Por Antonio Pardo Larrosa
Más sabe el diablo por viejo que por diablo
Este antiguo proverbio español bien podría aplicarse a la estrecha relación que ha existido durante siglos entre el diablo y la música. Son numerosas las leyendas que tienen al diablo como protagonista, y varias las visiones que hacen que este personaje se haya colado a hurtadillas en la memoria del aficionado. A lo largo de la historia, desde el primer Barroco hasta nuestros días, la figura de Belcebú ha inspirado los geniales trazos de más de un ingenuo compositor que entendió que pactar con el maligno era la única forma de alcanzar la inmortalidad.
Históricamente no hay ni una sola prueba de que esto ocurrió así, más allá de unas cuantas líneas escritas de puño y letra de alguno de nuestros protagonistas, atestiguando tan extraordinarios acontecimientos, como tampoco hay una verdad lógica que demuestre la existencia de tan maléfico ser; ya quisieran algunos creer que esto es posible. Atribuir la creación de una obra de arte a la intervención de un ser de otro mundo es tan viejo como los balcones de palo, que decía mi abuelo.
¿Que aparecen las pirámides de Guiza, Keops, Kefrén y Micerino? Pues seguro que detrás de su construcción hay una civilización extraterrestre; ¿que Leonardo Da Vinci traza su última cena?, pues erre que erre, seguro que hay una mano oscura y sobrenatural oculta tras los trazos de tan sublime obra; por no hablar del Réquiem de Wolfgang Amadeus Mozart… ¿cabe pensar en una obra más inspirada por la mano de Dios que esta?, ¿Dios?, pienso que no. De igual manera se puede llegar a pensar que el diablo está detrás de algunas de las composiciones musicales más importantes de la historia, y que su malévola mente eligió al azar a unos cuantos insensatos que dieron a bien entregar su alma para alcanzar la inmortalidad.
Cierto o no, supongo que no deja de ser una fábula, la verdad es que gracias a estas leyendas las obras de cierto número de músicos han trascendido al inexorable paso del tiempo. Es inevitable pensar que el ser humano tiene sus propias limitaciones y que cuando estas son sobrepasadas por la inventiva y la inspiración tendemos a pensar que algo oculto se encuentra tras ellas. Echando un vistazo a la historia de la música de los últimos siglos, nos encontramos con que esta serie de leyendas acontecen con demasiada asiduidad. La delgada línea que separa la realidad de la ficción muestra que la música y el diablo han ido de la mano en numerosas ocasiones, agrandando la oscura leyenda del arte.
Las cuatro cuerdas del diablo
Puede que de todas las leyendas de la antigüedad que versan sobre el diablo y sus apariciones sean las que atañen a los músicos Giuseppe Tartini y Niccolò Paganini las que han calado más hondo en el imaginario colectivo de la humanidad. Todos, aficionados y no aficionados a la música, guardamos en la retina la imagen del viejo violinista postrado en su lecho de muerte observando cómo el diablo, violín en ristre, le dicta su sonata Il Trillo del diavolo, o los increíbles grabados que muestran al genio genovés tocando sobre las sombras de unos pequeños y simpáticos diablillos. Las leyendas, leyendas son, y nunca se sabe cuánta verdad se esconde tras ellas, pero lo cierto es que la música a lo largo de los siglos ha estado rodeada de un halo sobrenatural que no ha hecho otra cosa que agrandar su ya de por sí inmortal historia.
Hace ciento setenta y cinco años moría el que para muchos es el violinista más grande que ha existido sobre la faz de la tierra, Niccolò Paganini Bocciardo, “el violinista del diablo”. Niño prodigio donde los haya, Paganini forma parte de ese reducido grupo de genios que caminó sobre la delgada línea que separa la realidad de la ficción, la locura de la cordura, la vida de la muerte… Alumno de Alessandro Rolla, Paganini deslumbró con su depurada técnica –staccato y pizzicato– a sus contemporáneos, que siempre dudaron de su extraña naturaleza, humana o divina, quién sabe, lo cierto es que su inusual forma de tocar el violín, junto a su aspecto físico, alargado, famélico, altivo, melenudo y jironado, no ayudaban a esclarecer las conjeturas que sus paisanos se hacían ante tan singular imagen. Paganini improvisaba sobre el escenario embebido del espíritu del “mal”, que arrancaba de su inseparable Guarnerius, llamado Il cannone: los sonidos del averno, melodías que el genovés podía interpretar con una sola cuerda del violín retirando primero las otras tres de manera que estas no se rompieran durante su actuación, ¡hasta tal extremo llegaba su destreza!
Hablar a estas alturas –dos siglos después– de la vida o la obra de Niccolò Paganini resulta una soberana estupidez, pues dudo que haya alguien en este mundo –puede que en el otro también– que no conozca algún dato biográfico relacionado con la persona del virtuoso violinista. Ahora bien, indagando en su biografía encontramos un episodio curioso que otorga, si cabe, mayor protagonismo a las extraordinarias habilidades técnicas de Paganini, y es su tormentosa relación con el prodigioso violinista polaco Karol Lipinski, un hecho que marcaría la carrera de Niccolò durante buena parte de su vida. Escuchando a Lipinski es evidente que el diablo –Azazel– tuvo alguna que otra predilección más, enfrentando a los dos violinistas más importantes y representativos del siglo XIX.
