El ciclo sinfónico de Sergei Prokofiev es probablemente uno de los más atípicos del siglo XX. Con la poco habitual cifra de siete sinfonías (que también se da en el ciclo de Sibelius), Prokofiev se adentró en el género a modo de broma, con su Sinfonía Nº 1 “Clásica”, compuesta en 1917, cuando contaba veintiséis años de edad. La obra era una vitriólica respuesta a quienes le acusaban de hacer simplemente ruido con su música (prejuicio desatado muy especialmente a partir de su Suite escita), sin ser capaz de componer una obra que entrase dentro de los cánones de lo convencional, grata a los oídos del gran público. Prokofiev aprovechó entonces las enseñanzas de su profesor del Conservatorio de San Petersburgo, Nikolai Tcherepin, que había dado clases prácticas sobre cómo dirigir sinfonías de Haydn, y decidió escribir una sinfonía sobre los moldes del clasicismo vienés. Y así, sin perder su personalidad ni su lenguaje propio, Prokofiev dio forma a algo que, sin quererlo, se convirtió en una de las primeras obras neoclásicas. Sin pretender en un primer momento ser otra cosa que un ‘enfant terrible’ y demostrar su valía como músico, había dado con la vieja fórmula de escanciar el vino nuevo en los odres viejos. La broma alcanzó una gran popularidad y se convirtió en su tarjeta de presentación, hasta el punto de que hoy en día la Clásica es la sinfonía más grabada del siglo XX.
Además de suponer una evolución dentro de su estilo, que lo conduciría años después a su periodo soviético (perfectamente perceptible en la partitura, sobre todo en su gavota, que fue incorporada al ballet Romeo y Julieta) la obra planteaba a Prokofiev nuevos retos. Si pretendía seguir experimentando con la sinfonía, estaba claro que no iba a repetir ad libitum la fórmula de la exitosa Clásica. Pasaron siete años, quizás de muchas dudas, hasta que el compositor se atrevió a escribir una nueva sinfonía. En su afán por crear una obra novedosa y rompedora, dio forma a una obra en dos movimientos, el segundo de los cuales no era sino una serie de variaciones sobre la última sonata para piano de Beethoven. El público reaccionó muy negativamente ante esta obra áspera, muy alejada del lirismo de la Clásica, y Prokofiev experimentó por vez primera en su vida dudas acerca de su valía como músico. Durante mucho tiempo pensó en revisar la partitura y clarificarla, pero nunca llegó a hacerlo, y hasta el día de hoy la Segunda es una de sus composiciones menos conocidas e interpretadas.
Las siguientes dos sinfonías tampoco fueron muy afortunadas. La Tercera (1929) fue elaborada a partir de temas de la ópera El ángel de fuego, que Prokofiev había intentado estrenar en vano (de hecho, jamás llegaría a verla escenificada) y no tuvo mala acogida. Así pues, Prokofiev decidió elaborar la Cuarta a partir de materiales extraídos de otra obra suya, el ballet El hijo de pródigo, que había sido llevado a escena con gran éxito por Sergei Diaghilev. Esta sinfonía fue encargada por Sergei Kussevitzki para conmemorar el quincuagésimo aniversario de la Orquesta Sinfónica de Boston. Durante la elaboración de la misma las tiranteces entre Prokofiev y Kussevitzki fueron incesantes. Sin ir más lejos, el director montó en cólera cuando se enteró del autoplagio de El hijo pródigo pero Prokofiev lo calmó recordándole que Beethoven había elaborado su Heroica a partir de música del ballet Las criaturas de Prometeo.
Resulta significativo que en algunas entrevistas concedidas aquellos días a los periódicos el artista expresase su cansancio por seguir siendo considerado un “enfant terrible” cuando ya creía haber superado esa etapa. Ahora necesitaba de un estilo más sencillo y melódico, que remitiese a estados anímicos menos complejos, relegando las disonancias a un papel secundario. La Cuarta sinfonía sería precisamente el síntoma de que esos cambios se estaban produciendo en él.
