Recuerdo que mi amigo el inolvidable escritor Juan Benet solía decir que la única música interesante para él, se enmarcaba en ochenta años, los que van desde la Heroica a la muerte de Wagner, es decir, entre l803 y l883. Era una de sus muchas boutades, ocurrencias que, dichas por una persona tan ingeniosa, conseguían siempre sus corifeos. Pero yo le argüía con citas concretas de músicas del barroco y del clasicismo y, al conjuro de ciertos nombres y obras, acababa claudicando. Como buen aficionado, terminaba por reconocer que el clasicismo era la madre a cuyos pechos se había criado Beethoven y su amadísimo (de Benet) Franz Schubert.
El clasicismo o periodo clásico viene a abarcar el medio siglo anterior a periodo susodicho, es decir, al que transcurre entre la muerte de Johann Sebastian Bach y las primeras obras revolucionarias de Beethoven. El término puede ser equívoco, pero se ha convertido en moneda corriente para designar en música a la segunda mitad del siglo XVIII, coincidiendo, por tanto, con lo que en otras artes, donde son fuertes las huellas del mundo grecolatino, llaman neoclasicismo. Aunque musicólogos de la talla de Massimo Mila o Giorgio Pestelli rehuyan el término clasicismo, nos parece mucho más adecuado que el hoy muy aceptado de barroco. Ya sabemos que al hablar de música clásica nos referimos a un tipo de música histórica o música de arte, elaborada por individuos con una formación y unos conocimientos transmitidos y enriquecidos (o desvirtuados) de generación en generación. Es decir, una clase de música entre cuyos objetivos debería estar el de la permanencia, aunque a veces haya sucumbido al implacable paso del tiempo.
Pero al hablar de música clásica refiriéndonos a la producida entre la muerte de Johann Sebastian Bach y el nacimiento de la Sinfonía en Mi bemol mayor de Beethoven, pensamos en una época y estilo caracterizados, en líneas generales, por la búsqueda de claridad en la forma y el contenido, por un equilibrio expresivo y una moderación y serenidad ejemplares. El compositor clásico poseyó un oficio extraordinario y, tal vez por ello, puede haber generado la idea equivocada de cierta manera en exceso académica o formularia a la hora de crear. Es cierto que, en principio, los clásicos se sometieron a unas reglas inmutables cuya transgresión resultaba casi un pecado de lesa belleza, pero también es verdad que los maestros de talento supieron hallar dentro de esas normas, o profanándolas, el modo de llegar a eso que Rameau consideraba la finalidad de la música: conmover.
En Europa estaba llegando a su ocaso el antiguo régimen y el tímido pero incesante auge de la industria anunciaba una nueva era que la Revolución francesa traería en todos los órdenes. El auge de la ópera en todos los países, los conciertos públicos en París, Londres, Madrid y numerosas ciudades alemanas e italianas, el aumento de la edición de música, de constructores de instrumentos, el lento progreso del fortepiano inventado a comienzos del siglo en Florencia por Bartolomeo Cristofori, la aparición de grandes orquestas en Viena, Mannheim, Londres… , son cuestiones a tener en cuenta para comprender una etapa floreciente de la música europea que desarrolla un estilo internacional a base de intercambio y libre circulación de músicos y partituras desde Moscú a Lisboa. Una obertura escrita por Souza Carvalho en Vilaviÿosa , no lejos de Badajoz, puede parecerse mucho a otra escrita por Haydn en Eisenstadt.
El estilo galante o rococó
En un comienzo, entre l740 y l765, aparece el llamado estilo rococó, una derivación del último barroco, sumamente estilizado y, sobre todo ornamentado. Serán los propios hijos de Bach, sobre todo Johann Christian y Carl Philippe Emanuel quienes, en Londres, Hamburgo y Berlín, hagan brillar este estilo. Otros muchos músicos, en toda Europa, participarán de él (recordemos en España los Quintetos o los Conciertos para dos teclados de Antonio Soler), incluidos los muy grandes Mozart, Haydn y Boccherini, pero pronto se impondrá el clasicismo de clara armonía y escritura horizontal. Estamos en plena Ilustración y las exigencias del buen gusto, lo elegante, el sueño de la razón, hallará su cauce en ciudades donde la tradición impone la norma. Viena es fiel a ella y la corte no duda en buscar las líneas geométricas del clasicismo arquitectónico a través de artistas ordenados y profesionales como Antonio Salieri. Pronto ese estilo galante entrará en quiebra, acusado de falta de espiritualidad, humorismo excesivo, acercamiento a los ritmos exóticos de la música rural, debilidad de lo sinfónico a causa de los numerosos pasajes a solo de las Sinfonías concertantes, etc.
