La música viene al encuentro del hombre que sufre. Cuando parece que el desánimo ha agotado la inspiración de un artista, algo bueno nace despacio en el pentagrama. Inexplicablemente, la tristeza es una semilla prometedora de un fruto llamado ‘belleza’. Afligido por las postrimerías de la Primera Guerra Mundial y la enfermedad de su esposa, Edward Elgar sintió que el violonchelo resultaba idóneo, era la insustituible voz para elevar cual monólogo las preguntas esenciales de la vida. El compositor inglés nos interpela en un concierto que con la paciencia de los años obtuvo su merecido reconocimiento.
Por Marco Antonio Molín Ruiz
Fiel a un estilo forjado en el apogeo del Romanticismo, Edward Elgar da un gran paso en su carrera de compositor: reservar la madurez de su lenguaje compositivo para el violonchelo como protagonista; un hecho que nos recuerda la prudencia con que debutaba en el género de la sinfonía, a la edad de 50 años. No hay actitud más certera en un creador que aguardar la coyuntura donde explotar talento y experiencia comprobando todo lo que da sí un arte obra tras obra y concierto tras concierto.
El Concierto para violonchelo en mi menor, opus 85, de Edward Elgar es una obra compuesta en 1919 que pese a su renqueante estreno logró abrirse paso en los años 70 a la luz de memorables solistas. Su repercusión en la sociedad, como ha ocurrido con otros autores y obras, se moldeó poco a poco; una labor decidida de intérpretes, críticos y públicos. La obra se escribió durante el verano de 1919 en una casa solitaria del compositor, Brinkwells, próxima a Fittleworth (Sussex). Un año antes, Elgar, al volver en sí tras una operación de amígdalas en Londres, pidió lápiz y papel para esbozar la melodía que dio pie al primer tema del concierto. Él y su esposa se retiraron a la casa de campo para recuperarse del todo. Ese mismo año vieron la luz tres obras de cámara estilísticamente nuevas en su lenguaje compositivo. Pero no sería hasta la primavera de 1919 cuando Elgar empezó a estructurar su Concierto para violonchelo. Con la Guerra ya acabada, el inglés orientó sus pensamientos a la composición de un concierto para violonchelo. Es frecuente que los conciertos para chelo sean obras de madurez en la producción de un autor. La tradición refiere que el músico confía sus reflexiones más íntimas a un instrumento cuyo timbre es afín a la voz humana.
Ciertamente, el estreno fue desafortunado, al inicio de la temporada 1919-20, justamente el 27 de octubre, junto a la Orquesta Sinfónica de Londres. Dicho concierto estuvo bajo la dirección del compositor y Albert Coates, que se ocupaba del resto del programa. La première tuvo el gran sinsabor de un tiempo desproporcionado en los ensayos, ya que Coates se centró en las otras obras restando tiempo a la de Elgar, lo que encolerizó a Alice, su esposa. A este respecto el compositor confesó que si no hubiera sido por las excelentes prestaciones del solista, Felix Salmond, se habría retirado del concierto. Escasas fueron sus interpretaciones del concierto en Inglaterra; incluso en América. Cuando empezó a trabajar como profesor de violonchelo en el Curtis Institute de Filadelfia, no se molestó en enseñar a sus alumnos el concierto.
Un poco después del fallido estreno Elgar tuvo referencias de la chelista inglesa Beatrice Harrison, quien había debutado a los 19 años junto a la Orquesta del Queen’s Hall tocando conciertos de Haydn, Dvorák y las Variaciones Rococó de Chaikovski. Harrison abordó la obra de Elgar en América y tuvo el privilegio de ser la primera chelista mujer en interpretarlo en el Carnegie Hall y con las orquestas sinfónicas de Boston y Chicago. En 1928 abordará la grabación completa para HMV bajo la dirección del propio Elgar. La chelista interpretó el Concierto de Elgar junto la Sonata de Kodály en el Queen’s Hall.