El estreno fue un verdadero desastre, ya que tanto el público de Boston como el de París repudiaron la obra, quizás no tanto por su calidad, como por el hecho de que buscaban una composición del “enfant terrible” ruso y se encontraron con una música sosegada e introspectiva. La crítica, en cambio, destacó algunos aspectos interesantes de la partitura, aunque algunos le reprocharon el exceso de temas empleados. “Parece que al público de hoy le gusta que le den de bofetadas-comentó entonces Prokofiev- pero no hay nada que hacer si un compositor quiere ir más allá de eso”.
Sin saberlo, había dado con el embrión de lo que serían sus sinfonías soviéticas, de la Quinta a la invernal y ensoñadora Séptima, aunque tardaría aún bastantes años en desarrollar este planteamiento. Como curiosidad, hay que añadir que hacia el final de su vida decidió – animado sobre todo por el éxito de la Quinta- retocar la Sinfonía Nº 4, ampliando sus dimensiones y dándole un carácter más extrovertido y vitalista. La obra sería más una nueva sinfonía, prima hermana de la versión primitiva, que una mera revisión. Sin embargo, y dados los malos tiempos que corrían a final de la década de los 40, con un soviet de cultura stalinista sentando en el banquillo a Shostakovich, Katchaturian y a él mismo por antipopulares y formalistas, Prokofiev decidió guardar en un cajón esta nueva Cuarta. Jamás llegaría a escucharla interpretada.
Lecciones de realidad soviética
Debemos dar ahora un salto desde 1930, año del estreno de la fallida primera versión de la Sinfonía Nº 4, hasta 1944, en que escribió la Quinta. A mediados de la década de los treinta, y harto de no sentirse comprendido por la crítica de Estados Unidos y de Europa, Prokofiev decidió ceder a los cantos de sirena de su país natal. A diferencia de Stravinski, Rachmaninov y Glazunov, él no había renegado de la Rusia soviética. En realidad, quiso la casualidad que la Revolución estallase encontrándose él de gira por Europa. Dubitativo respecto a lo que debía hacer, se instaló en París a la espera de ver lo que pasaba. A la Revolución le siguió la devastadora guerra civil y el músico abandonó la idea de regresar, instalándose en Estados Unidos, donde se convirtió muy pronto en uno de los autores de moda.
Comparado constantemente con Stravinski y recibiendo en ocasiones desprecios como el de las sinfonías Segunda y Cuarta o el ballet El paso de acero (una suerte de glorificación de la Unión Soviética y su amor al trabajo) Prokofiev fue convencido por algunas personalidades musicales rusas de que sería muy bien recibido en su país. Quizás tentado por el hecho de regresar como un héroe nacional y de disponer del rango de compositor oficial, con la posibilidad de estrenar todas sus obras, Prokofiev decidió regresar, sin saber que en aquella época estaban a punto de iniciarse una serie de brutales purgas por orden del Padrecito de los Pueblos, el camarada Josef Stalin. Poco después de regresar Prokofiev recibiría lo que su biógrafo Harlow Robinson ha definido como “lecciones de realidad soviética”. Al poco de llegar el músico a la URSS, se revocarían todos los permisos para viajar al extranjero y en unos pocos años éste sería testigo de las trampas y riesgos que implicaba aquella jaula de oro de la que ya no podría nunca salir.