Sturm und Drang
El gran Joseph Haydn reaccionará a mediados de los años sesenta desarrollando un estilo muy puro e impulsivo, lleno de energía y contrastes, tenso y nervioso, que se ha conectado con el movimiento prerromántico alemán Sturm und Drang (Tempestad y Empuje).
Algo parecido le ocurrirá a Mozart después de su breve estancia en Mannheim el año 1777, en viaje hacia París con su madre.
La ciudad de Mannheim ocupa un lugar destacado en el desarrollo del sinfonismo clásico. En ella el elector del Palatinado príncipe Carl Theodor sostuvo una orquesta que, cuando Mozart pasó por allí contaba cerca de 90 músicos, es decir, era un poderoso instrumento sinfónico, uno de los mejores y más nutridos de su época.
La música floreció en Mannheim con autores como Jan Stamitz y su hijo Karl, Cannabich, Toeschi, los Cramer, los Eck, los Toeschi, Fränzl, etc. El estilo de los mannheimer se caracterizó por la utilización de la forma sonata y la explotación de los efectos dinámicos, gracias, entre otras cosas, a la buena escuela violinística y, en general, de la cuerda, de la orquesta. Por esos años, Boccherini estaba haciéndose en Madrid un estilo inconfundible que, pese a sus diferencias con los de Haydn o Mozart, se acercaba a ellos con una música triste y dramática, digna de la sensibilidad Sturm und Drang, pese a su carácter más blando e idílico. Eso puede apreciarse en su colección de sinfonías, donde junto a momentos de impulsiva rotundidad, como el que evoca el Don Juan de Gluck en su Sinfonía en Re menor G, 506, La casa del diablo, hallamos esa sensibilidad biedermeier en el segundo movimiento de la Sinfonía en Do mayor G. 505, o en el adagio no tanto de la Sinfonía en Si bemol mayor G. 507.
La sonata
No se caracterizó Boccherini por ahondar en la forma sonata; antes bien, rehuyó los largos desarrollos y fue conservador en cuestiones como la de la música pastoril o en seguir empleando el minueto.
Y sin embargo, la sonata es uno de los principales hallazgos del clasicismo, su gran cauce formal. No vamos a describir esta forma musical, pues ya García del Busto se ocupa de ello dentro de Melómano, pero conviene recordar que la sonata vino a sustituir a la suite barroca, reagrupamiento o sucesión de danzas. Ahora hallamos tres o cuatro movimientos, allegro, andante, minueto y finale. Pero lo que llamamos forma sonata se recoge en el primer movimiento. Después de una etapa incipiente en el que se emplea un solo tema, la época clásica -en especial Haydn y Carl Philipp Emanuel Bach- forjará la sonata bietemática, en la que dos temas de diferente carácter se enuncian en la exposición, a la que sigue el desarrollo y la recapitulación en el tono inicial. La fijación del esquema tripartito de la sonata ha sido uno de los motores de la evolución de la música, pues el desarrollo temático, es decir, la elaboración del tema o de los temas, mezclados, ha dado lugar a admirables ejercicios de creatividad. Así se a lanzado el arte musical hacia delante.
Con la sonata se abandonará el insistente uso del bajo continuo y surgirá una concepción de lo melódico mucho más flexible.
Lo armónico recibe nueva savia con las modulaciones de ese desarrollo temático, un colorido e impulso libre y natural, mucho más abierto e imaginativo.
En los años sesenta, Haydn escribe ya sonatas para piano con este evolucionado esquema, en las que no se ven huellas del mundo galante del clave. Las sinfonías de Haydn a partir de entonces, las de Mozart y las primeras de Beethoven serán la mejor consecuencia de la forma sonata, del equilibrio y proporción apolinea de su estructura, de un clasicismo, en fin, que no ha dejado nunca de tener vigencia.
La ópera
Durante la primera mitad del siglo XVIII la ópera se había convertido en un espectáculo aparatoso y brillante al servicio de reyes y cortesanos de toda Europa. Desde Portugal a Rusia imperaba la tragedia lírica, cuyo modelo fueron primero las óperas de A. Scarlatti, en Italia y de Lully en Francia, a quien siguió el magnifico Rameau, óperas montadas con los más sorprendentes efectos y un lujo dispendioso. El principal productor de libretos de carácter heroico y mitológico fue Pietro Trapasi, conocido como Metastasio, poeta imperial que impuso en Viena y otras cortes europeas este tipo de ópera pomposa y altamente convencional. Adolph Hasse es el principal cultivador en los primeros años, pero a él seguirá todo un ejército de compositores. Haendel, por ejemplo, en Londres, se dedicó a ese tipo de ópera por aquellos años, como en España lo hacían José de Nebra y otros.
