Por Martín Llade
Se podría hablar de la poca fortuna que ha tenido el género sinfónico dentro del repertorio francés. Si bien es verdad que hay unas cuantas sinfonías escritas por autores de este país que han pasado a formar parte de los programas habituales de las salas de concierto de todo el mundo, el desarrollo de esta materia a lo largo del siglo XIX fue, ciertamente irregular. Y eso que un brillante contemporáneo de Joseph Haydn como fue François-Joseph Gossec (1734-1829), autor de nada menos que cincuenta sinfonías, había augurado un porvenir muy prometedor al género. Sin embargo, la irrupción del romanticismo, lejos de insuflar la inspiración necesaria a los autores galos, parece sumirlos, recién comenzado el XIX, en un desconcierto del que apenas sabrán salir. Es cierto que una obra maestra absoluta de este periodo es la llamada Sinfonía fantástica de Hector Berlioz, una suerte de delirio opiáceo o formidable resaca beethoveniana, a la que, sin embargo, cuesta considerar verdaderamente una sinfonía antes que un poema sinfónico.
El hecho de que el propio Berlioz hubiera escrito un elaborado programa en el que describe lo que va sucediéndole al artista cuyos episodios vitales constituyen la razón de ser de la partitura, confirma esta tesis. Algo parecido le sucede a Aroldo en Italia o su Gran sinfonía fúnebre, que pese a su extraordinaria calidad, no se ajustan al molde concebido por Haydn y expandido por Beethoven hasta unas posibilidades cuyo último horizonte acabaría hollando Gustav Mahler, a principios del siglo XX. Aunque hay que decir, en defensa de Berlioz, que ello no se debe a incomprensión y mucho menos a incapacidad por su parte, sino al inconformismo que caracteriza su universo y que le llevaría a no adaptarse jamás a ningún género en concreto, como prueban La condenación de Fausto o Los troyanos, óperas que no se inscriben en ninguna corriente, ni tampoco generarían a su vez escuela alguna.
Otras sinfonías francesas decimonónicas que han logrado imponerse en el repertorio en modo alguno pueden ser consideradas herederas de la tradición vienesa. Ese es el caso de la Sinfonía española de Lalo, que es más bien una obra concertante para violín. Saint-Saëns, como ya comentábamos en su momento fue uno de los que más ahínco puso en esta materia, pero puede decirse que si hoy en día sobrevive en el repertorio su Sinfonía Nº 3 es quizás por la original presencia del órgano dentro de la misma, ya que su producción a este respecto es, pese a su belleza, un tanto superficial.
En Vincent D’Indy encontramos otro devoto del género, empeñado en que la música francesa fuera capaz de acuñar su propia sinfonía nacional. Entre sus loables intentos está su Sinfonía Nº 3 sobre un canto montañés para piano y orquesta, que tampoco se ajusta bien al concepto, ya que vuelve a ser una obra concertante. En su caso, ninguna de las piezas de su ciclo se interpreta en la actualidad.
Sólo Cesar Franck, más germano que galo, logró, con su Sinfonía en re de 1889, escapar de esta maldición y componer una obra no sólo heredera de la tradición vienesa, sino que también era capaz de profundizar en el principio cíclico lisztiano, llevándolo a su máximo esplendor. Sin embargo, su loable creación fue repudiada abiertamente por todo el mundillo musical francés, incapaz de entenderla. De todas las críticas la que más ha trascendido es la de Charles Gounod, que llegó a tildar a la Sinfonía en re de «la impotencia elevada a la categoría de dogma».