En 1937 tuvo ocasión de ver cómo su colega, el compositor futurista Alexander Mosolov era condenado a siete años de trabajos forzados en Siberia por considerarse a su obra ‘propaganda antisoviética’; el año siguiente, una producción teatral de Evgeni Onegin con música de Prokofiev era suspendida indefinidamente al ser detenido su director, el prestigioso Vsevolod Meyerhold, por sus críticas a la persecución cultural de Stalin. Meyerhold sería torturado y después asesinado en prisión, a modo de ejemplo para el resto de artistas. El colmo de los absurdos llegaría tras la Segunda Guerra Mundial, cuando todos los ciudadanos soviéticos de origen extranjero fueron acusados de espías. La primera mujer de Prokofiev, la española Lina Llubera fue condenada de esta manera a ocho años de trabajos forzados en Siberia, algo ante lo que el compositor, que la había abandonado para casarse con la joven Mira Mendelsohn, no pudo o no quiso reaccionar…
En Ivanovo
1944 fue el año de la esperanza en la Unión Soviética. Tras la batalla de Kursk, en 1943, el Ejército Rojo había recobrado energías, preparándose para liberar su territorio. Después, los rusos avanzaron en dirección Berlín, barriendo a la Wermacht de la Europa del Este. Poco a poco, los millones de desplazados trataron de volver a una vida cotidiana todavía muy lejos de la normalidad, mientras el gobierno regresaba a Moscú. Desde la invasión, Prokofiev y Mira habían vivido en varios hoteles y por fin, esa hermosa primavera de 1944, les fue concedido un apartamento en la capital soviética. Prokofiev repartía su trabajo entre composiciones propagandísticas y otras de puro placer, como la Sonata para flauta op. 94, que se convertiría poco después en la popular Sonata para violín Nº 2. Pero como el compositor sintiera que con el paulatino regreso a la normalidad retornaban por igual las envidias y las descalificaciones que algunos músicos y artistas afectos al régimen le dispensaban, decidió buscar refugio fuera de Moscú. No tardó en encontrarlo en Ivanovo, en una casa de trabajo perteneciente al Sindicato de Compositores. La casa estaba circundada por bosques de abedules, por los que Prokofiev y Mira daban frecuentes paseos y además, y pese a las privacidades que pasaba el país por aquellos días, les proporcionaban alimentos frescos de las granjas cercanas. A pesar de la fama de arrogante que siempre caracterizó a Prokofiev y de su indisimulado desprecio a los compositores populistas que componían al dictado de las exigencias del régimen, no tuvo en esta ocasión reparo en compartir con ellos la vivienda, e incluso hasta habitó en la propia casa y no en una de las cabañas que la rodeaban, donde hubiera tenido más intimidad.
Allí coincidió con Dimitri Kabalevski, precisamente uno de estos compositores a los que en el había denostado en el pasado. Sin embargo, la profunda admiración que éste le profesaba y el hecho de que Prokofiev se sintiera uno más entre colegas, provocó que su relación fuese bastante cordial durante aquellos meses.
El compositor no trabajaba demasiadas horas al día, pues pasaba buena parte de su tiempo realizando caminatas por el campo, en las que le acompañaba un perro vagabundo del que se había hecho amigo, y también desarrolló una curiosa afición por los hormigueros. Luego, en la casa, solía jugar a su juego favorito, el ajedrez. Kabalevski lo recuerda pletórico en todo momento, abstraídos como estaban en aquel paraje idílico de ese mundo en ruinas que habían dejado en Moscú.
El hijo pródigo vuelve a la sinfonía
Prokofiev decidió acometer entonces su Sonata Nº 8 para piano y, seguro de sus fuerzas, se propuso componer una sinfonía que le resarciera de la mala fortuna de las anteriores. Habían transcurrido nada menos que catorce años desde que pusiera en limpio los últimos compases de la Cuarta y las cosas eran completamente distintas. Para empezar, ya no era aquel cosmopolita desarraigado al que consideraban un epígono salvaje de Stravinski. Ahora Prokofiev era un compositor soviético, cuya escritura había adquirido consistencia una vez depurada de las disonancias y las asperezas tímbricas y enriquecida por la colorida paleta del neoclasicismo. Por otro lado, al haber adoptado el rol de compositor oficial de la Unión Soviética, Prokofiev se había vuelto más ‘popular’; su obra era más proclive ahora al lirismo y a un carácter más profundamente humano e incluso en ocasiones hasta tierno. A la vez su ácido sentido del humor daba paso ahora a una incipiente ironía, mucho menos corrosiva. En definitiva, las características de obras como Romeo y Julieta, Cenicienta o Alexander Nevski eran transplantadas ahora al formato sinfónico. Si en 1930 la acumulación de citas de El hijo pródigo asfixió de alguna manera la naturaleza introspectiva y sosegada de la Cuarta sinfonía, ahora el artista, en pleno dominio de sus facultades creadoras y poseedor de un lenguaje poderoso y seductor de gran madurez, podía dar forma al fin a la ansiada sinfonía prokofieviana. De hecho, bien podría considerarse a la Quinta como la verdadera Primera sinfonía de Sergei Prokofiev.
