Transcurre 1880. Chaikovski trabaja, entre otras obras, en su Serenata para cuerdas en Do mayor opus 48, una partitura que inspirará al coreógrafo George Balanchine para crear, en 1934, uno de los grandes hitos de la historia de la danza: Serenade.
Por Alessandro Pierozzi
‘Son 33 minutos de sonido celestial, 33 minutos líricos, melancólicos, delicados, angustiados, sacros, de otro mundo… exaltados, vivaces, alegres y elegiacos’ , George Balanchine
Génesis y andadura de una partitura sin igual
Coincidiendo con una cierta estabilidad emocional, tras la aparición en su vida de la mecenas rusa Nadezhda Von Meck y la traumática separación de Antonina Miliukova, antigua alumna con la que había contraído matrimonio en 1877, Chaikovski inició uno de los periodos creativos más prolíficos de su carrera.
¿Cómo se gestó la famosa Serenata para cuerdas? En 1880, el pianista y compositor Nikolái Rubinstein había propuesto a Chaikovski que compusiera una partitura para conmemorar la victoria del pueblo ruso sobre el invasor napoleónico en 1812. La idea era que la Obertura 1812 se representase con pompa y boato —con salva de cañones y toques de campana incluidos— durante la Exposición de Arte e Industria que se celebraría en Moscú en 1882. Dicho encargo le había llegado mientras trabajaba en la escritura del Concierto para piano y orquesta núm. 2, el Capriccio italiano y la Serenata para cuerdas. El compositor, ensimismado con sus múltiples proyectos, mostraba predilección por la Serenata, mientras que con la Obertura no estaba del todo convencido. Así se lo hace saber en una carta, fechada el 3 de octubre de 1880, a su hermano Anatoli: ‘He comenzado a escribir algo desde el corazón y con libertad’. Y a su querida Nadezhda Von Meck le confiesa que ‘estoy trabajando en una suite para orquesta de cuerda de la que ya he terminado tres movimientos —Sonatina, Valse y Elégie—. Imagínese, mi querida amiga, que mi musa ha sido, últimamente, tan amable conmigo que he escrito dos obras a gran velocidad. La Obertura será muy fuerte y ruidosa, pero la he escrito sin un cálido sentimiento de amor y, por tanto, no tendrá ningún mérito artístico. En cambio, he compuesto la Serenata por un impulso interior; es una pieza que viene del fondo de mi corazón y me gusta pensar que por esta razón no está exenta de calidad real’.
Para el 4 de noviembre de 1880 la obra estaba terminada y así se lo hace saber a su editor: ‘Tienes una sorpresa guardada. Casualmente escribí una Serenata para orquesta de cuerdas en cuatro movimientos. Amo esta Serenata y me muero por que vea la luz lo antes posible’. El 3 de diciembre, invitado por el Conservatorio de Moscú a una audición privada, escribe a Von Meck comentándole: ‘Esta pieza, que considero la mejor de todas las que he escrito, fue interpretada satisfactoriamente por todos los profesores y estudiantes del Conservatorio, lo que me produjo gran alegría’.
El estreno público de la partitura se produjo en San Petersburgo, el 30 de octubre de 1881.
De las notas a los pasos. Del pentagrama al escenario
El ruso, de origen georgiano, George Balanchine (1904-1983) fue un talentoso maestro y coreógrafo de ballet que, tras abandonar apresuradamente su carrera como bailarín por una desgraciada lesión, regaló su particular e irresistible visión de la danza al mundo, fundamentalmente a partir de su llegada a Estados Unidos, lugar que lo adoptó, lo ensalzó y lo adoró. Su neoclasicismo, técnico y exigente, sumado a una originalidad en las formas, el vestuario, el lenguaje o lo musical, lo ensalzan como una de las figuras indiscutibles de la historia de la danza. Y en esa trayectoria fue decisiva la pasión por el compositor de la Serenata: ‘Nací en el Petersburgo por el que había caminado Chaikovski. […] Sin su ayuda, no lo habría logrado… No soy lo suficientemente inteligente para eso’, llega a afirmar Balanchine.
No cabe duda de que el compositor fue fuente primaria de inspiración para el coreógrafo, quien llegó a utilizar más de veinte partituras en su repertorio: Mozartiana, Cascanueces, El lago de los cisnes, Allegro brillante, Diamonds del ballet Jewels, Ballet Imperial, Chaikovski Pas de deux y, por supuesto, Serenade son algunas de ellas. En el año 1934, Mr. B —así era conocido en el mundillo de la danza—, tras haber aterrizado en el continente americano de la mano del filántropo Lincoln Kirstein, con quien fundará en 1948 el New York City Ballet (NYCB), decide que ha llegado el momento de coreografiar uno de sus sueños.
