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Breve historia del Canto en España
por Joaquín Martín de Sagarmínaga
Aunque no me gusta mucho el término de potencia, por las connotaciones que ahora tiene, no otra cosa es España si nos referimos al canto. Esta condición la ha ido ganando a lo largo del tiempo, a causa de las muchas y buenas voces que ha dado, y acaso sólo la comparta con Rusia (pese a su mal momento actual, que no es sino reflejo del que atraviesa la lírica), Italia y Centroeuropa.
Sin lugar a dudas, España ha enriquecido con voces muy atrayentes el panorama lírico internacional. Parte de su secreto, así como de su éxito, es la semejanza con las voces italianas, las mayores protagonistas (hasta hoy, exclusive) de la historia del canto. De hecho, nuestra emisión, al margen de las peculiaridades fonéticas derivadas de cantar en uno u otro idioma, es similar a la del país transalpino. Como ellos, poseemos voces muy atractivas, bien colocadas y, por tanto, vibrantes. Su guturalidad, que es característica peculiar de muchas de nuestras voces, siempre ha estado en la base de las mismas, a causa de nuestra lengua, configurando un perfil muy varonil, en el caso masculino, que se despega algo de tantas voces italianas, que a lo largo de la historia han sido, en muchos casos, más angelicales y dulces. En lo que a la interpretación se refiere, sus dueños son temperamentales, artífices de un canto de gran temperatura expresiva.
Las sopranos
España es tierra de sopranos pero, salvo algunos ejemplos muy destacados (la Colbrán, la Malibrán), esto se verifica con más claridad en el siglo XX que en el XIX. La discusión sobre si nuestra más antigua celebridad en esta cuerda, Lorenza Correa -muy activa a principios del siglo decimonónico- es, en realidad, portuguesa o española, parece casi ociosa a estas alturas. Ibérica en cualquier caso, de su posible exclusión en nuestra nómina nos compensan otras presencias dominantes. Por ejemplo, dos de las más grandes sopranos de todo el siglo XIX son españolas: las ya citadas Isabel Colbrán y María Malibrán. Todavía no era España un suelo abonado para el desarrollo de sus talentos ya que, de hecho, ninguna de las dio curso al mismo en nuestro país. La Colbrán lo hará en Italia, centrada especialmente en el repertorio de Rossini, con quien contrajo matrimonio; la Malibrán se especializará en las suaves cantilenas de Bellini y cosechará sus más resonantes triunfos en París o Londres. A veces, como en Chopin, sus veladas más sublimes eran privadas; Legouvé habla de su “inolvidable Casta diva en la Villa Panfili”(1). En marzo de 1896 Avelina Carrera estrena en La Scala el papel de Maddalena de Coigny de Andrea Chénier, la ópera de Giordano. Sin el relieve histórico de sus dos predecesoras, poseía una importante voz de lírica plena, rozando tal vez lo spinto, pero, a diferencia de ellas, sí cantó en nuestro país, sobre todo en Barcelona.
Nuestras sopranos líricas puras son menores en número pero, como tipología vocal específica, poseen la condición de pioneras. Dos valencianas, María Ros, la mujer de Lauri-Volpi y, sobre todo, Lucrezia Bori, alcanzaron reputación internacional gracias a una vocalidad que se despega de la ligera y lírico-ligera, y que caracterizan la gracia y el encanto, así como las líneas largas y sostenidas, frente al canto ornamentado de sus predecesoras. Si la primera es ideal para Rigoletto, o como Sophie de El caballero de la rosa, la segunda desplegó todo su poder de seducción en partes puccinianas como Cio-Cio-San o, especialmente, Mimi. Heredera en muchos aspectos de estas características y repertorio es la gallega Ángeles Ottein.
Del género dramático hay un notable surtido, encabezado por Carmen Bonaplata, una de las pioneras, y que cuenta entre sus filas con Ofelia Nieto, hermana de la Ottein, con María Llácer (que tenía un do catedralicio, apto para ser proyectado en Verona y otros festivales montados al aire libre), Margarita Casals-Mantovani o Ángeles Gulín. Ciertamente, en el campo de las sopranos, durante los años veinte y treinta, España no dio una trinidad vocal de la notoriedad de los Fleta, Lázaro y Cortis; habrá que esperar más tiempo. Sin embargó, la paciencia tendrá recompensa y, en este sentido, sí cabe hablar de una tripleta equivalente a Kraus, Domingo y Carreras con la aparición de las fabulosas voces, por todos sobradamente conocidas, de Victoria de los Ángeles, Pilar Lorengar y Montserrat Caballé.