La Sinfonía Nº 1 del autor de Fausto
Precisamente, sería Gounod el que inspirase, casi sin quererlo, una de las pequeñas obras maestras perdurables del género sinfónico en su país. Se cree que hacia 1843, esto es,mucho antes de su primera ópera, comenzó a esbozar una sinfonía, proyecto constantemente demorado, que se decidiría a rematar doce años después, cuando ya era una celebridad, incluso fuera de Francia.Curiosamente, todavía no había sido encumbrado por el género lírico y sus primeros laureles los obtuvo gracias a una notable misa, llamada De Santa Cecilia, estrenada en Londres en 1851.Y es que un detenido vistazo al catálogo de Gounod, donde encontramos oratorios, cuartetos de cuerda y otras obras camerísticas, demuestra que intentó ser un compositor todo terreno, si bien la posterioridad sólo lo recordaría por su faceta como músico teatral. Es por ello que no debe extrañar su perseverancia, a la hora de abordar el género supremo de la música instrumental, y el hecho de que se remitiera a modelos tan nobles como el de las sinfonías haydnianas. Sobre los mimbres de éstas, pero revestidos con el encanto de su propia personalidad, logró Gounod presentar en abril de 1855 al exigente e ingrato público parisino su Sinfonía Nº 1 en Re Mayor. La partitura obtuvo un éxito resonante y se saludó a su autor como uno de los grandes maestros de su tiempo. Animado por las candilejas, Gounod escribiría casi de un tirón su Sinfonía Nº 2 en Mi Bemol Mayor, estrenándola antes de que hubiese acabado ese mismo año. Sin embargo, algo debió suceder para que ya no hubiese una tercera sinfonía y el ciclo se interrumpiese abruptamente en ese punto. Hay quien apunta que Gounod se dio muy pronto cuenta de sus limitaciones y se sintió incapaz de evolucionar dentro del terreno sinfónico, por lo que consideró pertinente una retirada a tiempo. Quizás avale esta tesis el hecho de que regresase a la sinfonía, por puro deleite, treinta años después, componiendo su deliciosa Petit symphonie para nueve instrumentos, con miras ya mucho menos elevadas. Sin embargo, sería injusto no reconocer que el momento en el que concluye la Segunda, su carrera operística comienza a despegar de forma vertiginosa, manteniéndole ya ocupado durante tres décadas.Y, claro está, la ópera siempre ha dado más beneficios que la música sinfónica…
En todo caso, con la excepción de directores como Michel Plasson y Sir Neville Marriner, que han procurado realizar un digno registro discográfico, las dos sinfonías de Gounod rara vez se interpretan en la actualidad. En 1959, la Ópera de París realizaría una exitosa coreografía de ballet con la Primera, lo que evidenciaría bastante lo liviano de su naturaleza, algo que resulta difícil imaginar con cualquiera de las grandes sinfonías germanas o con la de Cesar Franck.
Sea como fuere, lo importante es que al estreno de la Sinfonía en Re Mayor asistió un joven de diecisiete años, llamado Georges Bizet.
Un jóven predispuesto para la música
Nacido en París, Bizet era hijo de Adolphe Armand Bizet, quien había ejercido como cantante aficionado y había estrenado, sin grandes alharacas, alguna que otra composición. La madre de Georges también estaba relacionada con el mundo musical, ya que su hermano, François Alexandre Chéri Delsarte, había sido tenor en la Ópera Cómica, además de autor de algunas canciones de éxito. Sin embargo, Delsarte logró enorme fama con un método que aunaba declamación y canto, y que sería conocido como el “Método Delsarte”, alcanzando gran fama, incluso en Estados Unidos, dentro del mundo de la actuación y el canto.
No es de extrañar que con semejantes antecedentes, Georges se revelase como un talento precoz y fuese admitido en el Conservatorio de París (donde ya había sido alumno su tío), con apenas diez años. Allí tuvo el privilegio de aprender de grandes maestros como Antoine Marmontel, quien sería su profesor de piano; de François Benoist, en órgano; o de Fromental Halévy (autor de la ópera La judía, que acabaría convirtiéndose en su suegro) en fuga y contrapunto.Antes de Halévy, había recibido lecciones en esta materia de Pierre Zimmermann,quien había tenido entre sus alumnos a Cesar Franck, Ambroise Thomas, Charles-Valentin Alkan o el propio Gounod, que había acabado casándose con su hija (al parecer, todo quedaba en casa en el Conservatorio de París).
