Por Tomás Marco
Es muy cierto que la ópera es una actividad cara. Representa una conjunción de elementos teatrales, escénicos, musicales, técnicos y administrativos que a día de hoy han convertido un espectáculo que un día se basó en la simple respuesta del público en algo inviable sin el concurso de ayudas públicas o privadas pero que, en todo caso, es imposible sufragar en su totalidad con el importe de las entradas incluso aunque éstas no sean baratas.
El cúmulo de recursos que se ponen en juego a lo largo de una representación operística hace que los responsables de los mismos tiren cada uno para sus intereses y que coordinarlos, subordinarlos y dominarlos sea una tarea no fácil pero que, evidentemente el que la consigue realizar es finalmente quien de verdad manda en la ópera.
Pronto los públicos operísticos, incluso los de cortesanos, descubrieron que, junto a los textos pretendidamente elevados y las escenografías espectaculares, lo que les gustaba de verdad era el canto y en el segundo barroco éste empezó a mandar en la ópera. No todos los cantantes, pues es la época de la tiranía de los castrati que fueron verdaderos dictadores hasta para el mismo Händel. Las descripciones que nos quedan de sus vidas, de su actitud en escena y de lo que el público esperaba de ellos lo demuestra bien a las claras y si así no hubiera sido, un Farinelli no se hubiera convertido en la panacea de los males de Felipe V.
Las grandes voces han continuado existiendo pero no mandando. Quien toma el mando después de ellas es el director de orquesta y el fenómeno se suele personificar en la figura de Toscanini, pero ya los directores wagnerianos mandaban los suyo y, por lo que sabemos, Mahler era dictador absoluto de la ópera vienesa. La situación durará hasta la muerte de Karajan. Por supuesto, los directores de calidad siguen existiendo como también las voces, pero han cedido el mando, que desde el último cuarto del XX pasó a los directores de escena que llegan a reinventarse el paisaje operístico con la aquiescencia no tanto del público como de algunos críticos aparentemente progresistas pero tan reaccionarios como para aplaudir, por ejemplo, que el lugar ideal para situar Carmen sean las cloacas de Shangai ya que así aparentar defender la novedad pero se ahorran el asistir a óperas nuevas de verdad .
Así, los directores de escena parecen seguir mandando pero sólo es así porque es en lo que se basan los nuevos señores de la ópera. ¿Y quiénes son? Pues una figura secundaria que antes se llamaba empresario o gerente y que ahora se llaman intendentes o “directores artísticos”. Sus cotizaciones se han disparado y sus fichajes vienen a ser como los de los futbolistas. No se sabe qué obras van a poner, qué cantantes o directores manejan ni si saben algo de la música del país al que explotarán. Lo importante es anunciar que se tiene al Cristiano Ronaldo de este invento.
No mandar implica no controlar el gasto y la inversión y ello en un momento de crisis no es bueno para la música del país. Tener instituciones de lujo (real o aparente) y que, al propio tiempo, los conservatorios, o los coros, o la creación o lo que sea, estén en mínimos, carece de sentido y es un pecado político. No hay por qué señalar casos, que se puede, sino que, dado lo que la ópera supone, sería muy útil saber quién manda de verdad en los teatros de ópera ya que en esos casos se podrían saber, e incuso exigir, que es algo que nunca se hace, responsabilidades, ¿o tampoco?