Mezzosopranos
Mezzosoprano quiere decir media soprano y se parece a lo que hemos tenido, por lo general, en España: sopranos cortas. Es una tipología vocal que producimos con testaruda escasez. Los nombres de la wagneriana Blanca Lavín de Casas, o de algunas especialistas en Carmen como son Conchita Velázquez y Aurora Buades, quedan parcialmente oscurecidos por dos personalidades de enorme proyección: Conchita Supervía y Teresa Berganza. Ambas poseen en común las voces ágiles, ligeras, y la entrega a la causa de Rossini. Supervía tiene, además, el valor de haber sido pionera en la forma de entender las creaciones bufas de este autor, a las que accede con un enfoque moderno para su tiempo y admirable clase. También es superlativa en las canciones, que ejecutaba con la misma extraña perfección en castellano, catalán o gallego. Sin ser tan graciosa como su predecesora, Berganza reafirma aún más, quintaesenciándolos, los valores rossinianos, y aborda sus partituras bufas con un rigor que confiere a cada nota su dimensión más propia. Berganza es también una grandísima Carmen, el rol bizetiano al que ha despojado de algunos acentos superfluos que, en forma de capas, había acumulado sobre él la tradición. Según sus propias palabras, lo que le atrajo de Carmen es: “la fuerza de una mujer libre que ama cuando ella quiere, pero siempre ama de verdad”.
Contraltos
Ésta es una voz tan escasa en nuestros pagos que su ejemplificación cabe reducirla casi a una sola muestra: Matilde Blanco; alias Sara Blanco; alias Matilde Blanco-Sadún, pues al casarse con un judío aparecerá también en los carteles con estos nombres. Vocalidad singularísima (alabada por Lauri-Volpi al tiempo que deploraba su escasez), destacó en papeles matronales, de verdadera contralto, y también en los que poseen una especial fuerza expresiva, como la Zia Principessa de Suor Angelica de Puccini, que estrenó en el Teatro Costanzi de Roma en 1919. También afrontó papeles de auténtica virago, de mujeres masculinoides como la Comandanta de Los caballeros de Ekebú, de Riccardo Zandonai, cuyas funciones encaró en el citado teatro romano casi en su estreno absoluto.
Como precedente un tanto remoto es obligado consignar el nombre de la contralto decimonónica Elena Sanz, que fue la querida del rey Alfonso XII sin demasiados recatos. También es más remoto su repertorio, que en este caso incluía La favorita (para Carmena y Millán muy discutible), frente a los títulos veristas que caracterizaron la actividad de la Blanco-Sadún. A su lado cabe mencionar alguna artista de la cuerda de mezzo, pero con matices más o menos acontraltados, como Regina Álvarez, o Dolores Frau, la maestra de Victoria de los Ángeles.
Tenores
Para muchos España es tierra de tenores, por encima de las demás categorías. Tal destino, que los hechos no suelen desmentir, se inicia con el sevillano Manuel García, a comienzos del siglo XIX. García, que fue el padre y maestro tanto de María Malibrán como de Pauline Viardot, representa el modelo de tenor de coloratura, flexible y variado en la ejecución de los diversos tipos de agilidad. Ello le llevó a ser uno de los favoritos del exigente Gioacchino Rossini, del que en 1816 estrenó El barbero de Sevilla. De Sevilla es también el eslabón siguiente en esta historia, Manuel Carrión, destinado inicialmente a la carrera militar. También él fue un gran Fígaro rossiniano, además de prestar su voz a uno de los primeros Duques de Mantua de Rigoletto. Un astro con mayúsculas es el navarro Julián Gayarre, si bien, hasta llegar a él, el camino no dejó nunca de estar iluminado por otros cantantes como Pedro María Unanue, Juan Boy (que cantó ante el bey de la capital de Turquía), Buenaventura Belart, Tomás de Azula y algunos más.
Gayarre marcó un punto de inflexión. En posesión de un estilo de canto muy puro, como guardián de sus más fieles esencias, el mismo tenía a un tiempo algo de exótico, a lo que no era ajena la rara cualidad del timbre, que seducía y encantaba a la vez. Al asturiano Lorenzo Abruñedo, de longeva actividad profesional (pues cantó entre 1864 y 1893, prolongando su actividad en prehistóricos discos), y al aragonés Antonio Aramburo, de voz retumbante, les siguen las figuras de Fernando Valero, apodado il piccolo Gayarre, de Francisco Viñas, quizá el mejor tenor wagneriano de su época, de Julián Biel, y, ya en los años veinte del XX, los ilustres Miguel Fleta, Hipólito Lázaro y Antonio Cortis.
En el último tercio del siglo XIX nuestras voces de tenor eran muy características, por su timbre claro, la emisión alta y acornetada, la búsqueda tenaz del brillo en la zona alta. Esta cuerda seguirá siendo pródiga con la llegada del verismo y sus exponentes, con artistas de carreras no siempre prolongadas, que quemaron pronto sus alas debido a las terribles exigencias de su repertorio. Ejemplos significativos de esta orientación son Amador Famadas, Juan Valls, Carlos Barrera, Jesús de Gaviria, Cristóbal Altube y, sólo hasta cierto punto, el más refinado Pablo Civil. En ese momento las voces son ya más engoladas, la posición ha perdido algo el contacto con las zonas más elevadas de resonancia, y estos hechos determinarán un progresivo oscurecimiento del timbre. Al margen de ello, durante los años sesenta y setenta, mientras era degustada también la voz privilegiada de Jaime Aragall, la cuenta iba a enriquecerse de nuevo con las aportaciones singularísimas de Alfredo Kraus, Plácido Domingo y José Carreras.
