La Novena sinfonía del genio de Bonn, compuesta entre 1822 y 1824 y apodada Coral, representa una innovación estructural al incorporar en su movimiento final un coro y solistas vocales, un hecho sin precedentes en la tradición sinfónica. Su contenido ideológico, basado en la Oda a la Alegría de Friedrich Schiller, está alineado con los ideales de la Ilustración y la época revolucionaria.
Por Jaime Augusto Serrano
Ludwig van Beethoven: un genio incomprendido
A principios de 1824, treinta figuras destacadas de la escena musical vienesa pidieron a Ludwig van Beethoven que reconsiderara sus planes de estrenar su Novena sinfonía en Berlín y que, en su lugar, realizara el estreno en Viena. Aunque gozaba de reconocimiento mundial, su fama entre los mecenas vieneses se había reducido hasta tal punto que llevaba doce años sin realizar una aparición pública. A pesar de llevar tanto tiempo sin aparecer en público en Viena, la carta conmovió a Beethoven, quien aceptó estrenar su Sinfonía núm. 9 en Re menor, opus 125, en la ciudad. El debut tuvo lugar el 7 de mayo de 1824 en el Kärntnertortheater. La Novena fue concebida a la vez que la Décima, siendo el estreno de esta última planeado para Londres y dedicado a la Sociedad Filarmónica de la capital inglesa. Estas dos sinfonías, junto a un réquiem, fueron las últimas grandes obras que Beethoven tenía previsto componer.
Los organizadores del concierto del estreno de la Novena sinfonía prometieron que el legendario y solitario compositor estaría presente. De hecho, durante toda la representación, Beethoven permaneció en el escenario de espaldas al público, como detalla Maynard Solomon en su aclamada biografía. Los aproximadamente dos mil asistentes aplaudieron varias veces, interrumpiendo la interpretación, pero Beethoven, sordo, no pudo escuchar los vítores. Según los testigos, el compositor ‘se lanzó de un lado a otro como un loco’ y se desfasó varios compases en su ‘dirección’ (el director titular de la orquesta, Michael Umlauf, ordenó a la orquesta y el coro vieneses que ignoraran a Beethoven. Esto se debía a que Beethoven era completamente sordo y no podía mantener el compás de forma fiable).
Esta anécdota sirve para comprender mejor el contexto en el que Beethoven escribió y estrenó su última sinfonía, aquella que tantos nombres tiene: la Novena, la Coral, el Himno de la Alegría (como algunos la llaman englobando a veces los cuatro movimientos de la obra). Un maestro internacional venido a menos con numerosos traumas infantiles por culpa de la frustración y el alcoholismo de su padre, la disputa con su cuñada sobre su sobrino Karl, la sordera que padecía desde hacía años y le causaba dificultades extremas con su pasión y, por último, sus continuos episodios de fracaso en el amor. Este caldo de cultivo se antoja propicio para la elaboración de una personalidad, cuando menos, compleja. En el imaginario popular, Beethoven aparece como un personaje oscuro, huraño y con un carácter difícil de tratar. Esta idea de Beethoven, alimentada por las biografías y los textos de su época queda muy alejada de la idea del Beethoven creador, lleno de fuerza, pero siempre noble y con unos valores universales y revolucionarios que hablan de la verdadera persona que se escondía dentro del ‘antipático Beethoven’.
Su obra: la transición hacia el Romanticismo
Cuando hablamos sobre la transición al Romanticismo musical, la primera obra de Beethoven que se trata como plenamente romántica es la Missa Solemnis en Re mayor, opus 123. Curiosamente, esta obra fue compuesta simultáneamente junto a la Novena y la nonata Décimasinfonía e interpretada incompleta (Kyrie, Credo y Agnus Dei) el día que se estrenó la Novena.
Uno de los aspectos más importantes de la Missa Solemnis es el tratamiento que Beethoven hace del coro. El compositor alemán rompe con los tratamientos que hacían Bach o Mozart en sus misas y se acerca al tratamiento que él mismo hace del coro en la Novena, por lo que muchos no dudan en apodar a la Missa Solemnis como Sinfonía sacra. El coro se mantiene activo en todo momento, a menudo cantando en registros extremos, con contrastes violentos de volumen y una gran exigencia en la claridad de su articulación melódica y rítmica. La dificultad para los solistas es igualmente elevada. En contraste con las misas de Bach o Mozart, donde los solistas suelen tener sus propias arias o dúos, aquí sus interpretaciones se fusionan continuamente con el coro, compartiendo con frecuencia el mismo protagonismo. Este modo de tratar el coro crea una textura sonora mucho más compleja y densa, consiguiendo un resultado que rompe con la claridad estructural, rítmica y sonora del Clasicismo vienés. También destaca de manera singular la obsesión de Beethoven con la fuga en el final de su vida, plenamente utilizada en la Missa Solemnis y en el movimiento final de la Novena sinfonía. Su obsesión con la fuga culminará con su gran obra Große Fuge, opus 133 (1826), y servirá como elemento inspirador para que, más adelante, otros compositores románticos como Mendelssohn o Brahms utilicen y modernicen esta forma o textura musical del Barroco.
