Por José Prieto Marugán
Decía Arturo Rubinstein que Chopin era el compositor más nacional y, al mismo tiempo, el más comprendido y admirado en todo el mundo. No deja de ser curioso, pero es perfectamente explicable porque el sentido de lo nacional está profundamente arraigado en cada uno de nosotros; tanto, que cuando se expresa con vehemencia, amor y sinceridad, llega a todas partes.
Una vida fuera de su patria
Nace Chopin en Zelazowa Wola, cerca de Varsovia, el 1 de marzo de 1810 en el seno de una familia de cierto nivel cultural pues su padre, Nicolás, era profesor en el Liceo. Comparado con Mozart y utilizado como niño prodigio en los salones aristocráticos de la capital polaca, su educación musical la recibió básicamente de Josef Elsner, que supo encauzar su particular inventiva melódica, su facilidad para improvisar y su especial talento armónico. Terminados sus estudios en 1829, este profesor escribió: «Federico Chopin. Alumno de tercer año. Extraña capacidad, genio musical».
Viena no le resulta segura (hay cierta hostilidad hacia los polacos) y viaja a París vía Munich, ciudad en la que conoce la caída de Varsovia en manos rusas. En su diario clama al cielo con palabras tan duras como desesperadas. En París, Chopin encuentra numerosos compatriotas exilados que van a resultar un apoyo decisivo para su espíritu maltrecho (J.U. Niemcewicz, A. Mickiewicz, J. Slowacki, S. Witwicki, el príncipe Adam Czartorysky y J. Fontana). Junto a estos intelectuales el pianista ayuda a la causa polaca dando algunos conciertos a beneficio de los emigrantes menos favorecidos.
La reputación de Federico crece rápidamente. Hace amistad con Liszt, Mendelssohn, Berlioz, Hiller, Franchome y Kalkbrenner. Su concierto de presentación en la sala Pleyel (1832) es un acontecimiento. Pese a este éxito y a que sus obras empiezan a ser publicadas, Chopin vive de las lecciones particulares dadas a gentes de dinero pero con poco o escaso talento musical. A Chopin le gusta poco el público.
En 1836 aparecen los primeros síntomas de la enfermedad que terminaría con su vida. En el verano del año siguiente viaja a Londres, ciudad que no despierta en él entusiasmo precisamente y comienza su relación con George Sand. En ella, pese a su bien ganada fama de dominadora y con varios amantes a sus espaldas, encontrará el músico lo que echa de menos desde que salió de Varsovia: cariño y atenciones. Es curioso que dos caracteres tan distintos hayan podido convivir sin roces ni problemas durante unos años. La ruptura posterior será motivada por los celos y las desavenencias entre George Sand y sus hijos.
La conocida estancia de la pareja en Mallorca, durante el invierno de 1838/39, no debió ser tan mala como se nos ha hecho creer. Bien es verdad que en aquel entonces los turistas no debían ser vistos con la complacencia con que hoy los vemos y tratamos, pero seguro que los miedos del pueblo mallorquín y la animadversión de sus gentes a lo desconocido y a lo raro no eran mayores que los que podrían encontrarse en otras zonas europeas. Porque si todo era tan grave, dramático y hostil como nos lo pintan, no parece probable que la «familia» pudiera trabajar como lo hizo: George Sand escribiendo, Maurice, su hijo, pintando los paisajes cercanos a la Cartuja de Valldemosa y Chopin escribiendo música (aquí dio fin a los Preludios, Op. 28, la Polonesa en Do menor, la Balada en Fa mayor y el Scherzo en Do sostenido menor). Que el episodio de Mallorca no fue idílico, cierto, pero tampoco hay que llevar las cosas al extremo.
De regreso a Francia, Chopin pasará una larga temporada en Nohant junto a George Sand. Ésta es la época más fructífera del compositor, pero la hostilidad manifiesta del hijo de la escritora termina causando un devastador efecto en el estado físico y mental del músico. Prácticamente deja de escribir y ni siquiera los cuidados y mimos de su alumna escocesa Jane Stirling, son capaces de elevar un poco su tono vital.
El piano: siempre el piano
El catálogo chopiniano es amplio y, con excepción de los dos conciertos y alguna aproximación a la música de cámara, está dedicado al piano. Dentro de esta producción cabe destacar las formas libres, y muchas veces de corta duración, en las que Chopin concentra todo su romanticismo, todo su nacionalismo y toda la poesía que lleva dentro, porque no es Chopin hombre interesado en las formas clásicas ni en construir la música al estilo de su tiempo y entorno. Los grandes conciertos con solista no le atraen; el teatro musical tampoco; es decir, lo que da dinero y prestigio en su época no le interesa demasiado.