Ése fue precisamente el nexo entre Bizet y Gounod, ya que el segundo ocupaba ocasionalmente el puesto de su suegro en el Conservatorio cuando éste tenía que ausentarse. Zimmermann falleció en 1853 y fue reemplazado por Halévy, con lo que Gounod dejó de dar clases a Bizet, pero el adolescente le tomó gran aprecio y admiración, y es por ello que acudió con gran expectación al estreno de su primera sinfonía.
Una obra maestra guardada en un cajón
La impresión que la obra causó en el muchacho fue tan grande que no pudo menos que expresar su adoración por ella, estudiándola y realizando incluso un arreglo para dos pianos de la misma, como parte de sus ejercicios del conservatorio. Sin embargo, no contento con esto, en un arrebato de creatividad, decidió emular a su ídolo, escribiendo él también una sinfonía. Lamentablemente, exceptuando la fecha de su conclusión –noviembre de 1855- no conocemos ningún detalle acerca de este proceso, ya que Bizet no hablaría jamás con nadie de esta partitura, ni se la mostró siquiera a sus condiscípulos. Sencillamente, se limitó a escribirla y a guardarla en un cajón, una vez hubo satisfecho su ansia creativa. Para él era una cosa sin importancia aunque, como los estudiosos podrían comprobar décadas después, su desdén no le impediría sacarla al menos tres o cuatro veces de dicho cajón, en medio de la escritura de otras obras.
Se ha escrito mucho acerca de la influencia estilística de Gounod en Bizet en esta Sinfonía en Do, pero realmente no es tanta. Sí que pueden apreciarse algunos préstamos evidentes, como ciertas figuras dibujadas por la cuerda, el empleo de fanfarrias o el fugato del segundo movimiento. Pero en modo alguno debemos ver a Bizet como a un imitador, sino como a un joven pletórico de inspiración con ganas de probarse a sí mismo en un terreno fascinante, por lo escarpado, como era el sinfónico. Consciente de sus posibilidades –pues acaso la concepción de una gran sinfonía como las que se estilizaban entonces le hubiese hecho abandonar a mitad de camino– decidió concebir una obra de pequeñas dimensiones, de apenas media hora de duración, con una orquestación relativamente modesta, con la madera a dos, cuatro trompas, dos trompetas, los timbales y un quinteto de cuerda. Esto hace pensar que, pese a que al final ocultó su existencia al mundo, pudo acariciar la posibilidad de hacerla interpretar con la orquesta del Conservatorio.
Aunque nunca sabremos cuál fue la opinión exacta del compositor al respecto de su obra, algo de atractivo debía de encontrarle cuando recicló parte de su material. Así, en el aria de Nadir “De mon amie” de Los pescadores de perlas, emplearía el encantador tema principal del adagio en la menor (enunciado por el oboe), de regusto sugerentemente oriental. Esa misma fórmula melódica aparecería también en el Minuetto de La Arlesiana. Precisamente, La Arlesiana es anunciada con especial fuerza en el ‘allegro vivace’ final, en forma sonata, si bien el segundo de sus temas sería reutilizado en el primero de los dos actos de Don Procopio, una ópera buffa, de resonancias donizettianas, escrita por Bizet cuatro años después que la sinfonía.
A pesar de su sencillez, la plantilla orquestal dista de ser pobre, pues remite al delicado equilibrio de las sinfonías del clasicismo. El colorido sonoro extraído por Bizet de sus efectivos (con especial protagonismo del oboe, hasta el punto de que en algunos programas se suele destacar al solista que lo toca en el segundo movimiento) anuncia ya al gran pintor de escenarios exóticos de Los pescadores de perlas y Carmen. Por otro lado, se revela como un maestro en el tratamiento de las armonías y en las modulaciones. Elegante y lírica, con pasajes de desbordante frescura como el trío de carácter campestre del ‘allegro vivace’ o el radiante finale, la Sinfonía en Do constituye el triunfo del genio innato de Bizet, capaz de expresarse con pasmosa fluidez en un lenguaje que abordaba por vez primera.
