—¡No! —gritó lanzando el mando de la tele contra la pared—, ¡manda huevos!, otro año igual.
—¿Cómo? ¿Que no ha ganado Horner? —Le espeté mientras apuraba la pinta de Guinness—. Mañana en primera plana, ya verás…
—¡Mierda! Aquí hay tongo —volvió a maldecir con rabia—, te lo digo yo, que de esto sé más que nadie.
Cuántas veces se ha repetido esta conversación a lo largo de los años después de ver la ceremonia de los Oscar, demasiadas veces. Ahora bien, lo que marca la diferencia con las de ahora es la enorme competencia que había antes, de ahí que la idea que reza aquello de «elegir es renunciar» —ahora no se elige, se otorga— cobrara un sentido más profundo. Los nominados a la mejor banda sonora original del año 1995 en el apartado de drama fueron: Il Postino (Bacalov) —inmerecido vencedor—, Apollo13 (Horner), Braveheart (Horner), Nixon (Williams) y Sense andSensibility (Doyle), ahí es nada. Como para elegir estamos.
—¿Cómo? ¿Que no ha ganado Horner? —volvió a preguntar con el mostacho lleno de espuma—. Apollo 13 o Braveheart son dos obras maestras…
—Lo entiendo —intenté responder con pausa—, pero, ¡qué diablos!, ¿es que no has visto las demás candidatas? —Pregunté con cierto desdén.
—Me da igual lo que digas tú y los necios que fallan los premios, aquí hay gato encerrado, te lo digo yo.
Daba lo mismo, no importaba si le decía una y otra vez que Horner no había ganado, él seguía a lo suyo, bebiendo y maldiciendo a los académicos…
—¿Cómo? ¿Que ha ganado Bacalov? —Volvió a preguntar con incredulidad—. Pero, ¿lleva música esa película? ¡Menudos inútiles los de la Academia!
—Lo entiendo, amigo mío —le contesté frunciendo el ceño—, tenía que ganar, es la ley de la compensación, nada más.
—Bla, bla, bla, bla —decía mientras liaba un cigarrillo—, esto está más amañado que la elección de Miss España.
Braveheart es una película histórica —una gran tragedia celta— dirigida, producida y protagonizada por Mel Gibson. La cinta, basada en la vida de William Wallace, un héroe escocés que participó en la Primera Guerra de Independencia de Escocia, ganó cinco premios de la Academia, incluyendo el Oscar a la Mejor película, quedando sin galardón la fantástica partitura de James Horner, ¡increíble pero cierto!
Espectacular es la palabra idónea para definir esta producción que recuperó la épica de los años 50, espectacular en el continente y espectacular en el contenido. La historia —con algunos errores de bulto— narra los avatares de William Wallace, un rebelde escocés que lideró una revuelta popular contra el despiadado rey Eduardo I de Inglaterra, apodado ‘Longshanks‘, ‘el Zanquilargo’, tirano que quería conseguir para su país la tan ansiada corona de Escocia para así poder anexionar sus territorios aprovechando que el último rey escocés no tuvo herederos. El amor, la venganza, la traición, el valor y la libertad son algunos de los elementos sobre los que gira, no solo la historia rodada por Gibson, sino también la música compuesta por Horner.
Tomando como punto de partida los entresijos y circunloquios que suelen dar sentido y forma a la tragedia, podemos diseccionar la música que acompaña a William Wallace en su particular odisea hacia la libertad, principal anhelo del protagonista. Por tanto, y a tenor de lo expuesto, se puede estructurar la música de esta obra de la siguiente manera, es decir, como una gran tragedia celta en tres actos, donde la épica que rodea al drama define, en última instancia, la esencia misma de Braveheart.
Acto I: De cómo William se convierte en William Wallace
Toda leyenda tiene su comienzo, y la de William Wallace se escribe a través del dolor y el sufrimiento que se sienten tras la pérdida de un padre que ha sido traicionado por las sanguinarias manos de ‘Longshanks‘. Para el inicio de la historia —Main titles—, Horner va marcando la tensión con el uso de la cuerda —melodía que el maestro utilizará en repetidas ocasiones, como en Enemy at the Gates—, fría y distante, que va definiendo la incrédula mirada del protagonista. Las gaitas —Uilleann pipes—, mágicas y prohibidas, sitúan la acción en un lugar llamado Escocia, tierra de contrastes, verde esmeralda y azul cielo, tierra de mitos y leyendas por la que William entregará la vida. La muerte, la traición y la pasión —algo que está implícito en la propia música— van modelando el comportamiento del joven protagonista que descubre a través de la música el amor verdadero, inocente al principio —A Gift ofaThistle—, con un delicioso uso de la flauta, el arpa y la gaita irlandesa; el valor del héroe, con las primeras tonadas del leitmotiv de Braveheart; y, por último, la traición que en cierta manera va uniendo las distintas partes de la historia. Todos estos elementos convergen en el regreso del héroe —como el de Ulises a Ítaca— que retorna al hogar convertido en William Wallace. A partir de aquí los elementos antes referidos alcanzan una dimensión distinta, más profunda, definiendo la personalidad de William en relación a todo lo que le rodea. Este primer acto se completa con música de carácter celta —Wallace Courts Murron— que da credibilidad a la historia, melodías festivas y en alguna ocasión trágica —Prima Noctes— que, a través de la flauta y las voces sintetizadas, muestra la parte mística o legendaria de la historia.