Otro chelista, William Henry Squire, a quien Gabriel Fauré dedicó su Siciliana, lo grabó en 1936. Esta grabación se llegaría a considerar la mejor del momento. La popularidad del cconcierto de Elgar era cada vez mayor. Antes de coger fama como director, Sir John Barbirolli había pertenecido a la sección de chelos de la Orquesta Sinfónica de Londres. Él se alegró de conocer una obra maestra que poco a poco se apreciaba en los mejores auditorios del mundo.
Sin embargo, quien catapultó el Concierto de Elgar al estrellato fue la chelista Jacqueline Du Pré, niña-prodigio que en cuatro días memorizó el concierto: su impacto en Inglaterra la llevaría también por América. El New York Times dijo de ella: ‘Jacqueline Du Pré ha tocado como un ángel, un ángel de extraordinarias calidez y sensibilidad… Du Pré y el concierto parecen haber sido hechos el uno para el otro. Su interpretación estaba completamente imbuida en el espíritu romántico. Su tono estaba bella y considerablemente bruñido’. Se da la circunstancia de que la francesa tocó este concierto con más asiduidad que cualquier otro. La biógrafa Elizabeth Wilson escribió: ‘La profundización de Du Pré en el complejo universo de la última etapa de Elgar supuso una madurez y una hondura psicológicas extraordinarias para su juventud, y ella era en gran medida responsable de una revalorización de este concierto como una de las grandes obras del repertorio’.
La partitura
El Concierto para violonchelo de Edward Elgar está escrito para un violonchelo solista, sección de cuerda frotada, dos flautas, dos oboes, dos clarinetes en La, dos fagotes, cuatro trompas en Fa, dos trompetas en Do, tres trombones, tuba y timbales. Se divide en cuatro movimientos: Adagio-Moderato, Lento-Allegro Molto, Adagio y Allegro-Moderato-Allegro ma non troppo-Poco più lento-Adagio.
Esto no es un concierto al uso, esto es una estructura discernible de solista y orquesta que dialogan, rivalizan o se contonean. La música tiene los trazos de un solo al que la orquesta se une respaldando su voz, introspectiva.
Concebida como dos pares de movimientos, empieza audazmente con un etéreo recitativo para chelo solo. Luego, las violas presentan un tema elegiaco que se prolonga como si flotara, algo que el chelo no puede resistir. El movimiento se equilibra con lirismo. Después hay unos toques rítmicos del tutti con ambiente siniestro. El tema que hace el chelo y repite la orquesta en forte proviene de un mundo ancestral, una escritura con puntillo es muy pegadiza. De menor pasa a mayor cambiando alternativamente, la orquesta se mueve por secciones.
El segundo movimiento es un Scherzo inconstante, pues el chelo presenta un tema vacilante al principio que luego desaparece, dirigiendo el resto del movimiento. Muy singular el conato de arranque con cuerda arpegiada en pizzicato, pincelada que remite al folclore. Después se oyen batidas veloces del chelo que apuntala la orquesta en una música semejante a Chaikovski, movimiento donde solista y orquesta se siguen repitiendo uno lo que hace el anterior. El final recuerda el inconfundible estilo del ruso.
El Adagio es el núcleo de la obra. La orquesta se va apagando hasta que el chelo, soberano, canta con libertad haciendo incluso que todo transcurra proporcionadamente. Frases amplias y cogitabundas en el solista con orquesta cual alfombra. Ricamente evocador, el movimiento se parece al lento de su Serenata para cuerdas. Además, la armonía crea una suspensión deliciosa en los finales de cada frase. Hay tres notas de la orquesta de cierre antes de una sección viva que la retratan como copia de aquel Lento de la Serenata. De hecho, la sección contrastante que principia la orquesta tiene parecido con su Primera sinfonía. Luego vuelve a sonar el soliloquio del inicio del Concierto.