En 1915, Mikhail Fokine había creado Eros para el Teatro Mariinski con los tres primeros movimientos de la Serenata, una versión que no gustó nada a Balanchine, pero que resultó ser el impulso definitivo para colocar la primera piedra de su particular proyecto. Será su primer trabajo en tierras americanas y representará su incursión en el ballet sin argumento, ya que ‘el único argumento del ballet es la danza debajo de la luna’. Al igual que Fokine, esta primera versión incluyó los tres primeros movimientos que, en 1940, se convirtieron en cuatro, eso sí, con una decisión sorprendente: invertir el orden musical entre el tercer y cuarto movimientos. Un gesto con el que, tal y como afirma la exbailarina Toni Bentley en su libro Serenade: A Balanchine Story, ‘el maestro se atrevió a debatir la autoridad de Chaikovski, pero es que la autoridad de Balanchine era también muy profunda, natural […] fluía como el agua. Era una cualidad innata, no aprendida, ni ganada ni asumida. Nunca he conocido a un hombre tan claro’. En este aspecto, cabe resaltar un dato curioso y es que de las más de doscientas cincuenta grabaciones que existen de Serenata para cuerdas, solo la versión de Robert Irving, director de la orquesta del NYCB, mantiene el orden que decidió el coreógrafo, colocando el Finale en tercer lugar y la Elegie en cuarto.
¿Cómo fue el proceso de creación de la coreografía? Comenta el propio Balanchine en su libro Historias completas de los grandes ballets: ‘poco después de mi llegada a América, Lincoln Kirstein, Edward Warburg y yo abrimos en New York la School of American Ballet. Entre los cursos establecí una clase nocturna de técnica escénica de la danza… Serenade nació de aquellas lecciones. Me pareció bien hacer bailar a los estudiantes algo nuevo, algo que no hubiesen visto antes y para ello elegí la Serenata de Chaikovski. La primera noche tenía en clase diecisiete alumnas. Las dispuse en líneas diagonales y decidí comenzar haciéndoles mover solamente los brazos, como simple ejercicio. En la segunda lección participaron solamente nueve alumnas y en la tercera, seis. Coreografié la música, paso a paso, con las bailarinas que tenía a mi disposición en cada momento hasta que comenzaron a llegar varones que, por supuesto, incluí. Utilicé todos los recursos, como cuando en una ocasión, mientras las muchachas salían corriendo del lugar que utilizábamos como escena, una de ellas cayó y comenzó a llorar; le comenté al pianista que continuase tocando y el resultado fue incorporar ese instante a la coreografía. O también cuando una de las bailarinas llegó tarde a clase, pues ese momento entró a formar parte del ballet’.
Los mimbres estaban servidos. No le hacía falta nada más. Su genio creativo haría el resto.
Entre el fondo y la forma: visión poliédrica
Inicialmente, la partitura de la Serenata fue concebida por el genio de Vótkinsk para un quinteto de cuerda —dos violines, viola, violonchelo y contrabajo—, aunque pronto dio un giro radical a su idea, tal y como indica en la segunda página del manuscrito original: ‘Cuanto mayor sea el número de músicos en la orquesta de cuerdas, más se estará de acuerdo con los deseos del autor’.
La pieza, dedicada al chelista Karl Albrecht, está estructurada en cuatro movimientos: Sonatina (Andante non troppo – Allegro moderato), Valse (Moderato – Tempo di Valse), Elégie (Larghetto elegiaco) y Finale: tema russo (Andante – Allegro con spirito). Cuatro imágenes contrapuestas entre sí, pero integradas en un todo. Una visión poliédrica de la música que nos lleva desde la inspiración mozartiana al folclore ruso, pasando por los recuerdos del vals decimonónico o por la que, en opinión de los expertos, es la antesala de su testamento artístico: el cuarto movimiento de la Sexta sinfonía ‘Patética’.
La Sonatina es un claro homenaje a Mozart y al Clasicismo del siglo XVIII. El compositor afirma: ‘rindo tributo a Mozart: es una imitación consciente de su estilo. Yo me sentiría feliz si consiguiera no quedarme demasiado lejos de lo que quiero que sea el mío’. Es evidente que los vientos de la sonata irrumpen con una fuerza inusitada. Una introducción y una coda en las que se repite la archiconocida melodía basada en el hábil manejo de la escala descendente —una técnica, la de las escalas, que Chaikovski reutilizará en el segundo movimiento o en el tema ruso del Finale, así como en ballets como El lago de los cisnes— y dos temas principales que logran mitigar melódica y armónicamente la ausencia, contra natura, del desarrollo.