Barítonos
El siglo XIX conoció algunos exponentes dentro del género de la zarzuela, como Tirso Obregón o Enrique Ferrer, o como Emilio Cabello. Pero comparada con tenores y sopranos, es esta una cuerda más escasa en nuestras latitudes, pese a tratarse de una tipología vocal que en otros lugares (como Italia, por ejemplo), abunda notablemente.
Tal vez los barítonos de mayor peso que ha dado España al Melodrama, estén encabezados por el catalán Ramón Blanchart, activo entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, y el menorquín Juan Pons, cuya carrera continúa en la actualidad. Sin embargo, existen otras figuras importantes, como son el murciano Mariano de Padilla, el asimismo catalán José Segura Tallien, los guipuzcoanos Ignacio Tabuyo y Celestino Sarobe o el gallego Marino Aineto. Son voces, salvo Padilla (anterior), activas a principios del siglo pasado, y caracterizadas por el timbre claro, a menudo atenorado, capaces de asumir tesituras altas, que salen triunfantes de los problemas derivados del pasaje de registro, para enfrentarse, entre otros, a los grandes papeles verdianos de su cuerda, como los de Rigoletto, Traviata, Ballo, Forza u Otello. Barítonos éstos, casi todos, caracterizados por una línea bien esculpida y una expresión noble, que son propias del estilo áulico, señorial.
En el siglo pasado hubo un gran número de barítonos especializados en el campo de la zarzuela, cabezas de cartel de las grandes compañías, y ejemplificados en las figuras, muy distintas entre sí, de Emilio Sagi-Barba, contemporáneo de alguno de los citados, y Marcos Redondo, muy activo en los años 30 y 40, pero cuya presencia llena los 20 y aun parte de los 50. El resto de la cronología se completa con las figuras de Manuel Ausensi, de gran belleza vocal (quien ha alternado la ópera con la zarzuela), y Vicente Sardinero, barítono que también ha destacado por cualidades inherentes al timbre. Cien veces más que una simple promesa viene siendo, en los últimos años, el todavía joven Carlos Álvarez.
Sin embargo, España, no ha ofrecido con profusión barítonos veristas, de la denominada joven escuela. Aquí no poseemos el equivalente de un Benvenuto Franci, un Gino Bechi, un Luigi Montesanto ni, menos aún, de un Titta Ruffo o, en época posterior, Ettore Bastianini. Tampoco es conocida en nuestras tierras la voz de bajo-barítono, del tipo de Hans Hotter o Ferdinand Frantz, infinitamente más común en Centroeuropa. Sí cabe mencionar, a modo de excepción, la oscura y dramática voz del catalán Raimundo Torres (un antiguo estudiante de arquitectura), cuyas condiciones le permitieron abordar algunas grandes partes de óperas wagnerianas (Holandés, Walkiria), así como finalizar su carrera profesional en la cuerda de bajo.
Bajos
Hablar de bajos en España es hacerlo, por un lado, del alavés José Mardones, de gran reputación internacional, y, por otro, de todos los demás. Es apelar también a un tipo de vocalidad que, salvo en el caso de la excepción apuntada, de nuevo ofrece timbres claros, materiales más livianos que rotundos y una demarcación vocal más cercana al bajo cantante que al bajo profundo. De nuevo, por seguir con nuestra comparación con el exterior, apenas tenemos el equivalente a los italianos Nazzareno de Angelis o Tancredi Pasero en el siglo XX, o al universal mito del XIX que es Luigi Lablache. Como se apuntó, también nos es virtualmente desconocida la categoría germánica del Tieferbass. Pero nuestra lista, aún no siendo extensa, no debe omitir los nombres del mallorquín Francisco Mateu (de sobrenombre Uetam), de su paisano Juan Ordinas o del cinematográfico Andrés de Segurola. Después, con contadas excepciones (entre ellas Aníbal Vela o Mario Gas), caerá un negro manto sobre esta cuerda, condenándola a una sequía casi total.
El mencionado José Mardones será en todo la excepción. Su despegue internacional, un tanto tardío (ya con unos cuarenta años), cobrará especial relieve en las dos Américas. Es forzoso alabar, en el bajo de Álava, su bello timbre, de pureza inatacable, así como la amplitud del registro, tan desahogado en la franja grave como en la aguda y central. Su biógrafo, Venancio del Val, cuenta una anécdota que ilustra acerca de la impresionante solidez de sus graves. Dice que cuando Mardones ensayaba, siendo todavía un joven cantante, sus rotundas notas bajas hacían vibrar unos sacos que había cerca del piano(2).
Soixante ans de souvenirs (citado por P. Larionov en María Malibrán y su época).
José Mardones (Diputación Foral de Álava. Vitoria, 1972).
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