Un maravilloso descubrimiento
Gran número de estudiosos, con el musicólogo Jean Roy a la cabeza, han coincidido en señalar el hallazgo,por parte de Bizet, de haber elaborado una partitura que, sin aportar nada realmente nuevo,suena como si no se hubiesen escrito centenares de obras de esta índole anteriormente. Su milagroso vigor juvenil hace pensar de inmediato en algunas de las maravillosas sinfonías escritas por un Mendelssohn o por un Schubert (autor muy poco conocido todavía en Francia en aquella época),también en torno a los dieciséis o diecisiete años.
Hay quien ha afirmado que Bizet pudo no haber difundido la sinfonía por respeto a Gounod, pero eso parece bastante improbable. Sí que daría a conocer, en cambio, un trabajo menos meritorio, concebido años después, en la Ciudad Eterna, tras haber ganado el Premio de Roma.A esta fantasía sinfónica, llamada Roma, se la ha llamado en alguna ocasión Sinfonía Nº 2 para diferenciarla de la Sinfonía en Do. Paradójicamente, y aunque Bizet ya había evolucionado como músico,este trabajo resulta mucho más académico que su creación de la adolescencia, y es por ello que fue acogida con indiferencia y hoy se interpreta bastante poco.
Bizet fallecería el 3 de junio de 1875.Exactamente tres meses antes se había estrenado en la Ópera Cómica de París su obra maestra Carmen, que en un principio no gustó al público,a excepción de algunos números. Esto provocaría una depresión en el compositor y quizás el fallo cardíaco que acabaría con su vida. Una vez más, y al igual que con su primera sinfonía, no llegaría a disfrutar del extraordinario éxito que este título alcanzaría con el tiempo, convirtiéndose en una de las cinco óperas más representadas de la Historia.
Algún tiempo después de su muerte, su viuda entregó al compositor Reynaldo Hahn algunos de los papeles de su marido, entre los cuales se encontraba el manuscrito de la sinfonía. Hahn depositó estos documentos en la biblioteca del Conservatorio de París, donde permanecerían hasta los años treinta del siguiente siglo, en que un admirador de Bizet, Douglas Charles Parker solicitase examinarlos.En 1926 había publicado la primera biografía en inglés sobre el compositor, pero sentía que su trabajo estaba incompleto, al no haber podido examinar de primera mano sus partituras autógrafas.
Por fin, en 1933 su solicitud fue aprobada y accedió al legado, llevándose la mayúscula sorpresa de encontrar aquella sinfonía, cuya existencia todo el mundo había ignorado, a excepción del propio Bizet.
Parker, emocionado, copió el manuscrito y se lo envió al gran director Felix Weingartner que, contagiado por idéntica emoción, decidió presentar al mundo aquella primicia: una sinfonía de Bizet, que era llevada a los atriles ochenta años después de haber sido escrita y sesenta y dos después de la muerte de su autor.
El estreno se produjo el 26 de febrero de 1935 en Basel (Suiza), y en el programa se interpretó también la obertura de El sueño de una noche de verano, escrita por Mendelssohn también en su adolescencia. El éxito fue tan grande que, de la noche a la mañana,Bizet,que nunca hubiese imaginado nada semejante,pasó a convertirse, por encima de Gounod, D’Indy, Lalo y otros muchos compatriotas suyos,en un autor de referencia dentro del repertorio sinfónico a nivel mundial.
Discografía recomendada
- Orquesta Nacional de la Radiodifusión Francesa. Director: Thomas Beecham. EMI.
- Orquesta del Capitolio de Toulouse. Director: Michel Plasson. EMI.
- Orquesta Sinfónica de Londres. Director: Claudio Abbado. DEUTSCHE GRAMMOPHON.
- Orquesta Sinfónica de Nueva Zelanda. Director: Donald Johanos. NAXOS.