El segundo movimiento, con su peculiar estructura A-B-A y coda, sus paradas y cadencias y su cálido diálogo entre voces, simboliza uno de los valses más reconocibles del compositor, junto, entre otros, al Vals de las flores de El cascanueces o al Vals del Acto I de La bella durmiente. Si uno se detiene a escucharlo con atención, se puede intuir material que utilizará en el Allegro con grazia de la Sexta sinfonía, aunque con un mayor grado de ligereza y menor patetismo.
La Elégie muestra el lado más íntimo del compositor. Un pasaje en el que, partiendo de la paz de un acorde cuasi místico, nos traslada al éxtasis celestial para desembocar de nuevo en la quietud inicial, exprimiendo, para ello, las infinitas posibilidades de los instrumentos de cuerda, que protagonizan un intercambio de tonalidades mayores y menores, un acompañamiento con pizzicato o un contrapunto sin fisuras: ¡un adagio lamentoso tan directo al corazón que, sinceramente, no necesita de mayores explicaciones!
El cuarto y último movimiento transita a través de los bellos parajes rusos que sirven de decorado para regresar al punto de partida: a esa escala descendente que parece haber estado iluminando toda la obra, desde diferentes perspectivas, con sus tonalidades. Para conseguir dicho objetivo, el músico sorprende con la adaptación de dos melodías populares de las 50 Russian Folk Songs TH176, tituladas On the Green Meadow y Under the Green Apple Tree, con las que cierra una partitura repleta de nostalgias y esperanzas.
Un ‘desorden’ ordenado
El estreno oficial de Serenade se produjo en el Adelphi Theatre de Nueva York el 1 de marzo de 1935. Anteriormente, tal y como indica una crónica de The New York Times del 11 de junio de 1934, el grupo de estudiantes con los que Balanchine había montado y ensayado a lo largo de seis meses, representó la obra por primera vez lejos de la escuela, en una gala al aire libre en la finca de Felix M. Warburg ante más de 250 invitados.
Una coreografía realizada con veintidós bailarinas y seis bailarines a los que Mr. B llamaba ‘mensajeros angelicales’ porque veía ‘ese cariz angelical que lleva implícito el despliegue de un cuerpo de baile’. Unos ángeles para los que Balanchine esculpía siempre unas alas a medida que permitían volar alto y no plegarse nunca, a imagen y semejanza de la figura alada que custodia la tumba de su admirado Chaikovski en San Petersburgo. Unos ángeles a los que Barbara Karinska no vistió con los habituales tutús románticos blancos —al más puro estilo Giselle, un ballet que el maestro consideraba ya sobrepasado, a pesar de que son numerosas las influencias de este en Serenade—, sino con vaporosos tutús románticos de color azul celeste que creaban una perfecta simbiosis con la luz tenue e íntima diseñada para la ocasión. Sin decorados, sin estridencias, sin dobleces. Solo con danza y más danza. Con una técnica académica impecable, acoplada a los nuevos vientos neoclásicos. Con formaciones geométricas, entradas y salidas, combinaciones de grupo, paso a dos, paso a tres y paso a cuatro, diagonales, movimientos en canon de gran plasticidad y dibujos coreográficos que parecerían querer llevarnos a un caos sin rumbo, pero que siempre acaban virando en el momento justo hacia el orden absoluto. Una obra esculpida sobre mitos como el de Apolo y las tres mujeres o la historia de amor de Psique y Cupido y, también, una creación construida sobre los firmes andamiajes filosóficos y vitales de un GENIO que, por ejemplo, admiraba a la mujer por encima de todo, que se enamoraba artísticamente de la bailarina a través de sus movimientos, su expresión o su musicalidad y que no dejaba nada al azar, a la improvisación, trabajando siempre con gran determinación, disciplina e inteligencia.
Una obra para el recuerdo
Cuando se habla de Chaikovski nos vienen a la mente sus sinfonías —principalmente las tres últimas—, sus ballets, la ópera Oneguin, el Concierto núm. 1 para piano y orquesta, la Obertura 1812, el Capriccio italiano, etc. Por favor, no olviden incluir en este selecto grupo la Serenata para cuerdas en Do mayor. Y cuando se habla de ballet, se piensa en El lago de los cisnes, El cascanueces, Giselle, Coppelia, La fille mal gardée y en tantos otros grandes títulos del repertorio. Pues bien: no se olviden tampoco de incluir Serenade. Una obra de arte digna de vivir en el recuerdo de generaciones y generaciones, gracias a las diferentes ediciones, grabaciones e interpretaciones que han realizado y siguen realizando orquestas y compañías de danza de nivel mundial.
Descubran y amen la serena belleza de Chaikovski y Balanchine: ¡no se arrepentirán!
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