Gewalt”, que significa “con toda la fuerza”. En esta música, Mahler plasma sus propias y más privadas pesadillas, como su temor a un trágico final y, por supuesto, al abandono de su musa y compañera de vida, Alma.
Im Tempo eines gemächlichen Ländlers. Etwas täppisch und sehr derb
El segundo movimiento, Im Tempo eines gemächlichen Ländlers, es una alegoría a la danza de la vida, una vida que ha perdido toda esperanza y que solo espera a su destrucción. En el mismo, Mahler alude a dos formas musicales sencillas aunque para acuñar un tipo de música mucho más elaborada. Así, hará referencia tanto al minuet como a su precursor histórico y más popular, el ländler, que simboliza la alegría de la vida. Este movimiento, de apariencia simple y amable, contrasta con el gran dramatismo del anterior, pero es mucho más complejo y significativo de lo que cabe esperar. Además, constituye el perfecto ejemplo de la naturaleza contradictoria de su autor. La simpleza y naturalidad de su tema principal es de origen irónico y debe ser vista desde el sarcasmo, a modo de caricatura, que por momentos deja entrever auténticos tintes de amargura. Con este recurso, Mahler se adelanta a su tiempo, ya que este recurso, a pesar de no ser muy popular en su época, será con posterioridad ampliamente empleado por los compositores del Neoclasicismo.
Hay dos episodios de los que, en un contexto más tradicional, podemos llamar “tríos”, aunque cada uno de ellos encarna su propio carácter: el primero, como un vals frívolo y vulgar, en un tempo rápido que se va acelerando, con la constante repetición de los trombones que recuerda, de alguna manera, a la música de feria. El segundo, sin embargo, es mucho más cantabile y amable, casi pastoral. Los elementos de ambos tríos se van repitiendo hasta la aparición de nuevo del ländler, que se irá desfigurando hasta llegar a un destructivo final.
Rondó-Burleske: Allegro assai. Sehr trotzig
El tercer movimiento de esta sinfonía es una muestra muy elaborada, casi salvaje, de virtuosismo contrapuntístico. Mahler le da el sobretítulo de Rondó-Burleske y añade la indicación de que debe ser tocada “desafiantemente”. Es música muy densa y concentrada desde los compases iniciales en los que, en un solo instante, se presentan diversos motivos muy concisos. Mahler escribió en su manuscrito “a mis hermanos en Apollo”, lo que puede interpretarse como una burla a los sabios del contrapunto. Este movimiento, casi en forma de fuga, es interrumpido en primer lugar por los clarinetes, con el tema de su Sinfonía núm. 7.
La segunda vez que se interrumpe el rondó es cerca del final, donde aparece un magnífico pasaje de repentina serenidad que resulta particularmente placentero a la par que desconcertante. El material temático que aquí se muestra será desarrollado en el siguiente movimiento. Finalmente, será interrumpido por una melodía en la trompeta que constituye uno de los momentos más estridentes del movimiento.
Adagio: Sehr langsam und noch zurückhaltend
El último movimiento, un expansivo y grave adagio, aparece para compensar y balancear la sinfonía enlazando con la austeridad del primero. La escritura, aunque austera, es extraordinariamente exquisita y muestra a la orquesta en toda su plenitud, simbolizando la grandeza de la eternidad. La primera intervención por parte de los violines muestra el material sobre el que se desarrollará el resto del movimiento, e incluye el tema que fue citado en el segundo interludio del Rondó-Burleske anterior.
Este Adagio se puede dividir en cuatro secciones: una primera en la que el tema principal aparece como un himno religioso que va ganando en intensidad hasta llevarnos a un punto álgido de tensión. Por momentos, un brillante motivo por parte de los violines flota sobre una contramelodía, mucho más grave, en los bajos. A continuación, da inicio la segunda parte, mucho más calmada y serena, un amplio coral por parte de la orquesta se despliega y expande hasta que, después, se transforma en un pasaje mucho más calmado y pastoral, como si de un momento de resignación se tratara. La tercera sección introduce de nuevo el tema principal en la sección de viento madera, aunque se irá transfigurando progresivamente hasta culminar en un clímax que dará paso a la coda, última sección de la sinfonía. En la misma, volverán a aparecer los temas principales, que se irán desvaneciendo hasta desaparecer, ofreciendo así un final inmaterial, un renacer en un mundo más espiritual: el inicio de una nueva vida.
Se ha dicho sobre la Novena…
El propio Bruno Walter aseguró que pudo reconocer el propio caminar tambaleante de los últimos meses del vida de Mahler en el ritmo inestable de la marcha en el clímax del primer movimiento. Además, Leonard Bernstein, por su lado, sugirió que el inicio de la sinfonía era el latido errático del corazón mahleriano.
En palabras de Adorno: “Todo lo que era trivialidad involuntaria en los tardo-románticos nacionalistas, se torna en Mahler provocativa alianza con la música trivial y sus sinfonías ostentan impúdicamente aquello que todos tienen en el oído: restos melódicos de la música de arte, corrientes cantos populares, cancioncillas y bailables”.
Herbert von Karajan diría al respecto: “Es una música que viene de otro mundo, viene desde la eternidad”. Otto Klemperer afirmó: “Esta sinfonía no es solo la última, sino su mayor logro”. Arnold Schoenberg le agregó algunos toques místicos: “Es como si esta sinfonía fuera la obra de un oculto artista superior que utilizó a Mahler como su portavoz”.
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