Junto a Beethoven, destaca en este periodo de transición hacia el Romanticismo el nombre de Franz Schubert. Aunque más joven que el compositor de Bonn, la fecha de defunción de ambos es de tan solo un año de diferencia. Una descripción que encaja para definir los puntos en común y de disparidad entre ambos podría ser que mientras que Beethoven es un compositor clásico que inicia el Romanticismo, Schubert es un compositor romántico con gran apego al Clasicismo. Beethoven estaba inmerso en la modificación de las formas clásicas hacia unas formas más grandiosas en todos los aspectos, haciendo gala de un gran desarrollo de la armonía, las texturas, los motivos y cualquier elemento musical con el que se pudiera trabajar. Por otro lado, Schubert encuentra en el contenido el punto a explotar, prefiriendo dejar las formas y estructuras más cercanas a las utilizadas en el Clasicismo. Su relación no está muy clara, aunque sabemos que ambos sabían de la existencia del otro. Según los documentos de la época, Beethoven se interesó en algunas ocasiones por la obra de Schubert, en concreto lo hizo por sus lieder. Según Ferdinand Schubert, mostró especial interés en Erlkönig, Gretchen am Spinnrade o Der Tod und das Mädchen.

La Novena: sinfonía coral
La sinfonía está escrita en Re menor y se divide en cuatro movimientos, cada uno con un carácter y una forma distintiva.
- Allegro ma non troppo, un poco maestoso (Re menor)
- II. Scherzo. Molto vivace (Re menor) – Presto (Re mayor)
- III. Adagio molto e cantabile (Si bemol mayor)
- IV. Presto (Re menor) – Allegro assai (Re mayor); Allegro molto assai (Alla marcia) (Si bemol mayor); Andante maestoso (Sol mayor) – Adagio ma non troppo, ma divoto (Sol menor), Allegro energico, sempre ben marcato – Allegro ma non tanto – Prestissimo (Re mayor).
El primer movimiento sigue la forma sonata clásica, pero con una presentación del material sumamente original, creando una atmósfera de misterio y expectativa, con quintas abiertas que se construyen gradualmente hasta el primer tema en Re menor. Se caracteriza por poseer un carácter tormentoso y heroico, con un poderoso sentido del movimiento y contrastes marcados entre secciones de tensión y resolución. La coda es masiva, ocupando una parte significativa del movimiento.
Contrariamente a la convención clásica de situar el movimiento lento en segundo lugar, Beethoven introduce en él un scherzo de proporciones gigantescas. Este segundo movimiento es de una energía arrolladora e incontenible, predominantemente en forma fugada, mostrando una complejidad contrapuntística notable. La sección del trío, en Re mayor y en compás binario, ofrece un contraste lírico y más calmado, con la introducción de los trombones por primera vez en la sinfonía.
El tercer movimiento, de carácter lento, es un oasis de serenidad y lirismo en medio de la sinfonía. Presenta una forma de doble variación sobre dos temas contrastantes. El primer tema, en Si bemol mayor, es de una belleza íntima y reflexiva, mientras que el segundo, en Re mayor, es más melódico y fluido. Las variaciones se elaboran progresivamente, aumentando la ornamentación y la complejidad rítmica, pero manteniendo siempre un tono de profunda expresión y contemplación. El movimiento termina con un delicado cierre que transmite sensación de paz.
El cuarto movimiento, el más famoso de la sinfonía, musicaliza el poema Oda a la Alegría (Ode an die Freude)del poeta Friedrich Schiller. Beethoven planeó musicalizar este poema por primera vez en el año 1793, aunque no sería hasta el año 1817 que empezaría a hacerlo con los primeros bocetos de la Novena sinfonía, la cual tardaría siete años en terminar. Beethoven, al igual que Schiller, sintió en su juventud el impacto de la revolución, que se extendía más allá de las fronteras de Francia. La hermandad que proclama la oda de Schiller es una meta por la que tanto el poeta como el compositor lucharon toda su vida, cada uno a su manera. La muerte de Schiller acaeció en el fragor de esta batalla épica, escasamente una semana antes de la proclamación de Napoleón como emperador de Francia, pero Beethoven vivió lo suficiente para ver la caída del corso, la restauración del orden en Europa y el cierre de un capítulo en la lucha por la libertad. Beethoven no llegó a usar ni la mitad de los versos de Schiller y tampoco siguió el orden en que figuran en el poema, cuya selección y acomodo no son nada fáciles. Incluso el primer verso destinado a la voz del bajo es del propio Beethoven. Suele decirse que solo hubo dos ensayos para el estreno. Esto es cierto, pero incompleto. Hubo también ensayos por secciones para las cuerdas y para el coro. En cuanto a los solistas, fueron instruidos por el propio Beethoven con la asistencia de Michael Umlauf. Schindler narra cómo los solistas pidieron a Beethoven que eliminara algunas de las notas más agudas de sus partes; este se negó rotundamente en todos los casos diciendo a los cantantes que el haber interpretado tanta música italiana los había arruinado.
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