Sus cuatro Scherzos, extraordinariamente sensibles, como las cuatro Baladas, son poemas épicos instrumentales, y aunque hay otros precedentes, podrían considerarse un «invento» propio.
Los dos Conciertos para piano y orquesta, siguen el estilo de los de Kalkbrenner y Hummel y no tienen demasiada relevancia en la especialidad; la orquesta, -se ha denunciado siempre- tiene escasísima entidad; es un mero acompañante.
En los Estudios2, dos series de doce, Chopin se muestra increíblemente moderno para su tiempo. Aunque pueda pensarse en ellos como se piensa en los estudios de Clementi, son obras profundamente musicales en las que el trabajo de una parte técnica y mecánica concreta, con estar presente, queda totalmente oculto bajo un derroche de energía, delicadeza, musicalidad y valor artístico. Algo similar podría escribirse de los Preludios, pequeños bocetos que reflejan estados de ánimo. Íntimos, atormentados, densos, delicados, son el reflejo de una gran concentración creadora. Se ha dicho que Chopin podía pasar horas ante un compás, antes de darlo por concluido.
Nocturnos y Valses, son obras típicamente chopinianas. Los primeros, siguiendo el modelo de los de John Field, están llenos de dificultades e innovaciones técnicas, aunque la delicadeza melódica lo oculte. Los Valses, que nada tienen que ver con los de los Strauss, podrían ser ejemplo de la música, digamos «cortesana», del autor polaco.
La gran forma, la Sonata para piano, tiene su máximo exponente en la conocida como de la marcha fúnebre, una obra que puede colocarse al nivel de las grandes sonatas románticas centroeuropeas.
Ya hemos dicho que Chopin fue un nostálgico de su patria, de sus amigos, y de su familia durante toda su corta vida. Por eso, polonesas y mazurcas son sus obras más populares. En las Polonesas, cantos heroicos y guerreros que ensalzan la nobleza y el orgullo polacos, retrata Chopin una Polonia grande, erguida y fuerte. En las Mazurcas, más delicadas y sensibles, refleja momentos líricos de otra Polonia, más sentida que vivida. Estas pequeñas obras son la sublimación, la destilación, la síntesis artística de las danzas populares de su Polonia querida.
El personaje de Chopin resulta muy curioso porque su forma de ser y de presentarse a los demás no coincide con las tópicas características del artista romántico. Federico es exquisito: todo lo que sea desorden, extremismo y vulgaridad le repugna y en todos los órdenes de su vida -desde su aseo personal, hasta la decoración de su casa y los detalles más simples- se presenta como persona reflexiva y serena. En su trabajo era concienzudo y exigente hasta límites extremos; más que inspiración, su obra se debe a la elaboración. Educado, cortés y elegante en los modales, poseía una enorme capacidad de autocontrol y era un perfeccionista.
Su patriotismo era más íntimo que activo. Nunca se involucró en algaradas, manifestaciones o movimiento violento alguno, porque no se sentía integrado entre la masa, aunque considerara justificadas las protestas de sus compatriotas. No parece muy claro por qué Chopin no intervino directamente en la lucha contra los rusos pese a que su circulo de amigos era de lo más patriota. Se han esgrimido distintos argumentos que no quedan suficientemente claros. Hay quien sostiene, por ejemplo, que Chopin fue convencido de que dejara Varsovia porque desde fuera, con su música, podría hacer mejor servicio a la causa patriótica. Quizá con el tiempo, pero en aquellos momentos, un par de conciertos y media docena de mazurcas poco podían hacer -desde París- contra la bota militar rusa.
Esto último fue una constante en la vida del compositor polaco. Alejado de los suyos, pocas veces llegó a sentir la felicidad. Y la tisis que lo hizo sufrir enormemente y que lo llevó a la tumba a los 39 años, se encargó, además, de añadir el sufrimiento físico al sufrimiento moral que nunca le dejó desde que a los veinte años dijera adiós a su Polonia natal. A su muerte y según sus propios deseos, su corazón fue trasladado a Varsovia. Su cuerpo quedó en París. Pero nadie sabe qué fue de aquella cajita de plata en la que guardaba un puñado de tierra polaca y que llevó siempre consigo.