Acto II:De cómo el amor y la traición forjan la leyenda
Si hay en Braveheart dos elementos narrativos que determinan la historia, estos son, sin lugar a dudas, el amor y la traición —la venganza en la consecuencia lógica— que, de una u otra forma, acompañan a William Wallace en su anhelada búsqueda de la libertad, su única razón de ser. Horner, como buen narrador, coge estos dos elementos —habrá un tercero que expondré más adelante— para contar su propia historia, tan llena de emoción que todavía hoy resulta insultante la increíble decisión de los académicos, pero eso es harina de otro costal.
El amor, ese sentimiento que une a plebeyos y nobles, es utilizado de distinta forma según se refiera a una u otra protagonista. Para la plebeya (Murron), su primer amor, Horner da más protagonismo a instrumentos como el oboe, el arpa o la flauta
—The Secret Wedding—, mostrando ese mágico encuentro donde la mística del amor refleja la parte más delicada e inocente de la historia. Otra cosa muy distinta es la reinterpretación que el maestro hace de esta melodía para describir el amor que Wallace profesa por la princesa Isabelle, esposa, muy a su pesar, del príncipe de Gales. La melodía —For the Love of a Princess— es la misma que el músico utiliza para mostrar el amor de William hacia la plebeya (Murron), pero con una clara diferencia, y es que en esta ocasión es la orquesta —la flauta y el oboe tienen un protagonismo menor— la que describe la fuerza y la pasión del amor. La melodía es tan imponente que Horner no duda en versionarla en numerosas ocasiones —Desolation—, marcando los acentos allí donde la emoción hace acto de presencia.
La épica historia de Braveheart está repleta de traiciones, entre ingleses y escoceses, entre padres e hijos, o incluso entre amigos, como la que protagonizan William y Robert Bruce —Betrayal & Desolation—, heredero al trono de Escocia que se debate entre los consejos de su padre, un leproso deseoso de pactar con Inglaterra, y su deseo de seguir los pasos de Wallace. De todas las traiciones que sufre el protagonista, esta, la de Bruce, es la que muestra la vulnerabilidad de William, utilizando para ello una conmovedora melodía que inunda la pantalla de una creciente incredulidad —las escalas ascendentes de la cuerda sellan el camino hacia lo inesperado— que muestra la traición más sorprendente y atractiva de la historia. Es una de esas escenas donde la imagen queda subordinada al poder enigmático de la música o, expresado de otra forma, es en ese escenario donde el juego de miradas, la cuerda y las trompas —con una sola nota tendida parecen dilatar aún más la escena— rasgan el espacio provocando la emoción del espectador. Horner culmina esta gran idea versionado con acierto el tema de amor en una de las interpretaciones más sobrecogedoras de toda la partitura.
Acto III:De cómo William Wallace se convierte en leyenda
¡Habéis sangrado con Wallace, sangrad ahora conmigo! De esta forma arengó Robert Bruce a los valientes escoceses que esperaban en los campos de Bannockburn la señal que les condujera a la victoria, ‘hambrientos y en inferioridad lucharon como escoceses, como poetas guerreros, y ganaron su libertad’ (Wallace). Muerto William todo cambia, su leyenda es ahora la idea principal sobre la que Horner construye la épica melodía de Braveheart —el tercer elemento que aún me faltaba por reseñar—, una emotiva tonada celta —Bannockburn— que utiliza la flauta y la percusión para iniciar el momento más emocionante de la historia, un camino que conduce a través de las gaitas, la cuerda y el intenso golpeo de la percusión a la libertad que William Wallace soñó para Escocia. La melodía de Bannockburn representa el mejor de los finales posibles, pues contiene la emoción, la fuerza, la intensidad, el dramatismo y la belleza que solo el maestro sabía transmitir con cada uno de sus pentagramas. Es, si me permiten ustedes la expresión, «uno de esos finales que te dejan, literalmente hablando, clavado a la butaca».
No sé las razones que llevaron a los académicos de aquel año a fallar a favor de Luis Bacalov y su Il Postino —la ley de la compensación es la teoría más plausible— en vez de hacerlo a favor de Horner. La verdad es que, como dijo alguien a quien admiro, ‘me da tres’, pues la credibilidad de los Oscar queda en entredicho cada vez que se realiza una nueva ceremonia. Más allá de premios, lo cierto es que la música de Braveheart se ganó la simpatía de todos los aficionados a la música cinematográfica consiguiendo que esta obra haya pasado a ser leyenda.
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