Resulta curioso comprobar cómo esta obra es una sinfonía de guerra, pero en un sentido diametralmente opuesto a la Séptima (la Leningrado) de su compatriota Shostakovich. Mientras que éste llamaba al pueblo ruso a la resistencia al enemigo y al valor, Prokofiev opta por una visión más intimista, plenamente influenciada por el curso que había tomado la contienda, con una victoria de los aliados en el horizonte. Es por ello que de la Quinta se desprende más un aire de triunfo sobre la adversidad ya superada, sobre un trasfondo de tragedia aún humeante. Prokofiev afirmó a este respecto «Es la culminación de todo un periodo de mi obra. Y la concibo como una expresión de la grandeza del espíritu humano». El espíritu contemplativo de la partitura se traduce en la preponderancia de los tiempos lentos, ya desde el primer movimiento, confiriendo al conjunto un aire expansivo, pero a la vez envolvente y hasta en ocasiones etéreo. A su vez el conjunto está barnizado por un brillo heroico alusivo al contexto histórico de la obra.
Prokofiev volvía aquí a repetir de alguna manera el proceso llevado a cabo con la Sinfonía Clásica, de conferir un nuevo relieve a una forma repudiada por la mayor parte de los compositores de entonces, sólo que en esta ocasión, en lugar de en Haydn se había apoyado sobre los cimientos del último estadio de la sinfonía romántica, desarrollado y adecuado a la idiosincrasia del arte soviético por Shostakovich.
Fue tal el estado febril de felicidad creadora al que le llevó la sinfonía que el músico rechazó un encuentro con Eisenstein para acabar de ultimar los detalles de la banda sonora de la primera parte de Iván el terrible. Era preciso concluir antes la Quinta. En noviembre de 1944 el músico ponía finalmente en limpio la orquestación y acordaba el estreno de la sinfonía para enero de 1945. La fructífera estancia en Ivanovo tocaba ya a su fin.
Un estreno entre salvas de artillería
El 13 de enero un Gran Salón de Conciertos del Conservatorio de Moscú atestado de público recibía a Prokofiev como a un Ulises recién regresado de su odisea. Aunque llevaba ya ocho años en Rusia, ésta era la primera sinfonía que presentaba como compositor soviético y por eso era aguardada con expectación. El programa incluía antes la Sinfonía «Clásica» y Pedro y el lobo, quizás poco apropiada para el momento. El gran pianista Sviatoslav Richter estaba presente en la sala y describió el impresionante momento en el que Prokofiev se irguió sobre el atril de director y la luz de la sala se proyectó completamente sobre él. En ese momento se produjeron en la calle varias salvas de artillería. Era el Ejército Rojo, que celebraba que sus tropas hubiesen cruzado el Vístula, en dirección a la capital del Reich. Este involuntario efecto se convirtió en un extraordinario preludio a una obra que precisamente trataba sobre esa misma guerra que estaba a punto de ganarse. El público lo entendió así y el ambiente de euforia y triunfo que reinaba en la sala al término de la sinfonía era indescriptible. La Quinta fue saludada como una obra maestra y se convirtió desde ese instante en una de las obras más interpretadas de Prokofiev y en la favorita de su autor. El éxito de la sinfonía provocó que el músico recobrase su confianza a la hora de abordar este género y, además de iniciar la revisión de la Cuarta, tres años después escribiría la Sexta, que el régimen de Stalin condenaría.