El Finale es extenso y variado. Comienza, como el propio concierto, con un recitativo destinado al solista. Aunque mucho de lo que sigue es brioso, subyace todavía un aire de tristeza y, al borde la conclusión, cuando Edward Elgar está llegando a puerto, el violonchelo trae a la memoria una frasecilla desgarradora del Adagio que aporta una larga sombra a los últimos compases. Como conclusión, el chelo interpone su frase de cabecera. Ya establecido el Allegro se crean texturas más propias de las suites de compositores nacionalistas. El tema marcial, que suena también en su Primera Sinfonía, pasa de una sección a otra de la orquesta mientras el chelo hace un trémolo. En el Poco più lento se rememora el movimiento anterior, con inversiones de acordes largos del solista y la orquesta; el tema del movimiento anterior se torna más apasionado. El chelo eleva su melodía de siete notas que tiene los mimbres de esas canciones populares de la Europa del Este que se han difundido tanto. Después de ese motivo vuelve más sereno el tema del tercer movimiento, sucedido por los abruptos acordes de solista y la estampida orquestal del principio de la obra, sucedido por el motivo del principio del concierto.
Testimonios
Andrew Lloyd Weber comenta: ‘Antes de grabar por mí mismo el concierto, solicité revisar el manuscrito del compositor a la biblioteca del Royal College of Music para comprobar si había algo revelador. En la particella se manifiesta una labor artesanal y concienzuda compás a compás. No existe en esta música los típicos fuegos artificiales con que exhibirse ni tampoco cadencias aparatosas; subyace un último desafío de transportar al oyente a la dolorosa interpretación de la propia condición humana, vista a través del tiempo. La conclusión de la obra es uno de los mayores logros del autor pues recapitula temas con inesperadas modulaciones y su material culmina en una suspensión que parece de otro mundo. Este concierto lo he interpretado en vivo y en directo cientos de veces y nunca me he cansado de tocarlo. Cuando escuchamos esta obra maestra, muchos nos preguntamos si estamos asistiendo a un triunfo o si Elgar está encolerizado por las locuras de la humanidad y por eso el mundo se derrumba en torno a él’.
Andrew Horrett, miembro de la Sociedad de Conciertos de Bristol, comenta sobre el concierto: ‘Pocas veces una partitura tiene tanta vida propia. Elgar consigue de un modo excepcional poner en pie un drama sin palabras donde el chelo lleva a dimensiones desconocidas. Cuando la orquesta se funde con él, la vida irrumpe en el oyente como hacen las obras maestras. Más allá de la melancolía en que se viera sumido por circunstancias familiares, nuestro compositor exalta la propia identidad de la música’.
Otra valoración, que refleja la apasionante singladura de una obra ya centenaria, es la de la violonchelista Marie Duchamps: ‘Esta obra de Edward Elgar traspasa los convencionalismos del repertorio solista. Aquí la intuición está por encima del virtuosismo; los intérpretes aprendemos a encontrar en el arte de la música la experiencia y el temple que solo proporcionan los años. Y de hecho, este concierto es una manifestación de lo que el hombre y el músico han asimilado a lo largo de innumerables encuentros y reflexiones. Es verdad que solo lo auténtico hace que la inspiración llegue’.
Gerhard Brunkwert, reputado crítico alemán, subraya las peculiaridades de esta composición de madurez: ‘Durante el siglo XX Europa alcanzó la cumbre en lo que a excelencias artísticas se refiere. Ambas guerras mundiales fueron indiscutiblemente el escenario que fortificó a los músicos; el caso de Elgar es un talante austero que trasciende el dolor con el desgarrador protagonismo del chelo. La voz sola que se sumerge en triunfos y fracasos, en anhelos y nostalgias y que al término de la composición no puede hacer otra cosa que asombrarse de una belleza que vive por encima del sufrimiento’.
Marco Antonio Molín Ruiz dice
Querido lector. «Niña-prodigia» es lo publicado por la revista. Pero mi redacción original es «niñO-prodigiO». Cordiales saludos. Marco Antonio Molín Ruiz.
Melómano Digital dice
Estimado Marco Antonio:
Efectivamente ha habido un error en el texto. El término correcto es niña prodigio. Ya lo hemos corregido.
Un saludo cordial,
El equipo de Melómano