Por José Luis García del Busto
En efecto, apenas dos días después, a primera hora de la tarde del día 14 de enero de 1949, se produjo el fatal desenlace. Turina tenía entonces solamente sesenta y seis años de edad y, por lo tanto, si la enfermedad no se hubiera cebado en él, hubiera tenido mucha buena y bella música por escribir después de aquella Sinfonía del mar que no alcanzó a completar. Buena y bella música, sí, aunque sea objetivamente cierto que, según la trayectoria compositiva de los últimos lustros, probablemente su aportación -en cuanto a sustancia musical nueva- había quedado ya hecha cuando estalló la guerra civil, haciendo añicos tantas cosas. Pero el hecho es que don Joaquín se fue y, como es propio de los artistas creadores, nos dejó el legado de su obra.
Músico, pues, sevillano, andaluz y español. Pero arriba apunté que también universal y, para abrochar estas líneas, quisiera argumentar sobre ese carácter algo que, por simple y obvio, parece olvidarse a veces: la universalidad en música, como en cualquier manifestación artística o literaria, es cuestión de calidad. Suelen buscarse a veces explicaciones de lenguaje, de idiosincrasia de los pueblos, de sintonías o afinidades culturales… cuestiones todas ellas importantes, sin duda, pero adjetivas. Lo único sustantivo es la calidad, y la música de Joaquín Turina la tiene.