Azazel y los amigos irreconciliables
Hace falta mucha dedicación, tiempo y esfuerzo, para forjar una amistad inquebrantable, y tan solo unos cuantos segundos de ilimitada estupidez humana para romperla. Esto es lo que les sucedió a los dos violinistas más importantes y representativos del siglo XIX, el italiano Niccolò Paganini y el polaco Karol Lipinski. Hablar de la personalidad del genio genovés puede parecer una obviedad, a tenor de lo sucedido durante los últimos doscientos años, pero para ahondar en sus diabólicas facultades interpretativas es necesario aportar algún dato que atestigüe que su naturaleza fue
Las leyendas se forjan en segundos… Pues bien, más allá de los alargados dedos del virtuoso violinista italiano encontramos la figura del que sin duda fue su gran rival en vida, el músico polaco Karol Lipinski. Hoy por hoy no tenemos constancia de algún hecho que relacione las desmedidas facultades musicales de Lipinski con la presencia del maligno, pero escuchando su portentosa obra Violin Concerto nº 2 en Re mayor Op. 21 “Militaire” podemos imaginar que su alma viajó camino del hades en la barcaza de Caronte. Sin duda su música no es de este mundo…
Que el violinista italiano Niccolò Paganini pudo tener algún rival que pusiera en tela de juicio sus desmedidas y diabólicas facultades interpretativas era hasta este momento algo del todo impensable. Pues bien, existió un joven y prodigioso violinista de origen polaco llamado Karol Lipinski (1790-1861) que puso en
Los testigos de la época afirman que cuando se le preguntaba a Paganini por la existencia del violinista más grande de cuantos había conocido este contestaba: “Yo no sé quién es el más grande, pero desde luego Lipinski es el segundo más grande”.
A diferencia de lo ocurrido con Paganini, la obra y la vida de este extraordinario violinista polaco cayeron en el olvido. Quizás el pequeño Azazel tenga sus propias predilecciones musicales, otorgando mayor protagonismo a unos que a otros, quién sabe lo que su diabólica majestad piensa…
Además de esta conocida relación “demoníaca” entre Paganini y el diablo, en la historia de la música se han dado otros casos similares que tienen, o podrían tener, al simpático Azazel como protagonista, como la de Tartini, un viejo que soñaba con demonios; o la de Veracini, el alumno que humilló a su amado maestro; o las de Chevalier de Saint-Georges y Boulogne, violinistas de color y mosqueteros del rey que blandían su violín tan certeramente como su espada; sin olvidar la del noruego Ole Bull, que en la mágica noche de San Juan hacía cantar y bailar a las brujas y los demonios con sus increíbles melodías. A estos prodigiosos –poseídos– violinistas se les conoce como “los violinistas de Azazel”.
Los violinistas de Azazel
Si las historias de Tartini o Veracini caminan sobre la delgada línea que separa la realidad de la ficción no menos sorprendentes son las que atañen a los violinistas y mosqueteros de color Chevalier de Meude Mompas y Joseph Boulogne Chevalier de Saint George, dos de los músicos más importantes del siglo XVIII en Francia. La leyenda forjada por la afilada pluma de Alejandro Dumas nos ha permitido idealizar durante siglos la romántica imagen de estos espadachines que forjaron su leyenda a golpe de duelo, nobleza y certeras estocadas. Mosquetero del rey Luis XVI, Chevalier de Meude Mompas fue un virtuoso violinista negro, caballero y espadachín, cuya obra compitió en elegancia y profundidad con la de otro ilustre mosquetero y músico de origen francés llamado Joseph Boulogne, Chevalier de Saint-Georges. La obra musical de Mompas –más arraigada en el Clasicismo– es más emocional y atractiva que la de su contemporáneo Chevalier de Saint-Georges. Mompas compuso varios conciertos para violín que fueron muy populares en su época, además escribió dos libros sobre teoría musical muy populares en su tiempo, antes de exiliarse a Berlín como consecuencia del inicio de la Revolución Francesa. Su obra, olvidada durante años, está articulada en derredor del violín como protagonista, produciendo obras de gran belleza, que se caracterizan por sus delicadas y profundas melodías, frases que surgen de la sencillez con la que Mompas describía sus cambiantes estados de ánimo. Sin duda sus composiciones están revestidas de un extraño virtuosismo que las hace parecer de otro mundo, tan sofisticadas y perfectas que dudo que solo las manos de este orfebre de la música pudieran crearlas sin ayuda alguna, lo dudo…
Estas son solo unas cuantas anécdotas que son necesarias para entender la estrecha relación de Paganini con lo otro, con aquello que hizo que su obra fuera inmortal. Paganini y los violinistas de Azazel no es más que otra forma de contar la vida de tan ilustres personajes poniendo de manifiesto que algo sobrenatural se esconde tras ellas.