Poco antes de morir, en 1952, un Prokofiev enfermo y atemorizado por la brutalidad del régimen, compuso lo que sería su testamento espiritual, la Sinfonía Nº 7. La delicada belleza y el espíritu nostálgico y recapitulador de quien siente cercano el fin consiguieron aplacar esta vez a la bestia y Prokofiev recibió el Premio Stalin por ella. Aunque algo menos valorada que la Quinta, es la sinfonía que más puntos en común tiene con ella y sus méritos no son en absoluto menores.
Sinfonía Nº 5 en si bemol mayor
Andante
Las flautas y los fagotes introducen de forma serena el primer tema, que irá desarrollándose profusamente de forma expansiva, pero sin violencias. Es éste un tema que ha dado mucho que hablar por la ambigüedad de su carácter. Mientras que algunos encuentran en él una nobleza heroica sin límites, acaso representativa del sufrimiento por el que el pueblo ruso estaba pasando aún, hay quien prefiere interpretarlo en clave de tragedia silenciosa asumido de forma conformista. Sea como fuere, Prokofiev desarrolla el tema hasta los límites de la solemnidad. El segundo tema, más lírico, es presentado por las flautas y los oboes y presenta un cromatismo más trabajado. En el desarrollo el compositor contrapone hábilmente ambos temas, alcanzando un clímax creciente de lucha entre uno y otro, al que el compositor insufla aliento épico sobre todo a través de la rica escritura para los metales.
Allegro marcato
El Prokofiev irónico y juguetón se manifiesta muy especialmente en este scherzo planteado según la forma sonata. El tema primero, enunciado por la madera, está tomado de un número del ballet Romeo y Julieta que nunca se llegó a utilizar y destaca por su marcado dinamismo y por su virtuoso empleo del ostinato de la cuerda. Prokofiev lleva a cabo una serie de paráfrasis sobre este tema principal, antes de ofrecer el trío que constituye el episodio central, dominado por el viento, y donde se dejan sentir ciertos aires de vals. Después el tema primero retorna de forma más agresiva, con un tratamiento armónico más áspero y tendente a la disonancia, como el del primer Prokofiev. La progresión rítmica deriva en un final de movimiento desbocado, que no parece sino una parodia cruel del scherzo en su comienzo.
Adagio
Esta página ‘in crescendo’ puede recordar en sus primeros compases a la danza final Matrimonio en el convento, finalizada en 1941, pero no estrenada hasta 1946. Comienza con una lánguida cantilena que se desarrolla con el acompañamiento de los tresillos de la cuerda contra las corcheas de la melodía principal. Este efecto le evoca a André Lischké el primer movimiento de la Sonata “Claro de luna” de Beethoven, aunque Harlow Robinson lo encuentra muy típico de Prokofiev. Lischké observa además, ciertos rasgos mahlerianos de carácter en la parte central, donde la atmósfera se torna fúnebre a la vez que grotesca. El lirismo inicial del adagio se torna macabro, alcanzando su clímax en las escalas descendentes de los trombones. La repetición del tema inicial reequilibra el movimiento, aportándole nuevamente un sosiego ensoñador.
Allegro giocoso
El rondó final parece en su comienzo un eco apagado del heroísmo sosegado del primer movimiento (incluso vuelve a ser planteado por las flautas y los fagotes), pero muy pronto un clarinete introduce un nuevo motivo de carácter alegre, que permite al compositor pintar con vivo colorido de fiesta popular el final de la obra. Tras la introducción de un segundo tema mucho más noble y pomposo, el tema ‘popular’ retorna, imbuido de un frenesí cada vez mayor. La Quinta finaliza de forma sorprendentemente escueta entre fuertes contrastes rítmicos y las características disonancias prokofievianas.
Discografía recomendada:
Orquesta del Conservatorio de París. Director: Jean Martinon. DECCA.
Orquesta Filarmónica de Nueva York. Director: Leonard Bernstein. SONY.
Orquesta Sinfónica de Birmingham. Director: Simon Rattle. EMI.
Orquesta Filarmónica de Berlín. Director: Herbert von Karajan.
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