La estructura de la opera barroca distribuye su música en recitativos (que pueden ser secos, es decir, con acompañamiento del clave, o acompañados por la orquesta) seguidos de un aria.
El siciliano Alessandro Scarlatti fue el fundador de la ópera seria en Nápoles. El perfeccionó el dramma per musica, consolidando el aria como parte sustancial de la música por su melodismo contenido expresivo. Introdujo, por ejemplo, concertantes a cuatro voces y a él se atribuye la invención del aria da capo, si bien todavía el acompañamiento conserva numerosas huellas del pasado contrapuntístico.
Los sucesos peregrinos e incongruentes que proporcionaban a los músicos los libretos durante la primera mitad del siglo, carentes de toda verosimilitud, hicieron surgir ciertos movimientos reformistas, como el del Tommaso Traetta en Parma y Mannheim, Jommelli en Stuttgart, Rodríguez de Hita en Madrid, quien contó con un Calzabigi español, Don Ramón de la Cruz, etc.
En el tratado Rivoluzioni del teatro musicale italiano, el jesuita español Esteban Arteaga había elevado al drama poético de Metastasio a la cumbre de la perfección como base de la ópera. Que el drama lírico fuese coherente en sus múltiples aspectos, era la principal petición de los reformadores, como puede verse en el Saggio sopra l’opera in musica (l755), en el que Algarotti se adelanta a algunos de los cambios de los dos grandes revolucionarios de la época, el libretista Rainiero Cazabigi (l714-1795) y el compositor Christoph Willibald Gluck (l714-1787).
Gluck perteneció en su juventud a la capilla vienesa del príncipe Lobkowitz. El aristócrata lombardo Antonio M. Melzi le convenció de que se trasladase a Milán. Allí amplió estudios con uno de los padres de la sinfonía, Gian Battista Sammartini. Empezó componiendo pasticci para teatros de Venecia y luego fue a Londres, donde le impresionaron los oratorios de Haendel, de líneas tan claras, la concepción dramática de sus partes corales, noble y grandiosa.
Tras años de peregrinar por centroeuropa se estableció en Viena, donde vivía componiendo óperas cómicas y ballets. Pero en su mente estaba la reforma de la ópera, fundada sobre todo en lograr la unidad del drama , devolver a la música su función primordial al servicio del texto y poner fin a las convenciones metastasianas de las arias da capo, profusamente ornamentadas y cantadas por castrati después de un recitativo seco.
En l762, estrenó Gluck en Viena Orfeo y Euridice sobre libreto de Calzabigi, un paso gigantesco para imponer las nuevas orientaciones al arte lírico, y que él mismo pondría de relieve en el prólogo a la primera versión publicada en Alceste (l769). Gluck quería, sobre todo, eliminar del drama los elementos alegóricos y dramáticos, tan queridos del barroco, y crear una ópera más sencilla, de menos aparato y número de personajes. Después de su inmortal Orfeo, nacieron Alceste, Paris y Elena, Ifigenia en Aulida, Armida, Ifigenia en Tauride y Eco y Narciso. Toda una corona de gloria que ciñe la frente de Gluck y le pone junto a los grandes dramaturgos musicales del siglo XVIII: el coloso Haendel y el verdadero dios de la ópera, Wolfgang Amadeus Mozart, cuyo genio tardará en imponerse. No está de más recordar que el teatro lírico suscitó en París, a lo largo del siglo, diversas batallas y numerosos escritos polémicos, entre ellos los del abate Raguenet, Saint Evremond, Le Cerf de la Viéville, el barón Grimm, Rousseau, Marmontel…
Entre las querellas basta recordar la de los seguidores de Lully y los de Rameau a comienzos de siglo; la de los seguidores de Gluck y los de Niccoló Piccini (l728-1800) a finales, un tanto absurda porque el músico de Bari no se oponía sino que secundaba las ideas de Gluck.
La más célebre es la llamada querella de los bufones, que dividió a la intelectualidad parisiense a raíz del estreno de La serva padrona de Pergolesi, un pequeño intermezzo cómico para ser intercalado en la ópera seria Il prigioner superbo.
Pieza en apariencia inofensiva, abrió sin embargo una profunda división en el mundo artístico, generando hasta sesenta opúsculos a favor y en contra, de altas personalidades de la cultura francesa. Era el comienzo de una batalla en pro de la autenticidad y la pureza líricas, librada ahora a través de la ópera bufa, de larga tradición en Italia. Batalla que culminaría felizmente a fin de siglo con la reforma de Gluck y su mejor consecuencia: las óperas con libreto de Da Ponte, de Vicente Martín y Soler y del incomparable Mozart.
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